CAPÍTULO UNO
Rea se encontraba sentada sobre su cama, sudando, despierta por los gritos que cortaban el silencio de la noche. Su corazón latía con fuerza en la oscuridad, esperando que no fuera nada, que fuera solo otra de sus pesadillas que la habían estado plagando. Se aferró a la orilla de su colchón barato de paja, escuchando, orando, deseando que la noche se mantuviera en silencio.
Se escuchó otro grito, y Rea se estremeció.
Después otro.
Se volvían cada vez más frecuentes; y se escuchaban más cerca.
Congelada por el miedo, Rea se quedó sentada escuchando como se acercaban. Por encima del sonido de la lluvia también resonaba el sonido de caballos, tenue al principio, y después el sonido distintivo de espadas siendo desenvainadas. Pero nada más fuerte que los gritos.
Después se escuchó un nuevo sonido, uno que, posiblemente, era peor; el rugir de las llamas. El corazón de Rea se hundió al darse cuenta de que su aldea estaba siendo incendiada. Eso solo podía significar una cosa; los nobles habían llegado.
Rea saltó de la cama golpeando su rodilla contra el morillo, su única posesión en su cabaña de un solo cuarto, y salió corriendo de la casa. Salió hacia la calle enlodada bajo la tibia lluvia de primavera y dejándola empapada de inmediato. Pero esto poco le importó. Miró entre la oscuridad, tratando de despertar de esta pesadilla. A su alrededor, ventanas y puertas abiertas y los otros aldeanos salían con temor de sus cabañas. Todos estaban de pie mirando hacia la única calle que iba hasta la ciudad. Rea miraba junto con ellos y, en la distancia, vio un resplandor. Su corazón se detuvo. Era una flama que crecía.
Vivir en la parte más pobre de la ciudad, escondida detrás de los retorcidos laberintos que llevaban hasta la plaza principal de la ciudad era, en tiempos como estos, una bendición; al menos ahí estaba segura. Nadie nunca se molestaba en ir a la parte más pobre de la ciudad, a las cabañas destartaladas en donde solo vivían los sirvientes, en donde el hedor de las calles hacía que la gente se mantuviera lejos. Rea siempre había sentido que era un vecindario del que no podía escapar.
Aunque ahora, al ver las flamas iluminando la noche, Rea por primera vez se sintió aliviada de vivir escondida en este lugar. Los nobles nunca se molestarían en navegar por los laberintos de las calles y callejones que llegaban hasta ahí. Después de todo, no había nada que se pudiera saquear.
Rea sabía que esta era la razón por la que sus pobres vecinos tan solo observaban desde sus cabañas sin entrar en pánico. Esta también era la razón por la que nadie se atrevió a ir a ayudar a los aldeanos del centro de la ciudad, personas ricas que los habían menospreciado desde siempre. No les debían nada. Al menos aquí los pobres estaban a salvo, y no arriesgarían sus vidas para salvar a los que los habían tratado como si no valieran nada.
Aun así, mientras Rea analizaba la noche, se sorprendió al ver que las llamas se acercaban y la noche comenzaba a brillar más. Claramente el resplandor se extendía y se dirigía hacia ella. Cerró los ojos preguntándose si estaba confundida. No tenía sentido; los intrusos parecían dirigirse hacia donde ella estaba.
Los gritos se escuchaban más fuerte, de eso estaba segura, y se estremeció al ver que las llamas aparecían apenas a unos pocos metros de distancia, saliendo del laberinto de las calles. Se quedó aturdida, venían en su dirección. Pero… ¿por qué?
Apenas había terminado su pensamiento cuando un caballo de guerra galopante llegó hasta la plaza, cabalgado por un feroz caballero portando una armadura negra. Su visera estaba abajo y su casco con un aspecto más que siniestro. Sostenía una alabarda y parecía un mensajero de la muerte.
Apenas había llegado a la plaza cuando ya descendía su alabarda sobre un pobre hombre que intentó correr. El hombre ni siquiera tuvo tiempo de gritar cuando la alabarda cortaba su cabeza.
El cielo se cubrió de rayos y truenos y la lluvia se intensificó mientras otra docena más de caballeros llegaban a la plaza. Uno de ellos traía un estandarte. La noche estaba resplandeciente con la luz de las antorchas, pero Rea no alcanzaba a ver la insignia.
Se desató el caos. Los aldeanos se dieron la vuelta y corrieron en pánico, gritando, algunos regresando por instinto a sus cabañas, otros resbalando en el lodo, y otros más corriendo por los callejones. Pero ni siquiera estos llegaron lejos antes de que las lanzas se encajaran en sus espaldas. Ella sabía que la muerte, esta noche, no perdonaría a nadie.
