PRÓLOGO
PRÓLOGO
Amanda Huber se desvió hacia el carril central mientras jugueteaba con los controles del equipo de música de su coche. Rápidamente volvió a enderezar el coche y se concentró. Encontrar una buena canción para conducir no era tan importante como seguir viva.
Se acercaba la medianoche de una fría noche de marzo y, a unos cincuenta kilómetros de distancia, la hija pequeña de Amanda esperaba a que su madre llegara a casa. El trabajo de Amanda la había llevado a un pueblo perdido a las afueras de San Diego, lo que significaba que el viaje le había ocupado la mayor parte del día y la tarde.
Lo que era aún más preocupante era la tarifa de la niñera, que aumentaba cada hora, una tarifa que una madre soltera con una niña pequeña apenas podía costear. Cada vez que el reloj marcaba una hora en punto se sumaban otros treinta y cinco dólares a la factura. Amanda subió el volumen de la música, abrió la ventanilla y pisó el acelerador. Estaba en un largo tramo de carretera rural y agradecía la libertad de conducir por encima del límite de velocidad. Si mantenía la velocidad a 130 km/h, podría llegar a su casa en veinte minutos. Lo más probable era que Chloe siguiera despierta, probablemente desplomada en el sofá con aquella cara gruñona pero cansada. Nunca se dormía profundamente cuando alguien que no fuera su madre la acostaba.
El viento le golpeaba la cara, pero la mantenía alerta. Amanda decidió dejar de mirar el reloj. Eran las once y cuarenta y tres de la noche. Las posibilidades de que llegara a casa antes de la hora eran escasas, así que lo mejor era olvidarse de ello. En su lugar, dejó que sus pensamientos vagaran y se colocó en modo piloto automático. ¿Qué le regalaría a Chloe por su cumpleaños dentro de unas semanas? ¿Cuándo le respondería el chico del gimnasio? Si llegaba tarde al trabajo mañana, ¿podría echarle la culpa al viaje agotador y salirse con la suya?
Clac.
Un repentino sonido chirriante sacó a Amanda de sus pensamientos. Instintivamente pisó el freno. «¿Qué rayos fue eso?». Parecía venir de debajo del coche. Miró por el espejo retrovisor, pero no pudo ver nada en la oscura carretera. La falta de alumbrado público no ayudaba.
Redujo la velocidad a unos moderados 80 km/h, algo no parecía estar bien. La dirección asistida parecía estar desactivada. Se oía un sonido rasposo que provenía del lado del pasajero de la parte trasera. Amanda golpeó las palmas de las manos sobre el volante.
―Por el amor de Dios. Justo lo que necesito.
Se detuvo en un pequeño recoveco de tierra al borde de la carretera y salió del coche. El problema fue evidente de inmediato. Su rueda trasera tenía un enorme rasguño. Una pequeña columna de humo brotó hacia afuera.
Amanda no sabía mucho de coches, pero sabía que no podría volver a la carretera con aquello.
¿Qué se suponía que se debía hacer en situaciones como esta? ¿Llamar a una compañía que se encarga de las averías? ¿Siquiera tenía un seguro de averías? ¿Sería otra cantidad de dinero que no podría pagar? De todos modos, no tenía otra opción. Amanda tomó su teléfono del tablero y abrió su navegador de Internet.
La pantalla comenzó a cargarse. Luego se cargó un poco más. Un minuto después, Amanda seguía mirando una pantalla en blanco.
―Oh, tiene que ser una broma ―dijo―. No hay señal. Genial.
Se recostó sobre el coche y miró en ambas direcciones de la calle. Desde que había entrado en este camino rural, solo había visto pasar a otro coche. No estaba precisamente rebosante de vida. Sus pensamientos se dispararon hacia los extremos. ¿Y si Chloe había estado haciendo berrinches toda la noche? ¿Y si estaba confundida porque su madre no estaba allí? Amanda bloqueó el coche y, casi por instinto, empezó a caminar por el camino rural mientras se mantenía sobre la pequeña franja de hierba que se extendía de forma paralela. En el peor de los casos, tendría que volver a casa caminando y recoger su pedazo de chatarra otro día. Ya no le importaba. Además, eso le daba una excusa para no ir al trabajo al día siguiente y disfrutar de un poco de descanso.
