Malos pensamientos

1286 Words
El hombre que se acercaba a zancadas, no iba vestido como el resto de las personas, parecía un pastor de esas iglesias modernas a los que la hermana Génova vivía criticando por vestir trajes elegantes y joyas costosas. Además de eso, era guapo, muy muy guapo. Serena miró a su alrededor, todos la miraban enojados, el guardia de seguridad la cogía del brazo y le hacía daño, sentía que su corazón explotaría en cualquier momento. ―Llamen a la policía ―dijo el hombre que había armado todo el alboroto ―no dejaré pasar este intento de secuestro. ―¡Papi! ―Luz corrió hacia su padre y él la levantó de suelo como si fuese una pluma ―papi ¿dónde estabas? ―preguntó la pequeña con la voz quebrada y los brazos entrelazados alrededor del cuello de su padre. Él le susurró algo al oído, Serena no llegó a escucharlo, pero notó que la niña negó enérgicamente con la cabeza. El hombre frunció el ceño confundido, tenía cejas gruesas y pestañas tupidas, sus ojos eran grises y tenían un brillo inexplicable. Serena tenía que odiarlo por acusarla de aquella manera, pero en vez de eso, sintió deseos de arrojársele encima. No era la primera vez que Serena tenía pensamientos obscenos, los tenía con demasiada frecuencia, estaba segura de que una mujer con vocación de monja no debía tener ese tipo de deseos, pero ella los tenía y llevaba un par de años consumiéndose en ellos. Luz habló al oído de su padre, él achicó la mirada y de pronto las mejillas se le enrojecieron, frunció sus labios y pareció estar muy avergonzado, puso a Luz devuelta en el suelo y caminó hacia Serena. ―Ya déjela ―le habló al guardia y él obedeció de inmediato, era como si aquel hombre fuera el dueño y señor del lugar ―ha sido un mal entendido ―Miró al suelo y luego miró a Serena, le sostuvo la mirada un instante, menos de lo que dura un latido, pero aquello bastó para que Serena sintiera su estómago estremecerse, no eran mariposas revoloteando, se sentía más bien como peces nadando, los labios carnosos y rosados del hombre se abrieron despacio y Serena imaginó que iba a pedirle disculpas, pero no lo hizo ―para la próxima, no ande paseando por los pasillos con una niña perdida, debió venir directo hacia el personal encargado en vez de perder el tiempo. ―¿Qué está ocurriendo? ―la voz de la hermana Lucía interrumpió aquel incómodo momento, el rostro de la anciana se asomó detrás del hombre mirando a Serena, el hombre se giró hacia la hermana Lucía. ―¡Nada! no ha pasado nada ―dijo Serena pasando como un rayo al lado del hombre prepotente que acababa de comportarse con ella como un imbécil. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano antes de derramarlas. ―¡OH! ¿es usted el señor Marroquín? ¿Ricardo Marroquín? ―Serena escuchó a la hermana Lucía hablando con el desconocido, se alejó caminando a zancadas hacia la salida, quería que se la tragara la tierra y la escupiera en un lugar muy lejos. Pero lo más lejos que podía llegar era al estacionamiento. Esperó a la hermana Lucía con la espalda tendida contra la camioneta plateada, no dejó de llorar durante todo el rato que esperó. Sabía que debía estar ayudando a la hermana a cargar las bolsas de las compras, pero no podía. Lo que acababa de ocurrirle parecía una pequeñez, pero que la acusaran de esa manera le había afectado muchísimo, que el hombre que la había humillado con esas acusaciones no se disculpara había sido el colmo, pero lo peor de todo era cómo se sentía respecto a ese desconocido, le gustaba, se sentía atraída por ese tipo de ropa elegante, sus labios le habían quedado grabados en la mente y aun a metros de él, seguía percibiendo su perfume. La imagen lejana de la hermana Lucía empujando el carro de compras y de un joven a su lado la hizo abandonar sus pensamientos, se secó las lágrimas y fingió su mejor sonrisa, caminó hacia la anciana y le quitó al joven las bolsas de las manos y le agradeció. Acomodaron todo en la parte trasera de la camioneta sin decir una palabra. ―¿Que ha pasado ahí adentro? ―la hermana Lucía rompió el silencio en cuanto subieron al coche ―encendió el motor y lanzó otra pregunta antes de que Serena contestara la primera ―¿qué quería ese hombre contigo? ―Su hija se perdió ―respondió Serena, sabía que no podía mentir, eran suficientes pecados los que tenía en la cabeza como para agregarse uno más a su conciencia ―yo la he encontrado ―no entró en detalles. ―¡Oh! Has hecho una obra excelente ―dijo la hermana mirando por el retrovisor y dando marcha atrás para salir del aparcadero ―seguro ha estado muy agradecido. ―Estaba muy aliviado de conseguir a su hija ―Coral era una experta respondiendo preguntas sin mentir, pero sin decir la verdad. Mentir le parecía el peor de los pecados. Incluso las mentiras blancas le parecían intolerables. ―¿Te has presentado con él? ―preguntó la hermana Lucía dejando de ver el camino y buscando los ojos de Serena. Aquello le pareció extraño, la hermana Lucía no solía interesarse por algo durante más de cinco segundos. Menos por cosas tan triviales ―¿le has dicho tu nombre? ―preguntó con insistencia. ―No, no le he dicho una palabra ―a Serena empezaban a incomodarle las preguntas de la hermana Lucía ―solo le he entregado a su hija y usted ha aparecido, me he sentido mareada y he venido al auto, eso ha sido todo ―Sintió que las lágrimas le quemaban la parte interna de los ojos, las contuvo. Hizo todas las actividades del día pensando en Ricardo Marroquín, ese era el nombre de aquel hombre, había escuchado a la hermana Lucía decirlo. Al estar en la privacidad de su habitación, tomó una ducha y permaneció desnuda, se miró en un pequeño espejo en la puerta del armario que apenas daba para reflejar desde su rostro hasta sus pechos, se miró a sí misma con curiosidad, sus senos habían crecido durante los últimos dos años, le parecían que eran enormes, sus pezones estaban erectos, endurecidos por el frio. Se metió debajo de las sábanas y de forma inconsciente llevó los dedos hacia su sexo, se tocó tímidamente, no era la primera vez que pensaba en tocarse, pero era la primera vez que materializaba aquel mal pensamiento, jugueteó un rato con su clítoris, luego con los labios de su v****a, un gemido involuntario le salió desde la garganta, sintió sus dedos empapados de la humedad que supuraba de su sexo caliente, hundió juntos los dedos índice y medio, los sacó y repitió aquel movimiento, su pelvis se movía adelante y atrás de forma involuntaria, mordió su labio inferior con fuerza en un inútil intento de contener los gemidos de placer que se asomaban en su boca. No pudo parar hasta que sintió una explosión de placer. No dejó de pensar en Ricardo Marroquín mientras se masturbaba. Aquello era desconocido, era nuevo, era incorrecto y le había encantado. Tomó una ducha nuevamente. Se vistió y fue por su diario; le urgía escribir. Buscó en el armario, en su bolso, debajo de la cama, el cuaderno no estaba, abrió los ojos como platos cuando recordó la última vez que lo había tenido en sus manos; había sido en el supermercado, no recordaba haberlo llevado de vuelta al convento.
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