Rea no intentó correr. Tan solo dio un paso hacia atrás en calma, metió su mano detrás de la puerta en su cabaña y sacó una espada, una espada larga que le habían dado hacía muchos años, una hermosa obra de artesanía. El sonido que hizo al desenvainarla hizo que su corazón latiera más rápido. Era una obra maestra, un arma a la que no tenía derecho a poseer y que le había dejado su padre. No estaba segura de cómo él la había conseguido.
Rea caminó lentamente y con decisión hacia el centro de la plaza, siendo la única aldeana lo suficientemente valiente para defenderse y enfrentarse a estos hombres. Ella, una frágil chica de diecisiete años, y sola, tuvo el valor de pelear contra el miedo. No sabía de dónde venía este valor. Quería correr, pero algo dentro de ella no se lo permitía. Algo dentro de ella siempre la había hecho enfrentarse a sus miedos sin importar el peligro. No era que no sintiera terror, pues sí lo sentía. Era que una parte de ella le permitía actuar a pesar de sentirlo; algo la hacía ser más fuerte que el miedo.
Rea estaba de pie, con manos temblorosas, pero obligándose a mantenerse enfocada. Y, cuando el primer caballo galopó hacia ella, levantó la espada, dio un paso hacia adelante, se agachó, y cortó las patas del caballo.
Le dolió el lastimar a este hermoso animal; después de todo, ella había pasado la mayor parte de su vida cuidando caballos. Pero el hombre ya había levantado su lanza y ella sabía que su supervivencia estaba en juego.
El caballo gimió con un sonido horrible que ella recordaría por el resto de su vida. Cayó al suelo boca abajo, derribando a su jinete. Los caballos que venían detrás tropezaron con este, cayendo y creando una pila a su alrededor.
Entre una nube de polvo y caos, Rea giró y los enfrentó a todos, lista para morir.
Un solo caballero, portando una armadura blanca y cabalgando un caballo blanco diferente a los demás, de repente avanzó directo hacia ella. Ella levantó la espada para a****r de nuevo, pero este caballero era muy rápido. Se movía como el rayo. Ella apenas estaba levantando su espada cuando él la detuvo con su alabarda y la desarmaba con un movimiento circular. Un sentimiento de impotencia bajó por su brazo al verse despojada de su preciosa arma y al verla volar por el aire hasta caer en el lodo del otro lado de la plaza. Hubiera sido como si hubiera caído del otro lado del planeta.
Rea se quedó parada, sorprendida al encontrarse indefensa, pero más que nada confundida. El ataque del caballero no había tenido la intención de matarla. ¿Por qué?
Antes de que Rea terminara su pensamiento, el caballero, todavía cabalgando, se agachó y la tomó; sintió los guantes de metal tomándola de la camisa con ambas manos y, en un solo movimiento, la subió al caballo y la sentó frente a él. Ella gritó por la sorpresa, aterrizando delante de él, arriba del caballo en movimiento, con sus brazos metálicos alrededor de su talla. Apenas tuvo tiempo de pensar y mucho menos de respirar mientras él la atrapaba. Rea se sacudió y retorció hacia todos lados, pero era inútil; él era demasiado fuerte.
“Deja de luchar,” le ordenó. “Estoy tratando de salvarte la vida.”
Atravesaron la aldea por sus calles tortuosas, alejándose cada vez más de su hogar. Otro de los caballeros se les aceró, y el respondió levantando su espada.
“Ella es mía,” declaró su captor, y el otro caballero retrocedió.
“No soy tuya,” Rea dijo, el miedo creciendo dentro de ella. “No soy de nadie.”
“Las mujeres campesinas sí que luchan, ¿no?” se rio el otro caballero.
El caballero que capturó a Rea permaneció en silencio. Salieron de la aldea hacia el campo y, de repente, todo estaba callado. Se alejaron más y más del caos, del saqueo, de los gritos, y Rea no pudo evitar sentirse culpable por esa sensación momentánea de alivio al ver el mundo en paz de nuevo. Sentía que debía haber muerto allá atrás con su gente. Pero mientras él la sostenía más y más fuerte, se dio cuenta de que su destino podría ser peor.
“Por favor,” dijo ella con dificultad y apenas pudiendo hablar.
Pero él tan solo la apretó más y cabalgó más rápido por el campo abierto, subiendo y bajando por las colinas bajo la lluvia hasta que llegaron a un lugar completamente callado. Tanto silencio y paz se sentía extraño, como si nunca hubiera pasado nada malo en el mundo.
Finalmente, se detuvo en una gran meseta muy por encima del campo, debajo de un antiguo árbol, uno que ella reconoció de inmediato. Ella se había sentado muchas veces bajo este.
