El regalo finalmente llegó al escritorio de Alanys, pero esta vez y contrario a mi sueño, no se ahorró la molestia de disfrutarlo en plena cafetería, sino que lo guardó rápidamente en su bolso. Se estaba comportando de una manera aún más distante conmigo y eso estaba volviéndome loco. No sabía qué hacer ya para que me escuchara, la había mandado llamar y ni siquiera quiso dirigirme la palabra. Mi asistente se había deshecho en disculpas al verme, asegurando que Alanys ya se había retirado cuando la mandé a llamar y que luego, su hija la llamó desesperada porque su nieto Tom, de 4 años de edad, tenía fiebre. Por eso se había ido rápidamente a su casa, olvidándose por completo de mí. —En verdad lo lamento, señor —me miró con ojos llorosos—, supe por Aaron, el vigilante, que se había qued