Permanecí en silencio unos segundos, observándola. Su respiración era tranquila, pero aún parecía estar atrapada en un sueño intranquilo, como si ni siquiera la inconsciencia le ofreciera descanso.
Mi mirada volvió a la carta en mi mano, esa confesión cobarde que me ardía en la piel como si hubiera sido escrita para mí. Sabía lo que era enfrentar una traición como esa, la sensación de que te arrancaban el suelo bajo los pies sin previo aviso. Había algo personal en esa nota, como si los fantasmas de mi pasado estuvieran entrelazándose con los de ella.
Dejé la carta sobre la mesa, sintiendo el peso de las palabras que no eran mías, pero que ahora conocía. Me senté en el sillón frente a Ivanna, tratando de ordenar mis pensamientos.
"¿Qué haces aquí?"
Me pregunté en silencio. No la conocía más allá de los breves encuentros, pero algo en su mirada aquella mañana, en su fragilidad ahora, me decía que no era casualidad.
Un murmullo interrumpió mis pensamientos. Su cuerpo se movió ligeramente en el sofá, su rostro contrajo una mueca de incomodidad antes de que sus ojos se abrieran lentamente. Por un momento, pareció desorientada, como si no reconociera dónde estaba.
—Tranquila —dije con suavidad, tratando de no sobresaltarla.
Ella parpadeó, enfocando su mirada en mí. Había algo entre incredulidad y alarma en sus ojos.
—¿Qué... qué hace aquí? —su voz era apenas un susurro, aún débil.
—Te desmayaste en el restaurante. Lucero me pidió que te ayudara a traerte a casa —expliqué, manteniendo mi tono neutral.
Se incorporó lentamente, apoyándose en el brazo del sofá, aunque parecía necesitar más fuerzas de las que tenía.
—No debió molestarse —murmuró, desviando la mirada.
—No fue una molestia —repliqué con calma, pero sin dejar de observarla. Vi cómo se llevaba una mano a la frente, probablemente intentando ordenar su mente.
—Debería... debería estar trabajando. No puedo permitirme esto.
Su voz temblaba, y no era difícil ver que detrás de esas palabras había más que simple preocupación por el trabajo. Había miedo, ansiedad, una lucha interna que trataba de ocultar.
—Creo que lo que necesitas ahora no es preocuparte por el trabajo, sino descansar. Nadie puede sostenerse sin detenerse un momento.
Me miró, y por un segundo, creí ver algo romperse en su expresión, una grieta en la armadura que llevaba puesta.
—No tiene idea de lo que dice —respondió, pero su voz carecía de convicción.
—Tal vez no, —admití—, pero sé reconocer cuando alguien está al límite.
Guardó silencio, sus ojos se desviaron hacia la mesa. La noté tensarse al ver la carta, y el color volvió a abandonarle el rostro.
—¿La leyó? —preguntó en un susurro, su tono cargado de una mezcla de vergüenza y furia contenida.
—No podía evitarlo, estaba a la vista. Lo siento si fue una invasión a tu privacidad.
Sus manos temblaron mientras alcanzaba la carta, doblándola con movimientos torpes antes de sostenerla contra su pecho.
—No tenía derecho...
—Tienes razón, pero eso no cambia lo que vi. Y, si me permites decirlo, el que escribió eso no merece ni un segundo más de tu energía.
Su risa fue amarga, casi un susurro.
—¿Y quién merece mi energía entonces? ¿Usted?
No había veneno en sus palabras, solo cansancio, un agotamiento profundo que no podía ocultar.
—No, pero sí creo que tú misma la mereces. Más de lo que crees.
No respondió. Se quedó en silencio, con la mirada perdida en el suelo, como si mis palabras no fueran más que ruido distante.
—No tienes que enfrentar esto sola, Ivanna. No importa si piensas que sí.
Su mirada se alzó hacia mí, y aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas, aún había algo desafiante en ellos.
—No me conoce. No sabe nada de mí.
—No, no te conozco, pero eso no significa que no pueda ver cuando alguien está al borde de romperse.
Ella soltó un suspiro tembloroso, y finalmente, las lágrimas comenzaron a caer. No dijo nada, pero tampoco intentó detenerlas. En ese instante, su fortaleza finalmente se desmoronó, y lo único que pude hacer fue quedarme a su lado, en silencio, dejando que soltara lo que llevaba dentro.
Ivanna lloraba en silencio, como si incluso sus lágrimas necesitaran ser discretas, como si no quisiera incomodar a nadie con su dolor. Me quedé a su lado, respetando la barrera que todavía intentaba mantener, aunque claramente se estaba desmoronando.