Él desmontó en un solo movimiento ágil, sin soltarla y llevándola con él. Cayeron rodando y tropezando sobre el pasto húmedo, y Rea se sintió sin aliento cuando cayó con todo su peso a su lado. Se dio cuenta al caer que él podría haber caído sobre ella, lastimándola seriamente, pero eligió no hacerlo. De hecho, él cayó de tal manera que suavizó su caída.
“¿Quién eres?” ordenó ella. “¿Qué quieres de mí?”
“No lo entenderías…” dijo el caballero, sentándose. Rea no podía ver su rostro, el visor blanco de su armadura seguía abajo, solo sus ojos fuertes, casi violetas se mostraban detrás de las rejillas de su casco. En su caballo ella podría ver ese estandarte de nuevo, y esta vez tuvo un buen vistazo de la insignia; dos serpientes enroscadas en una luna, una daga entre ellas, envueltas en un círculo de oro.
Él acercó su mano y Rea se agitó, golpeando su armadura. Pero era inútil. Sus manos frágiles y pequeñas golpeando su traje de metal. Sentía como si estuviera golpeando una montaña.
“No planeo herirte,” el caballero respondió. “No planeo hacer nada contigo, a menos que lo quieras de mí.”
Rea sabía lo que esto significaba, y se congeló. Tan solo tenía diecisiete años. Se había estado guardando para el hombre perfecto. Nunca pensó que sería de esta manera. ¿O sí? Su sueño regresó como un rayo, del cual había despertado esta noche, el cual ya había estado teniendo por muchas lunas. Ella había visto esta escena antes. Este árbol, el pasto, la meseta. Esta tormenta. Este hombre.
De alguna manera, lo había previsto, y se dio cuenta que era él al que estuvo esperando todo este tiempo.
“Tú también has estado en mis sueños” dijo él. “Soñé que estabas en peligro, y soñé sobre el resultado de nosotros dos, juntos, aquí en este lugar. Si te hubieras quedado con los otros, te habrían derrotado, sin importar lo valiente que seas. Aquí, podemos empezar algo nuevo, si es lo que deseas.”
Rea comenzó a recordar los sueños con este hombre, y lo que había sido. Tan solo el pensar en ellos hizo que se acercara a él.
“Sí” dijo como un susurro bajo el sonido de la lluvia.
Las manos del caballero subían por su vestido mientras ella se acostaba bajo ese gran árbol. Rea nunca había estado con un hombre, pero sabía cómo era, al verlo varías veces con los animales de su pueblo. No había nada animal en esto. El hombre encima de ella se quitó lo mínimo de su armadura, sin descubrir su rostro, pero, aun así, fue gentil con ella, y cuando el momento llegó, Rea se encontró agarrándolo con fuerza.
Muy pronto, todo termino, y Rea se quedó tendida sobre la hierba, sin saber qué hacer después. Escuchó el sonido del metal mientras el caballero se ponía su armadura una vez más. Se postró a su lado, sosteniendo algo entre dos de sus dedos.
Miró por entre la lluvia y se sorprendió al ver que él había puesto un collar de oro en su mano, con un pendiente en forma de dos serpientes alrededor de la luna y una daga en medio.
“No soy una cualquiera para que me pagues,” respondió abruptamente.
“Cuando nazca,” respondió, “dale esto y envíalo a verme.”
Ella lo miró fijamente.
“Te marcharás, ¿cierto?” dijo. “Así de fácil, te marcharás.”
“Estarás segura aquí” contestó, “y si no estoy de regreso, habrá personas buscándome. Es mejor si me voy.”
“¿Mejor para quién?” contestó Rea. Cerró los ojos. Entre el sonido de la lluvia escuchó al caballero subiéndose a su caballo y apenas se concentró en el sonido de su caballo que se alejaba galopando.
Los ojos de Rea se volvieron pesados. Estaba muy cansada como para moverse y se recostó bajo la lluvia. Con el corazón destrozado, sintió que un suave sueño caía sobre ella y ella se dejó llevar. Tal vez, al menos, ahora la pesadilla desaparecería.
Antes de cerrar los ojos observó detenidamente el collar, al emblema. Lo apretó sintiendo el grosor del oro en la mano, lo suficiente como para alimentar a toda su aldea de por vida.
¿Por qué se lo había dado? ¿Por qué no la había matado?
Él, había dicho. No ella. Él sabía que ella quedaría embarazada, y también sabía que sería niño.
Pero ¿cómo?
De repente y antes de quedarse dormida, lo recordó todo. La última parte de su sueño.
Un niño. Había dado a luz a un niño. Un niño nacido en una noche de furia y violencia.
Un niño destinado a ser rey.