Capítulo 1 1816-1

2031 Words
Capítulo 1 1816LA Marquesa Viuda de Havingham tomó su copa de madeira y dijo: Los doctores me han prohibido probar el alcohol, pero tengo que celebrar tu llegada, Querido. –¿Te han mejorado algo, Mamá? Había un dejo de ansiedad en la voz del Marqués que no escapó a la percepción de su madre, acostumbrada a oír hablar en los tonos lentos y lánguidos, tan de moda entre los elegantes jóvenes que rodeaban al Príncipe Regente. Le disgustaba, aunque era demasiado astuta para reconocerlo en público, el modo con que aquellos arrastraban las palabras y miraban al mundo desde sus desdeñosos párpados semicerrados. –Creo que el agua de este sitio, a pesar de ser tan desagradable, me ha ayudado a aliviar el dolor, pero encuentro a Harrogate muy aburrido y, honradamente, ya deseo regresar a casa. –Entonces te he proporcionado una buena excusa para partir. Cuando su madre lo miró interrogante, el Marqués se levantó de su silla y se paró de espaldas a la chimenea. La Marquesa viuda estaba hospedada en una lujosa suite del hotel más caro de Harrogate, y el Marqués observó que había añadido algunos pequeños toques muy personales a los austeros muebles del saloncito. Había colocado un retrato al óleo y una miniatura de su hijo en una de las mesas laterales. Se veían floreros por todas partes, llenos de flores de invernadero, por las que sentía verdadera debilidad. Suaves cojines decoraban las sombrías sillas de damasco, pero lo más importante eran sus dos pequeños spaniels, que saludaron efusivamente al Marqués a su llegada. –Parece que estás muy cómoda aquí– le dijo él, como si de pronto se diera cuenta de que hasta un hotel podía tener sus ventajas. –Bastante. Y ahora, Gallen, ¿qué has venido a decirme? Porque estoy segura, Querido, que no has hecho un viaje tan largo sólo para comprobar si me encontraba cómoda– repuso la Marquesa dedicando a su hijo una mirada de evidente admiración. Nadie en el mundo, pensó, era tan bien parecido como él y, aunque vestía siempre con exquisita elegancia, su aspecto era irresistiblemente masculino. La ropa se ajustaba a sus anchos hombros a la perfección, acentuando sus estrechas caderas, pero como tenía un tipo atlético, sus sastres se esmeraban en entallarle bien los trajes, pues no estaba de moda lucir abultados músculos bajo las finas levitas de pana. En los salones para caballeros de Jackson de la Calle Bond, el Marqués tenía fama de ser un pugilista excepcional y nadie se le equiparaba con el florete. Además, era el más arrojado caballero entre todos sus contemporáneos. Los jóvenes envidiaban su habilidad con los caballos y se esmeraban inútilmente en imitar la forma como se anudaba las corbatas. Y, aunque a los ojos del mundo, o mejor dicho, del Bello Mundo, el Marqués aparecía como un hombre cínico y autoritario, su madre sabía que podía ser considerado, bondadoso y, en ocasiones, muy afectuoso. Comprendió que hablaba con la verdad al decirle: –Si hubiera pensado que verdaderamente deseabas mi compañía, Mamá, hubiera venido a Harrogate o a cualquier otro lugar para complacerte. –Sabes muy bien que nunca he querido ser una carga para ti– replicó la Marquesa con afecto–. Pero, dime para qué has venido. Hubo una pequeña pausa antes que el Marqués dijera muy lentamente: –He decidido contraer matrimonio. –¡Gallen! La Marquesa pronunció su nombre como una exclamación de sorpresa y asentó su copa de madeira por temor a derramarlo. Juntó las manos y mirando el rostro de su hijo, le preguntó: –¿Es cierto eso? ¿Después de todos estos años has conocido a una mujer a la que deseas hacer tu esposa? –He decidido casarme, Mamá, porque como sabes bien, necesito tener un heredero. Y también necesito una esposa bien educada que pueda distraerme. –¿Y a quién has escogido? –Le he propuesto matrimonio a Lady Beryl Fern, y como no deseo que te enteres de la notica en la Gaceta sin habértelo notificado antes, le he pedido a Beryl y a su padre que no digan una palabra a nadie de nuestras intenciones hasta que lo