Unas llaves tintinearon en la puerta y, al instante, Lucero regresó con un frasco de alcohol, algodón y un par de botellas de agua. Se detuvo en seco al vernos, con una mezcla de alivio y duda reflejada en sus ojos.
—¿Cómo está? —preguntó en voz baja, acercándose con cuidado.
—Despertó hace unos minutos —respondí, pero mi mirada seguía en Ivanna.
Lucero dejó las cosas sobre la mesa y se arrodilló junto a ella, tomando una de sus manos con cuidado.
—Ivanna, tienes que dejar de hacerte esto —dijo suavemente, casi como si estuviera regañando a una hermana pequeña. —No puedes seguir ignorando lo que sientes.
Ivanna negó con la cabeza, apretando los labios para evitar que su voz temblara.
—No es tan fácil, Lucero. Tú no entiendes...
—¡Claro que entiendo! —replicó ella con más firmeza de lo que esperaba, y su expresión se endureció. —Llevo semanas viendo cómo te consumes poco a poco, pero siempre finges que todo está bien. No puedes seguir cargando con todo tú sola.
Me sentí como un intruso en esa conversación, pero no quise apartarme. Había algo en la forma en que Lucero la confrontaba que parecía necesario, algo que yo no podía hacer por ella.
—Ya basta, Lucero —murmuró Ivanna, con un tono que mezclaba cansancio y súplica.
Lucero suspiró, levantándose con resignación.
—Está bien. No voy a insistir... por ahora. Pero prométeme que descansarás. Y si necesitas algo, lo que sea, me llamarás.
Ivanna asintió sin mirarla, y Lucero pareció aceptar la pequeña victoria. Después, me dirigió una mirada que decía más de lo que estaba dispuesta a expresar en palabras.
—Gracias por ayudarla —dijo, tomando sus cosas. —Dejaré que descanse. Si necesitas algo, Ivanna, sabes que siempre estoy a una llamada.
Cuando Lucero salió del apartamento, el silencio volvió a llenarlo todo. Ivanna seguía inmóvil, abrazando la carta como si fuera lo único que podía mantenerla unida.
—Deberías dormir un poco —sugerí con cautela, rompiendo la quietud.
Ella me miró por primera vez desde que Lucero se había ido. Sus ojos estaban hinchados, pero en su mirada había algo diferente, algo que no había visto antes: vulnerabilidad sin barreras.
—No entiendo por qué está aquí —dijo al fin, su voz baja pero firme.
Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Tampoco lo entiendo del todo, pero aquí estoy. Y no pienso irme hasta asegurarme de que estés bien.
Ella parpadeó, como si no supiera cómo procesar lo que acababa de decir.
—No tiene sentido —susurró, más para sí misma que para mí.
—Tal vez no lo tenga, pero a veces las cosas importantes no necesitan tenerlo.
Un suspiro escapó de sus labios, y finalmente dejó la carta sobre la mesa. Parecía rendida, no a mí, sino al cansancio que llevaba acumulado.
—¿Qué haría usted en mi lugar? —preguntó de repente, su tono desafiante, como si esperara que yo tuviera todas las respuestas.
La pregunta me tomó por sorpresa. Me quedé en silencio unos segundos, pensando en mi respuesta.
—No lo sé. Pero creo que lo primero sería dejar de intentar cargar con todo sola.
Ella frunció el ceño, pero no dijo nada.
—Sé que no me conoces, y probablemente te resulte extraño que alguien que apenas has visto quiera ayudarte. Pero lo digo en serio. Nadie debería pasar por esto solo.
Ivanna se quedó mirándome fijamente, como si tratara de encontrar alguna traza de mentira en mis palabras. Finalmente, asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Está bien... no sé qué esperar de esto, pero está bien.
Era un pequeño paso, pero un paso al fin.
—Voy a prepararte algo de comer. No me discutas —añadí antes de que pudiera protestar.
Ella dejó escapar una risa suave, casi imperceptible, y fue la primera señal de algo que no fuera tristeza desde que la vi desmayarse.
Mientras me levantaba y comenzaba a buscar algo en su pequeña cocina, sentí algo nuevo en el aire: un atisbo de confianza que, aunque tenue, era suficiente para mantenerme aquí.
Abría los estantes de la pequeña cocina, descubrí que estaban casi vacíos. Una caja de té, un paquete de galletas abierto y algo de pasta seca. Había algo tan desesperadamente solitario en la forma en que todo estaba dispuesto que me hizo sentir una punzada en el pecho.
