El reloj marcaba las 8:00 p.m. en el pequeño apartamento de Ivanna, un espacio modesto, lleno de recuerdos y promesas rotas. Todo estaba en silencio, solo el eco de su respiración y el leve zumbido del refrigerador rompían la quietud. En sus manos, una carta arrugada temblaba como un reflejo de su propio interior.
"No puedo hacerlo, Ivanna. Lo siento."
Esas palabras parecían flotar, suspendidas en el aire, mientras el peso de la traición se hundía en su pecho. Cerró los ojos y tomó aire, tratando de contener las lágrimas. Pero era inútil. La tristeza era un torrente imparable que la inundaba, y el dolor se clavaba profundo, más allá de lo físico, más allá de la razón. Lo había amado, había soñado con construir una vida juntos, una familia. Pero ahora estaba sola, sola y esperando a su hijo.
Ivanna se llevó una mano al vientre, como si el simple gesto pudiera brindarle algo de consuelo. Su mente vagaba en el "por qué", intentando buscar respuestas en la nada. Se acercó a la ventana, dejando que las luces de la ciudad parpadearan ante ella, reflejando el vacío que sentía en su interior.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Aziel ajustaba su reloj mientras se preparaba para salir. Era una salida sin ganas, motivada únicamente por las súplicas de un viejo amigo que le insistía en que se merecía una oportunidad de rehacer su vida. Pero para Aziel, la palabra "vida" había perdido significado desde la muerte de su esposa. Los días se sucedían en una monotonía fría y calculada, y cada rincón de su casa era un recordatorio de lo que alguna vez fue. En su mesa de noche, una foto de su esposa le devolvía una mirada dulce y cálida, una imagen congelada en el tiempo.
Al llegar al café, miró alrededor, sintiéndose extraño y fuera de lugar. Observó a las personas que reían y conversaban, sintiéndose ajeno a esa alegría. Su amigo hablaba, pero Aziel apenas escuchaba. Su mirada se desvió, perdiéndose en la multitud, cuando vio a una mujer de pie junto a la puerta. Había algo en ella... algo triste y frágil, algo que despertaba una curiosidad que no había sentido en mucho tiempo.
Ivanna, todavía algo desorientada, entró en el café para refugiarse del frío. Unas pocas miradas se dirigieron hacia ella, pero solo una se mantuvo. La de Aziel. Al pasar junto a su mesa, su bolso se deslizó de su hombro y cayó al suelo, esparciendo algunas pertenencias. Aziel se levantó sin pensarlo y se agachó para ayudarla, recogiendo una libreta y un pequeño llavero con una inicial grabada.
—Gracias —murmuró Ivanna, levantando la mirada hacia él. Sus ojos reflejaban algo que Aziel reconoció de inmediato: una tristeza conocida, una pérdida profunda.
—No hay de qué —respondió él, sosteniéndole la mirada un segundo más de lo necesario. En ese breve instante, algo en su interior, esa quietud que le rodeaba desde hacía años, pareció agitarse levemente.
Se quedaron ahí, en silencio, rodeados del bullicio del café, sin saber bien qué decir. No había palabras que describieran lo que ambos sentían en ese momento. Ella notó que él también llevaba consigo algo de dolor, una carga silenciosa que solo aquellos que han sufrido son capaces de reconocer. Era como mirarse en un espejo.
Finalmente, Ivanna esbozó una leve sonrisa de cortesía y se disculpó antes de seguir hacia la barra. Aziel la siguió con la mirada, sin entender por qué ese breve encuentro le había dejado una huella.
Al pedir su café, Ivanna se sintió extrañamente tranquila, como si el simple hecho de cruzarse con alguien en quien podía ver un reflejo de su propio dolor la hubiera aliviado. De regreso a su asiento, miró hacia la mesa de Aziel, pero él ya se había marchado, dejando solo la silla vacía y el recuerdo de una breve conexión.
"Quizás la vida no sea solo dolor," pensó, sintiéndose un poco más ligera. La tristeza seguía ahí, pero algo en su interior, una pequeña chispa, le decía que aún podía haber esperanza.
Por su parte, Aziel caminaba de vuelta a su hogar, sintiendo que, después de mucho tiempo, algo dentro de él se había movido. Quizás, solo quizás, el destino había puesto en su camino a alguien que también necesitaba sanar.