supieras. –Lady Beryl Fern– dijo la Marquesa muy despacio–. He oído hablar de ella. –Sin lugar a dudas es la joven más hermosa de Inglaterra. Ha tenido gran éxito en sociedad desde que hizo su debut y el mismo Príncipe la llamó “la Incomparable” antes que los expertos de los clubs de Saint James dieran su opinión. El indiscutible tono irónico del marqués hizo que su madre lo mirara con atención al decir: –¿Cómo es ella, Gallen? Nuevamente se hizo una pausa antes que el marqués contestara. –Ama la diversión tanto como yo y es el alma de todas las fiestas a las que asiste. Con toda seguridad, embellecerá los salones de recepción de mi casa en Havingham y del castillo y le hará justicia a todas esas joyas de la cueva de Aladino que usas con tan poca frecuencia. –Eso no es lo que te preguntaba, Querido– dijo la Marquesa en voz baja. El Marqués se dirigió hacia la ventana con la gracia que le era peculiar y, dándole la espalda, contempló los árboles que, en aquel territorio situado tan al Norte, apenas empezaban a mostrar los retoños de la primavera. –¿Qué es lo que quieres saber, Mamá?– preguntó después de un instante. –Sabes muy bien lo que quiero escuchar. ¿Estás enamorado? Hubo un silencio antes que el Marqués replicara: –Tengo treinta y tres años, Mamá, y ya he pasado la etapa romántica de la juventud. –Entonces sólo te casas para asegurarte un heredero. Apenas pudo oír esas palabras que se le escaparon a su madre en un susurro, pero ya estaban dichas. –No puedo imaginarme otra razón mejor para casarme– dijo el Marqués en tono casi desafiante. –Pero quisiera que te casaras enamorado. –Como ya te he dicho, ya estoy demasiado viejo para esas tonterías. –No son tonterías, Gallen. Tu padre y yo fuimos muy felices y siempre he rezado para que conozcas la felicidad que encontramos juntos, hasta que el destino me lo arrebató. –Ya no existen mujeres como tú, Mamá. La Marquesa suspiró. –Tu padre me contó que desde el primer momento en que me vio en el jardín, en la fiesta que dio el Alguacil Mayor, supo que yo era diferente a todas las demás. Le pareció que me veía envuelta en una resplandeciente luz blanca. Aunque fue un sitio bastante extraño para conocernos. –Papá me lo contó muchas veces– interrumpió el Marqués. –No me fijé en él hasta que nos presentaron– prosiguió su madre con voz suave, rememorando el pasado–, pero cuando él me tomó de la mano, sentí que me sucedía algo muy extraño. Sus palabras vibraron al proseguir: –Me enamoré de él en ese instante. Supe que él era el hombre de mis sueños, el hombre que existía para mí en algún lugar del mundo, y a quien sólo necesitaba encontrar. –Tuviste mucha suerte, Mamá. –No fue suerte. Fue el destino. Aunque sus padres estaban tratando de concertar una boda con la hija del Duque de Newcastle, nosotros sabíamos que lo único que importaba era que pudiéramos estar juntos hasta el fin de nuestros días. El Marqués caminó impaciente por la habitación. Había oído esa historia muchas veces y siempre lo perturbaba escucharla. Sus padres se habían amado tan profundamente que su niñez estuvo circundada por el aura de su felicidad. Su único motivo de tristeza consistió en que sólo tuvieron un hijo, él, y como amaba a su madre trató de cuidarla y protegerla después que murió su padre. Ella no tenía que decirle lo que significaba amarse como sus padres lo hicieron: lo vio con sus propios ojos. Pero sabía con certeza que eso nunca le ocurriría a él. –Los tiempos han cambiado, Mamá– dijo en voz alta–, y salvo en lo que concierne al Príncipe Regente, ya no está de moda estar enamorado. –¡Amor! No se puede hablar al mismo tiempo de amor y de Su Alteza Real– dijo la Marquesa con sarcasmo–. Mira la forma en que ha tratado a la pobre Señora Fitzherbert, y yo que estaba convencida de que estaban casados en realidad. Y en cuanto a la estúpida y coqueta Lady Hereford, ¡simplemente no la soporto! El Marqués se rió. –El nos pone el ejemplo, Mamá, así que no puedes esperar que encuentre un amor idílico en la Casa Carlton. –Y has decidido