CAPÍTULO VEINTIUNO
Ceres, desde arriba de las puertas de Delos, se aguantaba las lágrimas mientras observaba cómo su gente marchaba. Salían en masa de la ciudad, ni de uno en uno ni de dos en dos, ni siquiera en pequeños grupos o en filas, sino en lo que parecía una corriente interminable que se extendía hasta bien pasados las murallas de la ciudad.
“¿Por qué iban a hacerlo?” le preguntó a su padre. Estaba allí con ella, junto a una docena de combatientes que ahora la seguían allá a donde iba. Él había sido el que se había dado cuenta mientras supervisaba las reparaciones de las puertas rotas de la ciudad. Si se hubiera tratado casi de cualquier otra persona, Ceres no hubiera creído que fuera cierto.
“Tienen miedo”, dijo su padre. “Han llegado los rumores de una invasión y quieren escap
