El día amaneció sin que Stefano hubiese intentado entrar en su habitación.
Minerva había dormido en una especie de duermevela atenta al menor ruido, pero ninguno turbó la tranquilidad de la noche.
Cuando ya casi amanecía, escuchó el despertador en la habitación de él. Tensa y con todos sus sentidos alerta, aguardó, pero sólo oyó el sonido de la ducha en el cuarto de baño de la habitación contigua y poco después, cómo él salía de la casa.
Volvió a dormirse tranquila y relajada esta vez, porque se sentía agotada después de todas las emociones del día anterior y de la noche en tensión.
Cuando se levantó, un sol mortecino entraba por la cristalera.
Entró en la cocina y encontró una nota pegada al frigorífico con las instrucciones de la cafetera y diciéndole que había comida preparada en el frigorífico y cómo tenía que usar el microondas para calentarla.
—Vaya, todo un detalle —pensó.
Desayunó y se dedicó a deshacer su equipaje y a recorrer la casa con tranquilidad.
Observó las fotografías que decoraban el salón, todas ellas de Stefano con diversas personas, salvo una foto de boda, suponía que de sus padres. Afortunadamente ellos no se habían hecho ninguna; no le apetecía verse colgada de la pared al lado de Stefano vestido de cuero n***o.
El hombre de la foto se parecía a su hijo, solo que con una expresión menos fiera, más amable; la expresión dura la había heredado de su madre, sin duda.
Le llamó la atención una foto tomada delante de un gran supermercado con el rótulo de “Magazzino”. Al parecer se llamaba así la cadena de supermercados para la que él trabajaba.
Stefano aparecía rodeado de un grupo de hombres y mujeres, algunos con uniforme de trabajo. A su lado y con el brazo de él rodeándole los hombros, se encontraba una chica que recordaba vagamente de la puerta del juzgado.
También le resultaron familiares otras caras de la fotografía, algunas incluso habían estado presentes en la cena posterior.
Minerva supuso que serían los compañeros de trabajo de Stefano y la chica... quizás se refiriera a ella cuando dijo que tenía su vida s****l y afectiva cubierta. ¿Sería su novia? No, en ese caso no se habría casado con ella, pero muy bien podría ser su amante.
Tal vez ella estuviera ya casada. O tal vez se trataba sólo de una compañera de trabajo con la que se llevara bien. Le habían dicho en Venezuela que los italianos eran muy dados a demostrar su afecto con gestos, y que se cuidara mucho de las manos de los mismos.
…
Stefano regresó a casa a las seis de la tarde. Minerva había almorzado calentando la pasta que había en el frigorífico, que por cierto estaba buenísima, y luego se había puesto a dibujar un rato para matar el tiempo y relajarse.
No se atrevió a salir a la calle porque no tenía llaves y tampoco sabía a qué hora regresaría Stefano.
— ¿Cómo has pasado el día? —fue lo primero que le preguntó apenas entró en el piso.
—Bien, un poco aburrida, pero no he podido salir porque no tenía llaves.
—Perdona, ayer se me olvidó darte un juego. He intentado venir más temprano para charlar un rato y ponernos de acuerdo en todo lo relativo a la casa, pero no he podido. A veces mi trabajo es muy absorbente y no tiene horario.
Stefano metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero y sacó un paquete.
Minerva lo miró interrogante.
Él abrió la bolsa de plástico y sacó un grueso cerrojo.
— ¿Es lo suficientemente fuerte? ¿Te hará sentirte bastante segura? —dijo burlón.
—Sí, creo que sí.
Stefano la recorrió con la vista de arriba abajo allí sentada en el sofá, con el cuaderno de dibujo en la mano. Llevaba puestos unos jeans claros y ceñidos y una camiseta de manga larga verde oscura.
—¡Vaya! Veo que de día usas ropa normal. Menos mal, no me apetecía mucho verte con los rulos y la bata de tu abuela o de tu madre al regresar a casa.
—¿Te crees muy gracioso, ¿verdad?
Él, sin contestarle, arrojó varios folletos sobre la mesa. Los bolsillos de su chaqueta parecían no tener fondo.
—Son folletos de academias de dibujo, puedes elegir la que más te guste para matricularte.
—¿Cuál me recomiendas?