a sangre fría casarte con Lady Beryl. –Nos llevamos bien, Mamá. Hablamos el mismo lenguaje, tenemos los mismos amigos, y si después de un tiempo de casados cada uno sigue su rumbo, lo haremos con la mayor discreción. No habrá ningún escándalo y estoy seguro de que podremos arreglar nuestras diferencias amistosamente. La Marquesa viuda no pronunció una sola palabra, pero tenía tal expresión de tristeza en sus ojos, que su hijo se le acercó y le tomó las manos. –No te preocupes por mí, Mamá– le dijo–. Eso es todo lo que deseo y no hay razón para que Beryl y yo no tengamos media docena de robustos nietos que te darán mucha alegría. La Marquesa colocó su delgada mano inflamada por la artritis y surcada de venas azules sobre la tibia mano de su mijo. –Tu padre y yo siempre quisimos lo mejor para ti, Gallen, pero supongo que serás lo suficientemente honrado para admitir que este arreglo que vas a efectuar apenas se aproxima a la felicidad. –Estás juzgando mi vida por la tuya, Mamá. Yo me siento contento y creo que nadie puede pedir más. –Yo quiero algo más para ti– dijo apretando la mano de su hijo–. ¿No estarás pensando todavía en... esa joven que se portó tan mal contigo? Lo dijo en un tono vacilante, como si temiera ofenderlo, pero el Marqués se rió con naturalidad. –Por supuesto que no, Mamá. No soy tan endeble como para arrastrar por tanto tiempo una herida de esa clase. Entonces no era más que un joven imberbe y la juventud tiene tendencia a juzgar su primer amor bajo un aspecto demasiado emotivo. Soltó la mano de su madre y fue hasta la chimenea, apoyándose contra la repisa. Le dio la espalda para contemplar las llamas que consumían los leños y ello le impidió advertir la escéptica expresión de la Marquesa y percibir que sus ojos se llenaban de lágrimas. Como dijo el Marqués, todo había sucedido hacía ya mucho tiempo. El tenía veintiún años y se enamoró de una hermosa y voluble joven. La adoró de una manera ideal que ella fue incapaz de comprender. Su madre sabía que había puesto el alma y el corazón a sus pies, pero ella los pisoteó casándose con un Duque, sólo porque tenía un título más importante y, en aquel entonces, mucho más dinero. La Marquesa creyó que no podría olvidar jamás la expresión del rostro de su hijo cuando regresó a casa. No había hablado de lo sucedido, le habría sido imposible, pero quiso esconderse para que el mundo ignorara cuánto sufría. Desde aquel momento, el joven alegre y despreocupado se convirtió en un hombre que se volvía más cínico con los años y a quien, por su absoluto desinterés por todo, costaba cada vez más trabajo complacer. Sólo demostraba entusiasmo cuando estaba con su Regimiento, lo que la alegraba y angustiaba a la vez, temiendo que resultara una víctima más del poderoso Ejército de Napoleón. Sintió un gran alivio cuando, a la muerte del Marqués, su hijo dejó el Regimiento para regresar a casa y administrar los bienes de su padre. Pero, al mismo tiempo, comprendió que el muchacho a quien había adorado por treinta y tres años se había esfumado para siempre. Había habido muchas mujeres en su vida. Docenas de ellas. La Marquesa conoció a algunas, pero otras pertenecían a un mundo al que ella no podía penetrar. Como lo conocía bien, sabía que ninguna había significado nada para él y que, si algún corazón quedó destrozado, el de su hijo nunca estaba en juego. Desde entonces había odiado a la joven que lo lastimó de esa manera y ahora más que nunca, pues por culpa de ella, Gallen, su hijo adorado, iba a efectuar un matrimonio de conveniencia en vez de desposarse por amor. Pero la Marquesa era lo suficientemente inteligente como para saber que era inútil hablar de esas cosas. –¿Cuándo piensas casarte, Querido?– preguntó. –Antes que termine la temporada. El Príncipe, con toda seguridad, querrá ofrecerme una recepción en la Casa Carlton, ya que el número de personas que espera asistir a la boda no cabría en la casa del Conde de Fernleigh en la Calle de Curzon.
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