Movido por el ferviente deseo de ayudar a aquellos menos afortunados que él, imbuido de un espíritu de cruzado, se sumergió con todo su empeño en los problemas y dificultades que encontró en la tétrica inmundicia de un pueblo minero. Parecía querer combatir por sí mismo con las huestes –del demonio y sólo Dorita y Abby sabían que, de no haberlo evitado, ellas, se hubiera pasado los días sin comer y sin dormir llevado del fervor de mejorar las condiciones de su nueva Parroquia. Gastaba en la gente para quienes trabajaba hasta el último centavo de su estipendio y el poco dinero propio que tenía. Sólo se salvaban de morir de hambre porque Abby insistía en que le diera lo suficiente para los gastos de la casa tan pronto como llegaba el cheque de su paga. Al sentarse ante la mesa del comedor