Amanda no quitaba la vista de su teléfono. La señal seguramente volvería pronto. Lanzó insultos al aire, maldiciendo a cualquiera que eligiera vivir en zonas tan aisladas. Siendo una chica de ciudad de toda la vida, la idea de vivir en cualquier lugar que no fuera una zona urbana importante le resultaba extraña. En la ciudad, tenía todo lo que necesitaba. Si se te estropeaba el coche en Los Ángeles, alguien estaría allí para ayudarte en cuestión de segundos.
El frío empezaba a invadirla. Amanda se levantó la capucha de su chaqueta. Miró hacia atrás, su coche había desaparecido del campo visual. Quizá cuando volviera otro día, el hada de los coches lo habría arreglado, se rio. Ojalá. Alguien como ella jamás tendría esa suerte.
Entonces, la bocina de un coche la hizo saltar hacia atrás del susto. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no había oído a ningún coche aproximarse detrás de ella. Se dio la vuelta, sobresaltada al ver un par de faros que se acercaban a ella.
Amanda caminó hacia atrás hacia la hierba y agitó los brazos. Bajó la cabeza para parecer menos amenazante para un potencial salvador. Un Volkswagen plateado se detuvo frente a ella. Un modelo viejo, más antiguo que el suyo. No pudo distinguir al conductor en la oscuridad.
El conductor bajó la ventanilla y una cabeza se asomó.
―¿Está bien, señorita? ―le preguntó una voz―. No veo a mucha gente deambulando sola por aquí.
El hombre parecía simpático, bastante agradable. Probablemente de unos treinta años. Llevaba una chaqueta marrón con una gorra de béisbol roja. Una elección extraña, pensó, pero no estaba en una posición en la que pudiera criticar el sentido de la moda del hombre. Podría ahorrarle un trayecto muy largo.
―Mi coche se averió ―dijo―. Decidí caminar el resto del camino.
El hombre se rio.
―Vas a caminar mucho, querida. ¿El Ford Focus de ahí atrás es el tuyo?
―Sí, es el mío ―dijo Amanda, sin querer hacer la pregunta inevitable todavía.
―Lo he visto. Eso sí que es un reventón de neumáticos. ¿Cuándo fue la última vez que inflaste esas ruedas?
Amanda lo pensó.
―La última vez que inflé esas ruedas fue... nunca ―se rio. Por desgracia, al recién llegado no le pareció muy gracioso. Él negó con la cabeza.
―Hay que echarle aire comprimido cada dos meses. O si no, bueno, eso pasa. ―Señaló con la cabeza en dirección al vehículo averiado de Amanda―. Tomaste la decisión correcta. Conducir eso sería una sentencia de muerte.
Amanda asintió y se metió las manos en los bolsillos. No estaba de humor para que le dieran lecciones sobre vehículos.
―¿A dónde te diriges? ―preguntó él.
―A La Mesa. ¿Y tú?
―Yo voy un poco más lejos, pero puedo dejarte más cerca de tu casa si quieres. Siempre y cuando me prometas que llamarás al servicio de asistencia técnica para arreglar el desastre que hay detrás de nosotros ―respondió él sonriendo.
―¿En serio? Sería fantástico, gracias.
El hombre se inclinó hacia el lado del acompañante y empujó la puerta para abrirla. Hizo arrancar el motor.
―No hay ningún problema. Sube.
Amanda se acercó al lado del acompañante y, aunque la posibilidad de un viaje gratis era atractiva, enseguida sintió el aplastante peso de la realidad sobre ella. Era medianoche y estaba subiendo al coche de un desconocido. ¿Acaso no era así como empezaban esas historias de terror, con una joven ingenua y desesperada en busca de ayuda? Abrió la puerta del coche, con la esperanza de que, una vez dentro, encontraría algo de alivio entre la cotidianidad de dos personas que compartían un viaje en coche. Quizá tuvieran algo en común, pensó.
