La noche antes de partir hacia Italia, Minerva se revolvía en la cama, temblando asustada ante lo que había hecho. Ya no había marcha atrás... y tampoco quería darla; pero ni siquiera sabía el aspecto del hombre con el que iba a casarse al día siguiente.
Él no había mandado ninguna foto, ni tampoco había pedido una de ella. Se conocerían al día siguiente, no sabía si en el aeropuerto o directamente en el juzgado.
Su padre había tomado habitaciones en un hotel al que llegarían a media mañana, y la boda se celebraría por la tarde. Stefano no quería perder el tiempo, al parecer, era un hombre muy ocupado.
Minerva no había vuelto a hablar con él desde la noche en que había aceptado, todos los demás trámites se habían arreglado mediante los notarios. Él se había encargado de organizar la boda y su madre había llamado a la de Minerva para decirle el día y la hora en que iba a celebrarse.
No habían podido conseguir vuelo con más antelación, para estar siquiera un par de días en Turín y conocerse, de modo que todo se resolvería el mismo día; el viaje y la boda.
¡Dios, qué miedo tenía! ¿Tal vez iba a meterse en la boca del lobo?
Menos mal que tenía el acuerdo firmado con una copia guardada por el notario por si acaso... No había podido hacerse una idea del tipo de persona con la que iba a casarse a través de su voz, las escasas ocasiones en que había hablado con él.
Aquella noche empezó a preguntarse por qué alguien de veintisiete años buscaba mujer en un país extraño y además, no había mandado ni pedido siquiera una foto. ¿Sería deforme? ¿Estaría enfermo? ¿Sería acaso mentira todo lo que le había dicho por teléfono?
No tenía voz de enfermo desde luego, pero ella tampoco conocía a nadie que lo estuviera para comparar. Tal vez iba a convertirse en enfermera de alguien, y no le interesaba en absoluto. Bueno, siempre tenía el acuerdo firmado; menos mal que se le había ocurrido, eso le guardaba las espaldas.
Trató de descansar, pero no pudo hacerlo. Al día siguiente iba a marcharse a Italia y su vida cambiaría para siempre, esperaba que para bien.
Su madre estaba loca de contenta, pensando en una boda romántica y Minerva la dejaba seguir metida en sus fantasías, sin tratar de decirle ni de darle a entender que aquello realmente era una huida y no otra cosa.
Cuando se bajaron del avión en el aeropuerto de Turín, Torino ponía en el cartel, solo la madre de Stefano estaba allí esperándoles. Excusó a su hijo diciendo que tenía que llevar a cabo algunos preparativos de última hora y les acompañó al hotel, dejándoles allí y dándoles indicaciones para el traslado hasta el juzgado.
Después de comer, su madre insistió en que fuera a la peluquería del hotel y empezara a arreglarse con tiempo, pero Minerva se negó a ello. Se peinó ella misma como siempre y se puso el sencillo vestido blanco que se había comprado, rehusando el aparatoso vestido de novia deseado por sus padres
Luego tomando un taxi, se dirigieron al juzgado.
Minerva llegó con unos minutos de antelación. Miró a su alrededor para intentar ver a su futuro marido; pero no vio a nadie que pudiera parecerlo.
¿Tal vez aquél de los lentes? Muy bajito. ¿O aquel otro rubio y delgado? ¿Quién sería? No tenía ni idea de su aspecto.
Salió del carro y empezó a contestar saludos de gente que no conocía, porque de sus familiares y escasos amigos, no había nadie más que sus padres. Se sintió observada y analizada por todos los ojos presentes y empezó a ponerse de mal humor, pero ningún hombre se separó del grupo para venir a su encuentro.
De repente, el sonido de una moto vibró en la angosta calle y todos miraron en esa dirección.
—Ya está ahí el novio —oyó que decían.
Una moto de gran cilindrada rugía a toda velocidad por la calle en dirección al juzgado.
En ella venía un hombre grande y muy moreno con el pelo largo y alborotado ondeando al viento, vistiendo un pantalón y chaqueta de cuero negros.
—¡Dios! ¿Ese tipo?
Presentaba un aspecto amenazador, mientras aparcaba junto a la acera, y todos se acercaban a saludarle.
Sin bajarse de la moto se la quedó mirando fijamente, analizándola centímetro a centímetro, como si estuviera desnudándola con la vista.
—¿Minerva?
—Sí; y supongo que tú debes ser Stefano...
—El mismo.
Se sintió incómoda bajo la mirada de él.
—Bueno, vamos; cuanto antes acabemos con esto, mejor.
Entraron en el edificio. El juez hablaba en italiano y Minerva apenas tuvo noción de lo que decía. Se limitó a contestar como le habían indicado y en poco rato, estuvo casada.
Una vez finalizada la ceremonia, se marcharon a comer Minerva y sus padres, junto a Stefano y su madre y algunos amigos y amigas de este.
Al llegar al restaurante la presentó a todos, una mezcla de nombres y caras que Minerva no consiguió emparejar.
Durante toda la comida, él apenas la miró, y mucho menos le dirigió la palabra. Estuvo charlando y bromeando con sus compañeros, mientras ella comía en silencio, sintiéndose agobiada por la imponente presencia del que ya era su marido.
No quería ni pensar qué ocurriría si él quería acostarse con ella. Era tan grande... tan repulsivo, y ella ni remotamente podría luchar contra él.
Después de comer, los padres de Minerva se marcharon de nuevo al hotel, puesto que tenían el vuelo de vuelta temprano al día siguiente y también la madre de Stefano se alojaba en el mismo lugar, en espera de regresar a Bérgamo, la cuidad en la que vivía.
Tras despedir a los acompañantes, Stefano la invitó a subir a la moto con él.
