—¿Quería a esta gente? —exclamó Herrick, emocionado. —¿Cómo? —dijo Attwater—. ¡No, por supuesto! No crea que soy un filántropo. No me gustan los hombres, odio a las mujeres. Si me gustan estos isleños, es simplemente porque han sido despojados de todo lo superfluo, de las certezas, los tricornios, los camisones, las medias de colores. Aquí yace el que sí que me gustaba —puso el pie sobre un túmulo—. Era encantador, pero su alma era muy oscura; sí, me gustaba. Soy bastante extravagante —añadió mirando seriamente a Herrick—, me entusiasmo enseguida. También usted me gusta. Herrick se dio la vuelta lentamente y miró a lo lejos, donde las nubes habían comenzado a agruparse y a amontonarse para asistir a las exequias del día. —No puedo gustar a nadie —dijo. —Se equivoca —dijo el otro—, nadi