Bet durmió durante todo el camino. Cuando llegaron a casa de Greibiel, este la despertó remeciéndola con suavidad. —Llegamos—, dijo mientras sus ojos azules se conectaban con los cenizos de Bet. Las largas pestañas de ella bajaron y subieron en reiteradas ocasiones, tratando de asimilar que nada había sido un sueño y que aquel hombre guapo la había sacado de su pueblo para evitar que su hermano la comprometiera.
Bet se perdió en el azul de esa mirada. Al salir del trance, se preguntó qué iba a hacer. Era de noche, estaba sola en la ciudad, sin dinero ni un lugar a donde ir. Tenía una tía en la ciudad, pero desconocía absolutamente su dirección, y en caso de saberlo, sería el último lugar donde ir, ya que ese sería el primer lugar donde Nathiel la buscaría.
Pensar en Nathiel volvió a entristecerla y soltó un suspiro mientras miraba hacia el interior. Al ver una enorme mansión, preguntó: —¿Qué es este lugar?
—Es mi casa—, respondió Greibiel al abrir la puerta. —Imagino que no tienes donde pasar la noche, así que decidí darte alojamiento aquí.
—No, no me quedaré en su casa. Usted es un extraño—… dijo Bet.
—Cuando me pediste que te sacara del pueblo, no pensaste que era un extraño, ¿verdad?—, respondió Greibiel con razón. Bet asintió y bajó la mirada. —¿Dónde piensas ir a esta hora? ¿Tienes a alguien en la ciudad? —. Si que la tenía, pero no sabía nada de su tía desde hace muchos años, cuando de igual forma escapó de un matrimonio forzado —Si es así, solo dale la dirección a mi chofer y te llevará—, continuó Greibiel. Ella se quedó en silencio. —Si desconfías, puedo decirte que estoy casado y no pretendo meterme en tu cama—, agregó, ofendiendo a Bet. —Además, vivo con mis abuelos. No te pasará nada si entras. Si te quedas afuera, entonces sí que te sucederán mil cosas.
Era pasada la medianoche cuando entraron a la mansión. Los abuelos de Greibiel ya estaban en sus respectivas habitaciones. Solo estaba esperando en la sala la empleada que había llamado para ordenar la habitación en la que Bet se quedaría.
Al ingresar, Bet contempló el enorme recibidor y levantó la mirada para ver las dos grandes escaleras que llevaban al segundo piso, una a cada lado. Ahí dentro, parecía un edificio y donde se encontraba ella, como el patio de este.
—Llévala a su habitación e iré a saludar a mi abuelo—, dijo Greibiel a la empleada. Esta asintió y llevó a Bet a lo alto de la mansión. Greibiel fue hasta la habitación de su abuelo, sabiendo que este no dormía aún. Abrió la puerta lentamente y el anciano en silla de ruedas lo vio y apartó la mirada.
—¿Recién llegas? —, preguntó el anciano en tono serio. Greibiel asintió y se acercó a él.
—¿Quieres que lo hablemos hoy o mañana? —, preguntó Greibiel.
—Ve a descansar. Debió ser un viaje muy agotador. Además, hay más temas de los cuales debemos tratar—, respondió el abuelo. Greibiel asintió y salió de la habitación.
Luego fue a la habitación de su abuela, quien aún estaba despierta. Al encontrarla, sonrió y dijo: —No podía dormir pensando en ese viaje a Norcovi. Me aterrorizaba ese enfrentamiento entre tú y Nathiel.
—No te preocupes, abuela, no habrá tal enfrentamiento—, respondió Greibiel. La anciana suspiró y preguntó: —¿Has sabido algo de Zuna? —Greibiel negó con tristeza.
«Hacía más de seis meses que su esposa había desaparecido. Él salió de viaje y al regresar no la encontró en casa. Ella se había ido sin dejar una nota ni una razón de por qué lo abandonaba. Solo encontró los papeles del divorcio sobre el velador de su habitación. Greibiel quedó sumido en el dolor, sintiendo cómo toda la vida que soñaba junto a ella se desvanecía. Solo pudo disfrutar de su matrimonio durante un par de semanas, las semanas que duró su luna de miel. Después de presentársela a su abuelo, este la rechazó por no gustarle la mujer, sintiéndola indigna de su nieto.
Vio en Zuna una mujer ambiciosa y materialista. Se opuso a ese matrimonio porque se negaba rotundamente a que esa mujer formara parte de su familia, a que fuera Zuna Valdeón quien ampliara la familia.