El coche del hombre estaba inesperadamente sucio. Amanda tuvo que contorsionarse en el asiento del acompañante para no pisar la basura. Intentó echarle un par de miradas al hombre para hacerse una idea de su carácter, pero no quería que la pillara mirándolo. Vio su Ford en el espejo retrovisor, desapareciendo como un barco que se hunde. Ahora estaban solos y ella se esforzaba por controlar su creciente ritmo cardíaco. Respiró lentamente y pensó en Chloe.
Después de un kilómetro y medio de carretera, el hombre bajó el volumen de su radio.
―¿Qué trae a una jovencita como tú por aquí a estas horas de la noche?
―He estado en un seminario de capacitación para el trabajo. Una completa pérdida de tiempo.
―Suena sofisticado.
―Ya me gustaría. Solo soy una trabajadora administrativa para una escuela. ―Amanda miró por la ventanilla y vio pasar los cúmulos de árboles. El viejo y destartalado Volkswagen rebotaba al alcanzar los 130 km/h. Parecía que él era tan flexible con las reglas de tráfico como ella―. ¿Y tú? ―preguntó ella.
Él respiró hondo y se ajustó la gorra. Esperó unos segundos antes de responder.
―No dejan que la gente como yo se acerque a las escuelas.
Amanda no estaba segura de haberlo escuchado bien. Lo miró, esperando una sonrisa irónica. Tal vez tenía un sentido del humor muy n***o.
―Muy gracioso. ¿A qué te dedicas?
Él aumentó la velocidad, pasando la marca de 140 km/h.
―Lo digo en serio ―dijo.
Amanda se removió en su asiento. Se le erizaron los pelos de la nuca. El aire acondicionado del coche soplaba caliente, pero Amanda sintió un escalofrío en lugar de las ráfagas de aire.
―¿Por qué? ―preguntó ella.
―A esos mezquinos de azul les parezco problemático.
«¿Qué le pasa a este tipo?», se preguntó Amanda. Llegaron a un tramo de carretera que ella reconoció, lo que la reconfortó un poco. Comprobó su teléfono y tenía la barra de señal completa. El alivio la envolvió.
―Por cierto, ¿cómo te llamas? ―le preguntó ella.
Otro largo silencio, como si estuviera pensando en la respuesta. Sujetó el volante con una mano y se recostó en su asiento. Él pulsó la traba de su puerta.
Amanda sintió una oleada de pánico. Unos minutos antes, este tipo había parecido genuino y sensato. De repente, se había convertido en un bicho raro socialmente incómodo. Amanda se aferró a la manija de la puerta. Apretó los puños. Solo Dios sabía que bastantes hombres le habían hecho insinuaciones no deseadas en sus treinta años de vida, así que sabía cómo manejar una situación así. Tal vez era uno de esos tipos que se sienten incómodos cuando están cerca de las mujeres. Ella lo veía continuamente en los padres de la escuela. Eran muy habladores de lejos, pero una vez que estaban cara a cara, era otra historia.
―Arthur ―respondió.
Amanda se limitó a asentir con la cabeza y se dio la vuelta para mirar el terreno familiar. Cuanto más se acercaba a su casa, más tranquila se sentía. Comprobó la hora en el tablero del coche. Pasaban cuatro minutos de la medianoche. Otros treinta y cinco dólares perdidos, pero no le importaba. Solo quería llegar a casa para abrazar a su hija, y alejarse de este loco.
El desvío estaba apenas a un kilómetro y medio de distancia. El camino rural se convirtió en un tramo de carretera con intersecciones y cruces. Él redujo la velocidad del coche a unos razonables 110 km/h al acercarse al cruce hacia La Mesa.
―Cualquier lugar por aquí está bien ―dijo Amanda.
Arthur no dijo nada. El desvío apareció delante de ellos y, antes de que Amanda pudiera hacer algún comentario, el desvío quedó a sus espaldas.
Se le erizaron los pequeños pelos de los brazos. Sintió náuseas repentinas. Miró a su conductor que estaba concentrado en la carretera.
―¿Cómo está Chloe? ―preguntó.
Amanda repasó su conversación, tratando de recordar cuándo le había mencionado el nombre de su hija a este desconocido.
