África, especialmente en su parte occidental, está llena de ritos espirituales como el vudú en los que el animismo se ha mezclado tras el periodo colonial con creencias cristianas similares que ponen un rostro a todo ese mal: satán. Al sur, un ejemplo perfecto de este sincretismo fue el grupo policial creado en los últimos años del a*******d por las autoridades supremacistas sudafricanas y que hoy sigue activo: La Unidad de Prácticas Dañinas Ocultas Religiosas. El inicio de esta unidad tiene que ver con el llamado 'Pánico Satánico' de los EEUU en los 80 del que hablábamos al inicio. Las ultra religiosas autoridades sudafricanas del a*******d prohíben la Biblia Satánica de LaVey (el creador del hoy legal Templo de Satán en EEUU) y la adoración del demonio se convierte en una gran amenaza para el gobierno racista blanco. En 1992, cuando el régimen daba bocanadas, se crea esta unidad bajo el mando del ministro Adriaan Vlok, político cuyo apodo era “el sabueso de Dios”.
Hay un estudio de Nicky Falkof, titulado 'Crecimiento en Sudáfrica del pánico satánico', que explica el ambiente en el que empezó a crecer la idea del satanismo: “A finales de los 80 e inicios de los 90, el a*******d se estaba desmoronando y la Sudáfrica blanca estaba envuelta por un poderoso pánico moral que se escenificaba en revistas y periódicos. Este satanismo giraba en torno a los miedos de una gran conspiración demoníaca que principalmente afectaba a los juventud blanca y amenazaba su salud espiritual y la existencia misma de la Sudáfrica blanca. Violaciones, asesinatos, canibalismo y todo tipo de atrocidades que se practicaban a mujeres vírgenes, animales y bebés eran mencionados como hechos comunes que ocurrían a lo largo del país. Los satanistas, se les explicó a los sudafricanos, fueron identificados como una amenaza del país como lo eran los comunistas”, explica esta profesora en estudios culturales de la Universidad Witwatersrand de Johannesburgo sobre un fenómeno que calca lo que piensan las teorías QAnon hoy en EE.UU. Está en la cultura de la gente y es constante la presencia en los medios de asesinatos, ritos animistas, leyendas urbanas y el siempre socorrido satanismo para explicarlo todo: “Es probable que el diablo no esté lanzando un ataque total contra los sudafricanos, pero si lees la prensa sensacionalista, hablas con los lugareños o le preguntas a la policía, todos te dirán: el crimen satánico es un problema creciente.
No es que no existan ritos macabros o no haya satanistas. En Sudáfrica, EEUU y el resto del planeta hay una caterva de miserables o desgraciados incultos capaces de creer y hacer cualquier cosa para cambiar sus terrenales vidas. A veces actúan con violencia y, a veces, son simples misas con disfraces que acaban en orgías sadomaso. En la frontera entre Mozambique y Sudáfrica estuve en una casa de acogida secreta de las hermanas scalabrinianas donde había decenas de niños rescatados de las mafias que operaban entre ambos países. Uno de esos niños, que me narraron historias espeluznantes, había sido secuestrado para usar partes de su cuerpo en ritos de magia negra (le faltaba un dedo), pero otros habían sido raptados para prostituirles o para usarles como esclavos. No había nada de esotérico detrás de muchos raptos: puro ser humano terrenal en su versión más repugnante. El problema es cuando se hace un uso interesado de esos eventos, magnificando su importancia y señalando a una ideología, r**a o religión para desacreditarlos a todos. Los judíos de hace mil años, los herejes de la Edad Media, los votantes demócratas o toda la población negra sudafricana si es necesario. El diablo con que he tropezado en el mundo, más que una deidad con cuernos que vive en el inframundo era una ser humano malnacido capaz de hacer todo tipo de atrocidades. De hecho, regresando a Sudáfrica, no deja de ser irónico que un sistema político que trataba a toda la población que no era blanca como inferiores y los sometía a todo tipo de abusos y humillaciones, creara un cuerpo policial porque estaba preocupado de que el demonio se hubiera infiltrado entre ellos.
Una cosa extraña que se ha encontrado en la brutal delincuencia mexicana y centroamericana es el fervor religioso. “Espero que Dios me perdone”, contaba entre lágrimas dentro de la cárcel de El Parral, Chihuahua, un preso joven que había matado con un bate de beisbol a otro tipo en la puerta de una iglesia tras machacarle el cráneo. Quizá por ello los criminales mexicanos han inventado santos y credos propios a los que abocarse. En los años que viví allí entendí que en las cosas del querer mandan, por este orden, la Virgen de Guadalupe, el chile y cantar, al extendido mal había que darle algo de sagrado. Demasiados muertos detrás, en la orgía de violencia que se vive en el país de gente más cálida que he conocido, como para no poner alguna vela en el cielo y otra en el infierno. Uno de esos espacios estaba en la calle Doctor Vertiz, cerca del ajetreado centro de Ciudad de México, donde existía una capilla dedicada a la Santa Muerte y a Jesús Malverde.