El mayor podía ver en la mirada de esa mujer la ambición que poseía. Por eso decidió hacerle una gran oferta. A cambio de dejar a su nieto, le regaló una fortuna. Esperaba estar equivocado y que ella rechazara la propuesta, pero cuando Zuna accedió, Jordán supo que siempre había tenido razón. Esa mujer nunca había amado a su nieto. De haberlo amado, habría rechazado la oferta y habría continuado al lado de Greibiel.
Sin embargo, en cuanto descubrió que en el testamento del viejo Jordán no existía ningún legado para Greibiel, decidió tomar los millones que el viejo le ofreció y desaparecer de la vida de su reciente esposo».
Esto era desconocido para Greibiel y su abuela, pero el viejo Jordán sí lo sabía. Y ese secreto se llevaría a la tumba. Pero antes de morir, debía encontrar a una mujer que le robara el corazón a su nieto, para que así, cuando esa mujer regresara, su nieto no volviera a caer. Porque estaba convencido de que cuando se le acabara el dinero, volvería.
Despidiéndose de su abuela, Greibiel fue hasta su habitación, tomó el retrato de Zuna y frunció los labios. Luego, abrió el cajón y sacó los papeles del divorcio, y después de contemplarlos por unos minutos, decidió firmar.
—Tengo a tu hermana, Nathiel. Y juro que te haré sentir lo que se siente perder a alguien que se ama tanto —planes perversos cruzaron por la mente de Greibiel.
Ahora estaba oficialmente divorciado, listo para comprometerse. ¿Cómo se comprometería con la hermana de Nathiel Russell, su principal enemigo? Ya se las ingeniaría. Pero de que esta chica sería su esposa, si que lo sería , o dejaba de llamarse Greibiel Coleman.
Cuando la empleada salió de la habitación, Bet aseguró todas las ventanas y puertas. Luego fue al baño y lo encendió como le había enseñado la empleada. Lavó su cuerpo entre lágrimas. Quería gritar cada vez que recordaba el momento en que su vida se destruyó.
Lo que más le dolía era que Nathiel no creyera en ella. Él siempre decía que ella era la más importante, que no había otra persona en ese pueblo o en la vida que pudiera importarle tanto, pero cuando se casó, ella se convirtió en un estorbo para él. Empezaron los gritos y los castigos. Jamás la había golpeado, hasta ayer, cuando se enteró del desastre que había causado.
«Cuando sus padres murieron, Nathiel le acarició el cabello y dijo: “Mi pequeña ovejita, solo quedamos tú y yo. Y siempre recuerda que tu hermano te cuidará, te protegerá hasta el último día de su vida”. Nathiel tenía diecisiete años cuando sus padres murieron en una epidemia que asoló el pueblo. Quedó a cargo de su hermana de nueve años y de la hacienda. Cuando cumplió los dieciocho años, se casó porque necesitaba una mujer a su lado que lo ayudara en la casa y con su hermana. Pero no eligió a la mujer correcta, pues ella se dedicó a destruir la relación que él tenía con su pequeña hermana, a quien prometió cuidar. Estaba tan enamorado que su hermana dejó de ser lo más importante en su vida».
Bet salió de la ducha y se lanzó a la cama. Suspiró profundamente, sintiendo la suavidad de las sábanas. Sus ojos se fueron cerrando lentamente y cuando menos lo esperó, ya había amanecido.
Se levantó asustada cuando la puerta de su habitación sonó —Señorita, soy la persona que la atendió anoche. ¿Se encuentra bien?
Bet pasó ambas manos por su rostro, saltó de la cama y fue hasta la puerta. Cuando abrió, la mujer le sonrió —Le traje ropa limpia. Anoche no pude dársela porque cuando vine ya había cerrado con llave y aunque toqué, no me abrió.
—Estaba en la ducha —explicó Bet mientras tomaba la ropa.
—Bueno, vístase porque el joven Greibiel la espera en el comedor.
—¿Se llama Greibiel?
—Sí, ¿no lo sabía? —Bet negó. Ella solo quería salir del pueblo. Se subió al coche con dos desconocidos sin siquiera preguntarles sus nombres.
—Bueno, espero que se cambie para llevarla al comedor.
—Pero… no quiero desayunar.
—Le informaré al joven —Bet cerró la puerta cuando la mujer se fue. Inmediatamente procedió a vestirse. En la planta baja, la empleada se paró frente a Greibiel, quien leía el periódico —Joven, la señorita no desea desayunar.
