Los otros dos muchachos caminaron alrededor de su víctima. Levantaron las piernas con botas y se las estamparon de nuevo. Caitlin temió que golpearan al chico hasta matarlo.
—¡No! —gritó.
Ellos dejaron caer sus botas y se escuchó un espantoso crujido. Pero no fue el sonido de un hueso roto, era más bien como el crujido que hace la madera. El ruido que produce la madera cuando se rompe. Caitlin se percató de que pisoteaban un pequeño instrumento musical; miró con más cuidado y alcanzó a ver que había trocitos de la viola esparcidos por toda la acera.
Aterrada, se cubrió la boca con la mano.
—¡¿Jonah?!
Sin siquiera pensarlo, Caitlin cruzó la calle y se dirigió al grupo de jóvenes; entonces, algunos notaron su presencia. Se miraron, sonrieron con malicia y se codearon entre sí.
Caitlin caminó directamente hacia la víctima y corroboró que se trataba de Jonah. Tenía el rostro golpeado y ensangrentado, además, estaba inconsciente.
La chica miró los muchachos; su ira era más poderosa que su miedo. Se quedó de pie entre ellos y Jonah.
—¡Déjenlo en paz! —les gritó.
El chico que estaba en medio era musculoso y medía casi dos metros. Como respuesta a Caitlin, se rió.
—¿Y si no, qué? —preguntó con una grave voz.
De pronto Caitlin se sintió abrumada cuando se percató de que acababan de empujarla con fuerza por atrás. Levantó los codos justo cuando golpeó el concreto, pero eso apenas si amortiguó su caída. Por el rabillo del ojo vio que su diario salía volando y que las hojas volaban por todos lados.
Escuchó risas y pasos que se acercaban a ella.
El corazón le palpitaba con fuerza, y una descarga de adrenalina se apoderó de ella. Logró rodar y ponerse trabajosamente de pie antes de que llegaran hasta ella. Comenzó a correr por un callejón, a correr por su vida.
Los chicos la seguían muy de cerca.
En aquel tiempo en el que Caitlin creía que existía un buen futuro para ella en algún lugar, se inscribió —en una de las tantas escuelas a las que había asistido— en carrera de pista y descubrió que era buena para ello. De hecho, era la mejor del equipo. No en carrera larga, sino en la de cien metros. Incluso, podía correr más rápido que la mayoría de los varones.
Ahora, de pronto, toda esa experiencia venía de nuevo a ella. Estaba corriendo para salvar su vida y aquellos chicos no podrían alcanzarla.
Caitlin miró hacia atrás y vio cuán lejos estaban. Los había superado en la carrera y se sintió optimista. Lo único que le restaba hacer era dar vuelta en los lugares correctos.
El callejón en donde estaba terminaba en una T, por lo que podía ir a la izquierda o a la derecha. Si quería mantenerse al frente, no tendría tiempo para cambiar su decisión, y necesitaba decidir con rapidez. Sin embargo, no podía ver lo que había en cada una de las vueltas. A ciegas, giró a la izquierda.
Oró porque fuera la decisión correcta. “Vamos. ¡Por favor!”
Su corazón se detuvo cuando dio la vuelta y se encontró con el callejón sin salida frente a ella. Había sido el movimiento equivocado. Corrió hasta la pared buscando una salida, cualquiera. Al notar que no había ninguna, giró para ver de frente a sus atacantes.
Sin aliento, Caitlin los vio dar vuelta en la esquina y aproximarse a ella. Miró hacia el otro lado y se dio cuenta de que, si hubiera dado vuelta a la derecha, habría podido escapar y llegar a casa. Por supuesto, todo había sido cuestión de suerte.
—Muy bien, perra —dijo uno de ellos—. Ahora vas a sufrir.
Al percatarse de que no tendría por dónde escapar, los muchachos se acercaron lentamente a ella resollando, sonriendo y deleitándose con la violencia que se avecinaba.
Caitlin cerró los ojos y respiró hondo. Deseó que Jonah volviera en sí, que apareciera en la esquina, despierto y lleno de energía, listo para salvarla. Pero cuando abrió los ojos, él no estaba ahí.
A los únicos que pudo ver fue a sus atacantes, acercándose.
Pensó en su madre, en cuánto la odiaba, en todos los lugares en los que la había obligado a vivir. Pensó en su hermano Sam. Se preguntó cómo sería la vida después de este día.
Reparó en toda su vida, en cómo ésta la había tratado, en que nunca nadie la había entendido, en que todo eso se había acumulado. Y de pronto, comprendió algo. De alguna manera, supo que ya había tenido suficiente.
“Yo no merezco esto: ¡Yo no lo merezco!”
Y entonces, repentinamente, lo sintió.
Fue como una oleada, algo que jamás había experimentado. Era una ola de ira que la inundaba, que agitaba su sangre. Se centró en su estómago y, de ahí, se esparció por todos lados. Tenía la impresión de que sus pies estaban enraizados en el piso, como si el concreto y ella fueran uno solo. Una fuerza primitiva la sobrecogía, corría por sus muñecas y subía por sus brazos hasta los hombros.
Caitlin emitió un rugido salvaje que sorprendió y asustó a todos, incluso a ella misma. En el momento en que el primer chico se acercó y le sujetó la muñeca con fuerza, ella vio cómo su mano reaccionó por sí misma: aprovechó para tomar, a su vez, la muñeca de su atacante, y luego la torció hacia atrás en el ángulo correcto. El rostro del chico se contrajo por la conmoción, al mismo tiempo que la muñeca, y luego el brazo, se le quebraban en dos partes. Cayó de rodillas gritando.
Sorprendidos, los otros tres chicos abrieron bien los ojos.
El más grande de ellos arremetió contra Caitlin.
—Tú, maldi…
Antes de que siquiera pudiera acabar la frase, ella saltó al aire y le plantó los dos pies directamente en el pecho. Él salió volando unos cinco metros y se estrelló contra una pila de contenedores de basura metálicos, quedándose inmóvil.
Los otros dos se miraron conmocionados. Estaban demasiado espantados.
Al sentir aquella fuerza sobrehumana que corría por su cuerpo, Caitlin dio un paso al frente y se escuchó a sí misma gruñir cuando sujetó a los dos chicos, los cuales eran del doble de su tamaño, elevándolos bastante del piso con una sola mano.
Una vez que los tuvo colgando en el aire, los balanceó hacia atrás y luego hacia el frente, haciéndolos chocar entre ellos con una fuerza increíble. Ambos se desplomaron en el suelo.
Caitlin se quedó ahí de pie, bufando de cólera.
Ninguno de los cuatro chicos se movía.
Pero ella no se sentía aliviada; por el contrario, quería más chicos con quienes pelear, más cuerpos para arrojar.
También deseaba algo más.
De pronto tuvo una visión cristalina y pudo apreciar con lujo de detalle sus cuellos expuestos, distinguía cada milímetro. Desde donde estaba, podía observar claramente cómo palpitaban esas venas. Quería morderlos y alimentarse de ellos.
Sin entender lo que le estaba sucediendo, echó la cabeza hacia atrás y emitió un alarido sobrenatural que hizo eco en los edificios extendiéndose por toda la cuadra. Era el primitivo aullido de la victoria y de la ira insatisfecha.
Era el aullido de un animal que deseaba más.