Tras una vidriera, en la calle, estaba la figura del esqueleto de una mujer con un manto azul y verde y una corona de plata en el cráneo, y a su lado la de un hombre con pelo corto, bigote poblado y una camisa blanca de botones dorados con dos pistolas serigrafiadas. Dentro de aquella capilla, que regentaba una señora malhumorada, había un lugar de rezo con estampitas a la venta de ambos. “La Santa Muerte es un culto de narcos y asesinos. . Malverde es un personaje inventado, que nunca existió, fruto de tres historias distintas. Fueron muy inteligentes al crearlo y darle el rostro del famoso actor Pedro Infante. Es culto de narcos y asesinos también”, dijo entonces el padre Aguilar, subdirector de radio y televisión del arzobispado de México.
En ese vínculo de transformar la muerte en culto hay una parte interesante del mundo narco mexicano y del poder en general: la mayoría de grandes líderes asesinos de alguna manera se convirtieron en una especie de deidades para sus seguidores. El mito del incomprendido Ángel Caído, que fue expulsado del cielo por tener voz propia, tiene su público. Nazario Moreno, el Chayo, líder de la Familia Michoacana o Caballeros Templarios fue un narco sanguinario que tras su muerte fue venerado por algunos vecinos en las diversas capillas que mandó construir por ese Michoacán que dominó bajo un régimen de terror. Quizá porque es un narco que murió dos veces: las autoridades le dieron por muerto en un enfrentamiento en 2010 y fue abatido finalmente en 2014. Le apodaban también el loco. Era un hombre profundamente religioso, que escribió una especie de biblia propia que hacía leer a sus sicarios y que, dentro del festival de creencias y rumores que es México, se decía que obligaba a los nuevos reclutas a practicar el canibalismo. Algunos, en Michoacán, lo consideran hoy una especie de santo al que ir a rezar.
Lo mismo ocurre con el llamado Z3, Heriberto Lazcano, uno de los líderes de los sanguinarios Z. Tras declarar su muerte las autoridades, sus sicarios robaron el cuerpo del lugar donde le practicaban la autopsia, lo que ha generado todo tipo de rumores sobre la veracidad de su fallecimiento. Hoy su mausoleo, en la ciudad de Pachuca, es visitado por algunos fieles que creen que hace milagros. Supe en México de una mujer que iba de rodillas hasta allí porque cree que él curó su cáncer.
Se puede adorar al demonio, a un palo, a un equipo de fútbol o a un Dios para hacer cosas “satánicas”. El extremismo religioso es un claro ejemplo de que a veces es más peligroso invocar a Dios que al Diablo. En Damasco, en 2019, me explicaban la diferencia que suponía que tu zona la tomaran bajo control unos u otros barbudos fanáticos. Había niveles entre los que te obligaban a practicar un islamismo férreo y dejarte larga la barba y los que eso mismo lo imponían con torturas y asesinatos a los que no aceptaran sus enloquecidas normas religiosas. “Yo tuve suerte. Los míos no eran tan radicales como los de Daesh o Nusra”, me dijo el sirio Bassam, que vivió años aterrorizado por sus menos duros radicales. En Uganda, en 2010, nos contaba Jan-Willem, un cooperante holandés, que debieron recomenzar un proyecto de atención médica en zonas rurales a través de sms, en el que habían invertido meses de trabajo y mucho dinero, porque antes de ponerlo en marcha cayeron en que el número al que debían escribir los pacientes era el 666. “Pusimos un número que fuera fácil recordar. La gente nos advirtió que los pobladores no marcarían el número del demonio”.
El demonio está presente en Uganda, especialmente en la 'Lord Resistence Army' del asesino Joseph Kony, que dice no adorar al Diablo sino a Dios y él se autoproclama como una especie de santo al que sus seguidores rinden culto. Su ejército de niños soldado, que en el entorno del Nilo cerca de El Congo nos contaban sus atrocidades, decía luchar por imponer los Diez Mandamientos. A Kony lo llaman el diablo en el país. El 17 de marzo del 2000, en el suroeste de Uganda, una secta similar al germen de su ideología quemó vivos a alrededor de 700 personas dentro de una iglesia pensando que el mundo iba a acabarse. Ellos, como Kony, se definían como defensores de los mandatos de las Sagradas Escrituras. Uganda y Siria son dos ejemplos actuales. Occidente está lleno de ejemplos similares ocurridos en siglos pasados. Todos son abusos y asesinatos cometidos por los soldados de un Dios que luchan contra el demonio. Los extremos siempre se tocan. Seguidores de belcebú planificando apoderarse del mundo no se sabe cuántos hay, pero malnacidos sin más creencia que su disfrute hay unos cuantos. En todo caso menos, muchos menos siempre, que los que ni adoran demonios, ni hacen mal a nadie, ni entienden la religión como una trinchera. Satán no está verificado que exista, salvo actos de fe siempre respetables, pero el miedo sí se ha verificado como una de las armas políticas y sociales más rentables. Señalar endemoniados y agitar el miedo al demonio es una eficaz manipulación. En dar miedo, Satán y todo lo que tiene que ver con el más allá, son insuperables.