—¿Qué señorita? —inquirió el viejo Coleman al acercarse lentamente en su silla de ruedas.
—Voy en un momento —dijo Greibiel.
La empleada se retiró. Greibiel esperó a que su abuelo se quedara allí y luego se levantó y lo empujó desde atrás hasta llegar al comedor.
—Anoche ayudé a una mujer en la calle.
—Eres muy confiado, Greibiel.
—Estaba desesperada, pidiendo ayuda en medio de la oscuridad, no pude negarme a ayudarla, abuelo.
—¿Y dónde está?
—En una de las habitaciones que le asigné anoche —acarició la servilleta de su abuelo—. Se niega a bajar. Tal vez sienta vergüenza.
—Bueno, quiero conocerla. No puede irse sin probar la deliciosa comida que cocina Eloísa —le guiñó un ojo a la empleada—. Anda, sube y dile que baje. Nuestros huéspedes no pueden salir de aquí sin probar la comida de mi Eloísa—. La empleada sonrió y agradeció los halagos de su jefe.
Greibiel fue a la habitación de su abuela, ella ya estaba lista para salir. A diferencia del anciano, ella sí podía caminar. Aunque sus pasos eran lentos, aún podía valerse por sí misma. A pesar de eso, Greibiel no dejaba de pasar por su habitación cada mañana, tomarle la mano y llevarla al comedor.
La mujer se sentó, saludó al viejo Coleman quien masculló.
—Ya estás vieja Eva—, la mujer resopló.
—Viejos los caminos, señor Coleman—, el anciano soltó una carcajada que resonó por las cuatro paredes del comedor.
Greibiel subió a la habitación, encontró el seguro en la puerta. Bet se levantó para abrir, pensando que era la empleada que llevaba su desayuno, pero se encontró con el hermoso rostro de Greibiel. Ahora podía verlo mejor, detallar sus facciones y el color azul de esos ojos, aquellos labios acorazonados que se humedecieron cuando ella los miró.
—La empleada me dijo que no tenías apetito.
—Así es señor.
—No te creo—, dijo serio mirando los cenizos ojos de Bet. Por un momento recordó a esa niña que solía esperarlos a su hermano y a él en el corredor —Puedo ver en tus ojos que estás mintiendo. En el comedor están mi abuela y abuelo. Te lo hago saber por si temes que te haga algo.
—Es que ya tengo que irme…
—¿Y dónde vas? ¿Puedo enviarte con mi chofer?
—No es necesario, señor.
—No me digas señor, dime Greibiel Coleman… Solís—, Bet levantó la mirada cuando él dijo —O Gabo Solís—, abrió los ojos como platos. No podía creer que estaba frente al amigo de su hermano. Porque Bet desconocía que entre Greibiel y Nathiel, existió un inconveniente.
—¿Usted es Gabo, el del pueblo de Norcovi? —, tenía diez años cuando él se marchó del pueblo, pero podía recordar perfectamente su nombre —El nieto de la abuela Eva—, asintió.
—Mi abuela está abajo ¿quieres verla? Supongo que la extrañaste demasiado.
—No. Yo tengo que irme de aquí—, farfulló al dar la vuelta. Greibiel la sostuvo del antebrazo. Ella lo miró sobre el hombro.
—Si es porque piensas que le diré a Nathiel, puedes estar tranquila. Él y yo rompimos nuestra amistad desde el día que se metió con mi novia—, Bet recordó haber visto en más de una ocasión a Anggie con Greibiel, por eso, cuando su hermano se casó con Anggie, le resultaba extraño, ya que su cuñada, meses atrás, se besaba con el amigo de su hermano. Pero al ser una niña no comprendía —Nathiel nunca sabrá dónde estás—, aseguró —Desconozco los motivos que tuviste para huir de él, pero quiero decirte que si no tienes dónde ir, aquí tienes un techo—, aquellos ojos azules la miraban intensamente.
—¿Está hablando en serio? —, la voz de Bet sonaba algo ronca, el llanto de la mañana, tarde y noche del día anterior había lastimado su garganta, por eso, Nathiel no pudo reconocer esa voz que le suplicó no encender la luz.
—Confía en mí, pequeña Bet—, pasó la mano por el rostro de la joven, ante ese tacto, Bet frunció el ceño. Sentir las palmas de Greibiel la transportó a esa noche en la que durmió con el desconocido.