—Bueno, vamos a casa.
—¿En la moto?
—No tengo carro.
—No quiero morir el día de mi boda.
Él la miró burlón.
—No voy a matarte; aún no te he hecho el seguro de vida.
—¿Te crees muy gracioso?
—Bueno, si no quieres venirte conmigo en la moto, vete en un taxi.
Le anotó la dirección en un papel y le dio dinero para que pagase. Luego arrancó sin más y se perdió de vista.
Minerva se encontró en medio de la acera vestida de novia y sin saber qué hacer. Vio pasar un taxi y lo llamó, dándole la dirección.
Cuando llegó él ya estaba allí, con la moto aparcada en la puerta y sentado en ella, esperándola.
—¡Vaya, veo que te las has arreglado para llegar!
—¿Acaso lo dudabas? —frunció el ceño.
—Espérame aquí, voy al garaje a dejar la moto.
Minutos después, la precedía por una escalera amplia y poco empinada.
Minerva comprobó lo que había supuesto cuando le vio aparecer en la moto. Era muy alto, le sacaba toda la cabeza, y fuerte, de espaldas anchas.
Una vez hubo abierto la puerta con una llave que sacó del bolsillo de la chaqueta, se volvió hacia ella.
—¿Tengo que levantarte en brazos?
—Ni loca...
—Creí que en tu país era costumbre.
—No sé si en mi país es costumbre, pero yo pienso entrar sola, para eso tengo piernas.
Él se apartó a un lado y la invitó a entrar con un gesto de la cabeza.
—Tu nueva casa.
Minerva entró en un piso grande con una entrada que daba a la cocina y al salón. Este tenía una amplia cristalera que daba a la avenida por donde habían venido. En medio del salón se abría un pasillo que llevaba a las habitaciones y a uno de los baños.
El otro estaba dentro del dormitorio principal. Una de las habitaciones pequeñas era un despacho en el que Minerva vio sus maletas.
—Dejaron tu equipaje aquí. Tú dirás dónde quieres que lo ponga.
—No sé cual es mi habitación.
Stefano abrió una puerta dejando ver un dormitorio de matrimonio con una gran cama.
—Yo duermo aquí. Si quieres puedes compartirlo conmigo o usar el de invitados —abrió la puerta contigua.
—Por supuesto que quiero el de invitados. ¿No esperarás que nos acostemos juntos?
—¿Lo esperas tú?
—Desde luego que no.
Él alzó las manos.
—Entonces...
Agarró las maletas sin ningún esfuerzo y las colocó dentro del dormitorio de invitados. Este estaba formado por dos camas separadas por una mesita de noche y disponía de un gran armario.
—Si no te gustan los muebles, podemos cambiarlos.
—Están bien... pero necesitaré un tablero de dibujo.
—Puedes encargarlo mañana.
Minerva señaló la puerta de la habitación.
—¿Tiene cerradura la puerta?
—No, no la tiene... No suelo atacar a mis invitados por las noches.
—Quisiera poner una —hizo una mueca.
Él levantó una ceja
—Si yo quisiera entrar en tu cuarto no me lo iba a impedir un cerrojo; pero no tienes que preocuparte... tengo mi vida s****l perfectamente cubierta. No necesito violar colegialas. Me gustan las mujeres.
Apretó los labios, tratando de no sentirse ofendida.
—Mejor así. Buenas noches entonces.
—Hasta mañana. Ya hablaremos de los turnos para repartirnos las tareas de la casa.
Minerva cerró la puerta tras él, apenas podía creer que Stefano no hubiera insistido en que se acostaran juntos… Menos mal, al parecer tenía tan poco interés como ella, pero no confiaba demasiado.
¿Y si a pesar de todo entraba de madrugada y la agarraba desprevenida? Decidió seguir el plan que había ideado en Venezuela para disuadirlo.
Sacó de una de las maletas un camisón amarillento de tela elástica y que apestaba a naftalina a varios metros y se lo puso. Luego se cubrió la cara con una espesa capa de crema dejando solo libres los ojos, y salió al baño
Stefano estaba en el salón y al verla pasar, lanzó una exclamación;
—¡Mamma mia! ¿Qué es eso?
—Soy yo.
—Ya sé que eres tú; me refería a “eso” —señaló el camisón de manga larga y cuello alto—. ¿Es la última moda en tu país para la noche de bodas?
—Este es el camisón con el que murió mi abuela. Le prometí que lo llevaría siempre, y cumplo mi promesa. Solo duermo con él.
Stefano puso cara de horror.
—¿Siempre?
—Siempre.
—Lo habrás lavado ¿verdad? —hizo una mueca, olfateando el aire—. Aunque huele como si el cadáver de tu abuela estuviera aún dentro.
—¡Eres un grosero! —fingió indignación—. Cada uno duerme con lo que quiere.
—Sí, sí, por supuesto...Eres muy libre. Y lo de la cara. ¿También es promesa a tu abuela muerta? —dijo medio burlón.
—No, eso es porque tengo una afección en la piel y me tengo que poner esta crema todas las noches.
—¡Ah...! Pues procura no acercarte así a las ventanas o pensarán los vecinos que me he casado con un espectro.
Minerva se encogió de hombros.
—No es para tanto, señor dramático.
—Desde luego, cualquier hombre al verte con eso se volvería loco… pero por salir corriendo.
—Pues ya puedes empezar a correr tú, tarado.
Las carcajadas de Stefano la siguieron hasta su habitación.
Realmente el camisón olía fatal, pero algo le decía que no podía fiarse de él y debía hacer todo lo posible para mantenerlo alejado.
Antes de meterse en la cama apoyó una silla contra la manija de la puerta, para que si intentaba entrar, al menos el ruido la despertara.