Paolo se apresuró a ayudar a su novia, indignado por la acción de su padre, quien, en un acto de vileza y descortesía, la había dejado tirada en el suelo como si fuera insignificante. Coralina, con las mejillas encendidas de vergüenza, se levantó rápidamente. Aunque todo en su semblante reflejaba humillación, asintió levemente con la cabeza, como si se disculpara por algo que no era culpa suya.
—Lo… lo siento mucho —murmuró con voz temblorosa, mientras se sacudía el polvo de la ropa.
Morgan la observó en silencio, clavando sus ojos en ella con una intensidad perturbadora. Su mirada recorrió cada detalle de la joven, y por un instante pareció perdido en algún recuerdo lejano o, tal vez, en una visión del futuro que no deseaba enfrentar. Algo en Coralina encendía en él una chispa de rechazo visceral. En ese preciso momento, tomó una decisión silenciosa: no la aceptaría en su familia.
—Princesa, ¿estás bien? —Paolo rompió el incómodo silencio, mirándola de pies a cabeza con preocupación evidente. Coralina, todavía nerviosa, apenas pudo asentir. Mientras que Paolo, con voz firme continuo—: Papá, mamá, les presento a mi prometida.
Seis meses de un noviazgo furtivo y apasionado habían sido suficientes para que él decidiera que Coralina sería la mujer de su vida. O eso aparentaba.
Miranda, quien siempre había esperado por este momento, reaccionó con un entusiasmo calculado. Su rostro se iluminó al dar el paso hacia la joven, extendiendo su mano con una sonrisa que buscaba suavizar la tensión en el aire.
—Bienvenida a la familia, mi querida… —La frase quedó incompleta cuando arqueó las cejas, dándose cuenta de que nunca había oído el nombre de la prometida de su hijo. Paolo, notando su desconcierto, intervino con prontitud.
—Coralina McGregor, mamá.
Miranda inclinó ligeramente la cabeza en señal de aprobación, manteniendo la mano extendida. Coralina, atrapada en un remolino de emociones y aún desconcertada por la peculiaridad de la familia de su prometido, tardó unos segundos en reaccionar antes de estrecharle la mano. La mujer no pudo evitar notar algo familiar en la joven: los mismos ojos brillantes que veía en su hijo, una pasión similar, aunque claramente desbordada por el nerviosismo.
Mientras tanto, Morgan permanecía al margen, casi escondido en las sombras. Parecía un hombre enfrentándose a un espectro de su pasado, esquivando la mirada de Coralina como si temiera que, con solo cruzarla, desatara una verdad que prefería mantener enterrada.
—Mucho gusto, señora Ferrara, su casa es muy hermosa —dijo Coralina con un hilo de voz, buscando las palabras adecuadas. Miranda le estrechó la mano con cortesía, pero en el instante del contacto, un extraño vacío se apoderó de su pecho. Algo en ella se removió, como si ya supiera que esa joven estaba allí para llevarse a su hijo lejos de su madre. Pero debía ser solo ansiedad, pensó. Nada más que la ansiedad de enfrentarse al hecho de que su Paolo estaba creciendo demasiado rápido.
—Papá, por favor, ven. ¿Qué pasa? ¿Por qué te fuiste? Saluda a mi prometida. —Paolo alzó la voz con algo de desconcierto, señalando a su padre, que permanecía inmóvil en las escaleras. Ni siquiera se había molestado en sentarse en una silla. Morgan mascaba tabaco mientras sus ojos, cargados de desprecio, se clavaban en la joven "Rizos de Oro".
—No quiero. No iré allí. Celebren ustedes, al final siempre hacen lo que les da la gana.
El tono áspero de su voz llenó la sala, dejando a todos en un incómodo silencio. Morgan se levantó perturbado y comenzó a subir las escaleras, como si la sola presencia de Coralina lo ahogara. Su cuerpo entero se estremeció cuando, de repente, escuchó el agrio susurro en sus oídos.
—¿Por qué no le das la bienvenida a tu nuera? — la voz en su cabeza le causó escalofríos—.Tu hijo pensara que la odias, y ni siquiera la conoces.
Morgan se detuvo en seco y giró la cabeza mirando al espectro.
—¡Cállate, perra! —espetó, con los dientes apretados y una mirada desquiciada—. Seguro es igual de puta que tú.
