Prisionera

1160 Words
—Odio mi maldita vida —refunfuñó una chica esbelta y castaña, suspirando a través de su ventana—. ¡Casarme! ¿Yo? ¡Ni loca! La vida de Minerva era tremendamente desgraciada a sus diecinueve años. Miraba a su alrededor y veía a sus compañeros disfrutar de una serie de cosas que ella no poseía, y no solamente eran las cosas materiales las que anhelaba, a pesar de la situación en su país.. Era hija única nacida de padres ya mayores, pues su madre rozaba los cuarenta y cinco años cuando la tuvo, y después de una serie interminable de abortos y esfuerzos por conseguir un hijo, se habían volcado en ella, como si la vida fuera a arrebatársela en cualquier momento. Mientras era una niña, se sintió mimada, y muy querida, pero a medida que iba creciendo y entraba en la adolescencia, su vida se iba convirtiendo en un infierno cada vez mayor. Eso sin contar que no podía estudiar o hacer lo que quería, haciéndola sentir tremendamente frustrada. Sus padres tenían miedo de todo y no le permitían hacer nada de lo que hacían los demás chicos y chicas de su edad, por lo que se fue quedando sin amigos a fuerza de no poder acompañarlos en excursiones, conciertos, discotecas y demás diversiones que se salían de lo habitual y del estricto horario que sus padres le imponían. Minerva tenía la impresión de que se acercaban más a los abuelos de sus amigos que a los padres de estos, como si se hubiera saltado una generación, y por mucho que lo intentaba, no conseguía que cambiaran. A medida que fue creciendo, la situación se complicaba más, porque ella deseaba hacer cosas que sus padres comprendían y aceptaban menos. La habían educado para el matrimonio, solo y exclusivamente para eso, y Minerva se desesperaba tratando de luchar en vano contra ello. Si se retrasaba porque hubiera perdido un autobús al salir de clase, se los encontraba tremendamente angustiados e incluso una vez que el autobús había sufrido una avería y había tenido que terminar el recorrido a pie, habían llamado a los hospitales y a la policía. Minerva vivía un auténtico drama cada vez que regresaba a su casa. Además, dibujaba muy bien, era una habilidad que poseía desde que era muy pequeña, y su mayor ilusión era estudiar Bellas Artes. Por supuesto, sus padres se negaban a ello, querían que hiciera secretariado o magisterio, que era lo único apropiado para una mujer, porque la vida de los artistas no era decente ni adecuada para una "señorita". —Es completamente injusto —refunfuñó, poniendo los ojos en blanco. Sí, eran increíblemente anticuados. A pesar de ello, Minerva se había preparado para el examen de ingreso en la universidad, pero en las dos ocasiones en que se presentó al mismo, lo había suspendido y temía que su padre tuviera algo que ver, porque era un médico de renombre e influyente en la ciudad y después de un amago de infarto que éste había sufrido seis meses atrás, se empeñaron en que se casara y asegurara su porvenir. De nada le servía decirles que solo tenía diecinueve años y que era muy joven; su madre se había casado a los dieciocho y no comprendía que eran otros tiempos, que la mujer tenía ahora otras oportunidades y que Minerva quería aprovecharlas. No le interesaba en absoluto el matrimonio, ni ahora, ni más adelante. No quería pasar de una dominación a otra. Con lo único que soñaba era con ser su propia dueña, y vivir su vida libre de imposiciones y de agobios. Le habían propuesto que se casara con el hijo de un amigo italiano de su padre, ya fallecido, y probara fortuna allí. Si estaba casada, no importaba que estudiara pintura, solo sería un hobby y no una profesión con la que ganarse la vida e Italia era la cuna del arte. Su madre insistía en que ellos estaban ya viejos y querían morirse sabiendo que estaba segura y protegida con un marido. Minerva en su vida se había sentido más desesperada. Era imposible tratar de convencerles de su postura, ellos continuaban día tras día con su cantaleta. Últimamente no hacían más que hablar de Stefano, el chamo italiano. Las primeras veces que se lo habían insinuado, Minerva creyó que bromeaban; luego se había escandalizado al darse cuenta de que hablaban muy en serio. Decidió no hacerles caso, pero sacaban la conversación a cada instante, tanto, que llegó a aborrecer el momento de entrar en su casa, y a sus padres también. ¿Cómo podrían proponerle que se casara con alguien a quien no conocía? Y ellos tampoco, por mucho que le dijeran que era un chico estupendo. Solo lo sabían por lo que el padre de Stefano les había contado sobre él. ¿Y qué iba a decir un padre de su propio hijo? Seguro que sería horroroso cuando a esa edad no se había casado y necesitaba de la ayuda de sus padres para encontrar una mujer. —¡Ni loca van a obligarme a hacer esa locura! Pero las cosas en su casa empeoraban por momentos. Su padre se negó a seguir pagando la academia de dibujo a la que iba, y tuvo que dejar las clases y pasarse todo el día encerrada en su casa. Intentó buscar un trabajo, pero al no tener ninguna titulación sólo podía encontrar empleos mal pagados y con muchas horas ocupadas que no le permitían seguir las clases, que era lo que quería. El dibujo era para ella en aquel momento toda su vida, su refugio, y lo único que quería hacer. Empezó a desesperarse de estar en casa, a temer salir, porque al regresar, o bien le formaban un pleito por la tardanza, aunque fuera temprano, o lo que era peor, le montaban una escenita de chantaje moral diciendo que iba a acabar con ellos a fuerza de disgustos, acompañada de lágrimas, suspiros y mano en el corazón esperando el ataque. Y al final, de vuelta a Stefano... —¿Por qué no te casas con él? Allí podrás seguir estudiando una vez que tengas el porvenir resuelto, y nosotros podremos morirnos tranquilos, dejándote bien casada. ¿Qué les haría suponer que estaría bien casada con aquel tipo que ni siquiera era capaz de encontrar una mujer por sí mismo? Aunque Minerva no estaba segura de que él no pensase lo mismo que ella del asunto, tal vez se viera sometido al mismo bombardeo. Hasta que una noche, desesperada, les preguntó: —¿Pero él está de acuerdo en casarse conmigo? Sus padres se miraron, viendo un resquicio en la armadura de su hija y sin contestarle, al día siguiente pusieron una conferencia a Italia a la madre de Stefano. El padre de este había muerto unos años antes, preguntándole si él estaría dispuesto a casarse con su hija, como habían planeado ambas familias cuando los niños eran pequeños.
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