—Yo no las conozco, no soy artista. Tengo entendido que esta es la mejor —dijo señalando un boleto—, pero queda un poco lejos y deberás pasar una prueba de aptitud.
—Me gustaría intentarlo.
—Mañana te mandaré un amigo para que te acompañe. Yo estaré muy ocupado y no podré hacerlo, pero Giovanni te llevará y te ayudará con los trámites si te interesa. Te mostrará también qué autobús debes tomar para ir y para volver.
—Gracias.
—Prego, es mi parte del trato. No quiero que te vayas a los dos días pensando que no voy a cumplirlo. Y estas son las llaves del piso. La cuadrada es de la cerradura de arriba, la redonda de abajo y esta negra es del portal.
—Bien.
Volvió a colocar sobre la mesa un papel escrito.
—Estos son los turnos para ocuparnos de la casa, de la comida y de la ropa. No quiero que pienses que te he traído a Italia para explotarte. Nos repartiremos el trabajo doméstico. Para empezar, yo me ocuparé esta semana de la cocina, hasta que te acostumbres a ella y de la compra me encargaré yo siempre, porque suelo traerla del supermercado; allí nos hacen precios especiales. Haz una lista con lo que necesites o te apetezca y te lo traeré.
—Lo tienes todo planeado, ¿no?
—Si tú tienes una propuesta mejor, estoy abierto al diálogo.
Minerva echó un vistazo a los papeles.
—No, me parece bien. Y gracias otra vez por ocuparte de mi academia.
—No he sido yo. Bianca, mi ayudante, es quien se ha encargado de todo.
—Pues dale las gracias de mi parte.
Minerva se preguntó si esa Bianca sería la de la foto.
—Puedes dárselas tú misma. La empresa suele organizar una cena de bienvenida a todos los nuevos cónyuges, y estará allí todo el personal; la conocerás pronto.
—¿Bianca no estuvo en la boda?
—En el juzgado sí, pero a la cena prefirió no venir.
Stefano tomó el cerrojo y se dirigió hacia el dormitorio de Minerva. Un rato después, volvió al salón.
—Ya tienes el búnker preparado contra mis posibles ataques.
—Puedes burlarte todo lo que quieras, pero no voy a dormir con un extraño sin tomar precauciones.
—No soy un extraño, soy tu querido esposo.
—Me da igual lo que seas, no confío en ti.
—Vuelvo a repetirte que no estoy tan desesperado. Si he pedido una mujer por catálogo, es porque no quiero que nadie se crea con derechos sobre mí —afiló la morada, causándole un escalofrío —. Que quede claro que esto es un trato y nada más, no porque no sea capaz de conseguir una mujer con la que acostarme, para eso me basto yo solo, puedes dormir tranquila.
—Ahora con el cerrojo. sí lo haré.
—¿Y cuando no estés en tu habitación protegida por él? ¿Quién te dice que no intentaré violarte aquí en el salón ahora mismo, por ejemplo?
Stefano se acercó amenazadoramente a ella, que lo miró con ojos espantados.
—¿Crees que el hecho de estar despierta, hará que puedas conmigo si yo intento algo?
Minerva comprendió que tenía razón y se encogió en el sofá. Él se rió de nuevo y se apartó con calma hacia la cocina.
—Si quieres vivir tranquila, creo que tendrás que aprender a confiar en mí, Minerva.
Recogió la chaqueta que había dejado en una silla y se dispuso a colgarla en el perchero de la entrada que estaba junto a la cocina.
De pronto se volvió hacia ella.
— ¡Ah, se me olvidaba! —dijo acercándose de nuevo, tendiéndole un fajo de billetes—. Esto es el dinero para tus gastos. ¿Crees que tendrás suficiente?
Ella lo agarró, sin atreverse a mirarle a la cara por si intentaba algo.
—No lo sé. No sé cuánto cuestan las cosas aquí.
—Si no te llega, dímelo y te daré más. Pero no abuses.
—Yo tengo dinero, mis padres me han abierto una cuenta a mi nombre —frunció el ceño, ofendida.
—Guárdalo. Puedo permitirme mantener a mi mujer.
—No quiero que me mantengan. Cuando termine mis estudios, confío en mantenerme yo sola —alzó la barbilla.
Stefano siguió mirándola burlón.
—¡Vaya, nos ha salido independiente! —y sin decir nada más, se metió en la cocina.