No lo había hecho. Algo no estaba bien.
―¿Perdón? ―preguntó y agarró la manija de la puerta hasta el punto de que le dolieron los dedos.
―Chloe. ¿Cómo está?
Amanda sintió que se le hacía un nudo en el estómago. El aire caliente la asfixiaba y lo único que podía ver en su mente era a su hijita esperándola en casa. Y de repente se le ocurrió la aterradora posibilidad de no volver a verla nunca más.
―¿Cómo sabes su nombre?
―Tú me lo dijiste. Bueno, me lo dijeron tus posesiones. ―Arrojó la cartera de ella sobre el tablero―. Deberías ser más cuidadosa.
―Dios mío. ―Amanda se dio cuenta de su error―. ¿La dejé en mi coche?
―Sí. Y sé lo que estás pensando. No nos pasamos de tu desvío.
―¿De qué estás hablando? ―espetó ella.
―No vamos a ir allí.
―¿Qué has dicho?
Amanda estiró la mano para coger su cartera, pero el hombre la detuvo extendiendo la mano. Él le agarró la muñeca, provocándole a Amanda un pico de adrenalina en las venas. El hombre le apartó el brazo con fuerza.
―Deja eso ahí. No lo necesitarás.
El instinto de supervivencia de Amanda se activó. Cada fibra de su cuerpo le decía que ese hombre no tenía intención de llevarla a su casa sana y salva, ni de llevarla a ninguna parte sana y salva. Ella se preparó, tensó los músculos y levantó los antebrazos frente al pecho.
―¿Qué? ¿Quién diablos te crees que eres? Para el coche. Me voy a bajar ―gritó.
Arthur pisó el acelerador y aumentó la velocidad.
―No vas a ir a ningún lado.
Amanda no era una luchadora. No recordaba la última vez que se había metido en un lío, si es que alguna vez lo había hecho en su vida adulta. Sabía que no podría derrotar a un hombre de su estatura en una contienda física y eso le provocó una nueva oleada de temor.
Amanda tomó su teléfono, pero el hombre se acercó y se lo quitó de las manos. Se cayó por el costado del asiento.
―Ni pienses en llamar a la policía ―se rio―. Si los mezquinos de azul me van a atrapar, será mejor que despierten y hagan algo.
―¿Qué quieres de mí, cretino? ―gritó ella―. ¡Déjame salir de aquí!
Le corrían muchas ideas por la cabeza. La libertad fue su primer pensamiento, a****r fue el segundo. Amanda tiró de la manija de la puerta, sin preocuparse por el hecho de que el coche estuviera acelerando. Unas cuantas cicatrices eran preferibles a pasar más tiempo con este lunático.
Pero la puerta no se movía.
Amanda tiró con más fuerza y luego probó con las ventanillas. Nada. Golpeó los cristales con las manos, rezando para que se hicieran añicos con su fuerza. No fue así. De repente, las manos del hombre le rodearon la garganta y el coche osciló a lo largo de la carretera vacía mientras él intensificaba el agarre.
Amanda se contorsionó para apartarlo con las piernas mientras arañaba la puerta. Le dio una patada en las costillas, interrumpiendo su agarre durante unos milisegundos.
Él dejó de pisar el acelerador y el coche se desvió por los tres carriles. Él cayó contra la puerta del conductor y se agarró rápidamente al volante para evitar que el coche se estrellara contra un área de descanso.
Amanda oyó un clic. Volvió a agarrar la manija de la puerta y tiró. La puerta se abrió con la fuerza del viento, casi arrancándola de las bisagras. El aire la golpeó como un bloque de hielo.
Sin dudarlo, Amanda saltó del coche hacia la carretera, el empuje la arrastró por el áspero cemento. La tracción le arrancó la carne de las manos y los tobillos, pero Amanda no tuvo tiempo de notar el dolor. Se levantó de un salto y corrió por la autopista, saltando por encima de una barandilla metálica hacia una extensión de hierba. Quizá fuera una granja. No le importaba. Corrió hacia una edificación lejana y no se detuvo a mirar atrás.