Volví al salón con las manos vacías, rascándome la nuca.
—Parece que no tienes mucho aquí —dije con una sonrisa ligera, intentando suavizar el momento.
Ivanna esbozó una mueca, avergonzada.
—No suelo comer en casa.
—Bueno, eso explica algunas cosas. ¿Te importa si salgo un momento a buscar algo para los dos? Prometo no tardar.
Ella me miró con los ojos entrecerrados, como si estuviera evaluando mis intenciones. Finalmente asintió, aunque con cierta reticencia.
—Está bien, pero no haga algo extravagante. Solo algo sencillo.
—Sencillo, entendido.
Salí del apartamento, sintiendo el peso de su confianza, por pequeño que fuera. Había un supermercado a unas cuadras, y mientras caminaba hacia allí, mi mente no dejaba de dar vueltas a lo que había leído en esa carta. Cada palabra me resultaba más hiriente ahora que conocía un poco más de Ivanna.
Compré algunas cosas básicas: pan, huevos, queso, verduras frescas, jugo y un par de postres. Algo sencillo, tal como ella pidió. Al regresar, el ambiente del apartamento había cambiado ligeramente. Ivanna estaba sentada en el sofá, con una manta sobre los hombros, mirando un punto fijo en la pared.
—Aquí tienes —dije al entrar, levantando las bolsas.
Ella me miró por un momento antes de ofrecerme una pequeña sonrisa.
—Gracias.
Mientras cocinaba, su mirada se quedó fija en mí. No era incómoda, pero había algo en ella que me hacía sentir que estaba buscando algo en mí, alguna señal que pudiera confiar.
—¿Siempre es así? —pregunté de repente, rompiendo el silencio.
—¿Así cómo?
—Este... ritmo de vida. Todo parece demasiado para que lo manejes sola.
Ella suspiró, recostándose contra el respaldo del sofá.
—No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que tenía algo parecido a estabilidad, o al menos eso creía.
Sus palabras eran un rompecabezas, y aunque quería preguntar más, decidí darle su espacio. Sin embargo, Ivanna pareció leer mis pensamientos.
—El padre del bebé... Harold... No era como ustedes. Era el tipo de hombre que siempre buscaba excusas para no quedarse. Supongo que siempre supe que terminaría así.
El dolor en su voz era palpable. Apagué el fuego y me acerqué con un par de platos. Dejé uno frente a ella y me senté en la mesita del salón.
—Lo siento —dije con sinceridad.
—No tiene por qué. Yo lo elegí. Fue mi error.
—Tal vez —respondí—, pero eso no lo exime de su responsabilidad.
Ivanna asintió lentamente, pero su expresión seguía siendo sombría. Por un momento pensé que no diría nada más, pero entonces sus ojos encontraron los míos.
—¿Y usted? —preguntó con cautela. —No parece el tipo de hombre que se involucra en problemas ajenos.
—Tal vez no lo era —respondí sin pensar, sorprendiéndome incluso a mí mismo. —Pero algo en usted... no sé cómo explicarlo.
Ella arqueó una ceja, divertida por primera vez en todo el día.
—¿"Algo en mí"? ¿Qué significa eso?
Sonreí, aliviado por la ligereza en su tono.
—No lo sé. Quizás el hecho de que parece tan fuerte cuando claramente necesita un respiro. O tal vez solo soy un tonto con demasiadas ganas de ayudar.
Ivanna dejó escapar una carcajada suave.
—Es posible que sea un poco de ambas cosas.
En ese instante, la puerta se abrió abruptamente, y una mujer mayor, de cabello canoso y expresión severa, irrumpió en la habitación.
—¡Ivanna! —exclamó, sus ojos llenos de preocupación al vernos. —¿Qué está pasando aquí?
—Señora Miranda... —murmuró Ivanna, levantándose lentamente.
La mujer me dirigió una mirada fulminante, evaluándome de pies a cabeza.
—¿Y usted quién es?
—Soy... un amigo —respondí, aunque mis palabras sonaron poco convincentes incluso para mí.
La señora frunció el ceño, pero antes de que pudiera decir algo más, su mirada se posó en Ivanna.
—¿Estás enferma? —preguntó con un tono menos hostil.
—Estoy bien, señora Miranda. Solo ha sido un día largo.
—Creo que debo irme —Finalmente dije —. Espero mejores Ivanna, te veo después.
Y salí de allí dejándola con muchas dudas de quién era esa mujer, pero ya me había entrometido lo suficiente hoy en su vida...