Las palabras brotaron de su boca como veneno, llenando el espacio con una tensión insoportable. Desde abajo, la familia observaba en silencio, poco sorprendida por su comportamiento. Después de todo, Morgan llevaba al menos dieciocho años siendo un loco desquiciado,
Por fortuna, sus insultos no fueron completamente audibles para Coralina, que seguía demasiado nerviosa como para captar el trasfondo de la escena. Miranda, por su parte, mantuvo la compostura como la perfecta anfitriona. Una sonrisa controlada se dibujó en sus labios mientras intentaba apagar las brasas encendidas por su esposo, desviando la atención hacia Paolo y su prometida con una naturalidad digna de admiración.
—Sigue por aquí, por favor, mi querida Coralina. Bienvenida.
Con una sonrisa fingida que apenas lograba sostener, Coralina siguió a Miranda hasta el comedor, donde poco a poco el evento comenzó a llenarse de gente. La casa Ferrara se convirtió en el epicentro de la reunión, y pronto, figuras importantes del clan del norte de Atlanta cruzaron el umbral para celebrar el compromiso. Una boda que para algunos era motivo de orgullo y para otros, motivo de odio y desacuerdo.
El apellido Ferrara debía prevalecer. Era una regla no escrita, un mandato casi sagrado para asegurar que la sangre de la familia continuara fluyendo por generaciones, perpetuando su poder e influencia. Aquella noche no era solo una celebración; era una afirmación del linaje.
La mesa, adornada con elegancia, estaba repleta de manjares. Los invitados cuchicheaban entre ellos, lanzando miradas curiosas hacia los dos asientos vacíos. La ausencia de dos miembros clave de la familia no pasaba desapercibida.
—Bueno, ¿y dónde están mi tío y mi primo Michel? —preguntó Zatara Ferrara, la sobrina de Morgan. Era la hija menor de uno de sus hermanos, una joven conocida por su lengua afilada y falta de filtro.
Miranda, con la calma característica de quien ha aprendido a lidiar con lo impredecible, soltó una respuesta que arrancó murmullos entre los presentes:
—Morgan está en la habitación… se ha vuelto loco —dijo, dejando escapar una sonrisa sarcástica. Dio una calada larga a su cigarrillo y exhaló el humo con un aire de fastidio antes de continuar—. Y Michel… —suspiró profundamente, como si la mención del nombre le arrancara paciencia—. Michel debe estar donde la hija del concejal.
Su tono no ocultaba el juicio, pero tampoco se detuvo a explicarlo. Sacudió la cabeza y prosiguió, como si nada.
—Pero sin ellos, la fiesta sigue.
Lo que comenzó como un almuerzo tranquilo se transformó en una fiesta desbordante de alcohol y risas. La celebración parecía no tener fin, con todos entregados al bullicio y la camaradería, excepto Coralina, que permanecía sentada en una esquina, relegada en una silla. Desde su lugar, observaba a Paolo, su prometido, platicando animadamente con otros hombres y, especialmente, con Zatara, su prima.
La había dejado allí como si no existiera, como si su presencia no significara nada. Coralina sintió un nudo en el pecho, una punzada amarga que se alojó en su interior. ¿Esto era lo que le esperaba con Paolo? Se preguntó una y otra vez, mientras la ausencia emocional de él le calaba hasta los huesos.
De repente, una anciana de cabello canoso se acercó con paso lento, mirándola con una dulzura que no esperaba.
—¿Puedo sentarme a tu lado? —preguntó con voz pausada.
—Sí, por supuesto —respondió Coralina, señalando el asiento a su derecha.
La mujer, encorvada por los años, tomó asiento y, con manos temblorosas pero firmes, sostuvo las de Coralina.
—¿Eres la prometida de mi nieto?
—Sí, de Paolo.
—Eres tan bella… —murmuró la madre de Morgan. Había algo en la joven que la conmovía, algo que la obligó a quedarse para hacerle compañía.
Mientras tanto, en otro rincón de la mansión, Paolo aprovechó la distracción de Coralina para lanzarle una mirada furtiva a Zatara. Con un gesto casi imperceptible, le indicó que lo siguiera. La prima obedeció, y ambos se adentraron en una habitación oculta en la parte trasera de la propiedad.
El aire entre ellos se tensó en cuanto la puerta se cerró. Paolo fijó sus ojos en los de Zatara. Con un movimiento rápido, tomó su mentón, acercándola hacia él mientras se mordía los labios.
—Paolo, no… —susurró Zatara, intentando retroceder mientras su mirada buscaba una salida.
Él, implacable, no le dio oportunidad. Con un movimiento abrupto, la atrapó, forzando un beso que la dejó sin aliento. Zatara luchó contra la invasión, su cuerpo entero se tensaba mientras trataba de apartarse. La presión de su lengua contra la suya era asfixiante.
Con un esfuerzo desesperado, reunió toda su fuerza y lo empujó con ambas manos, liberándose finalmente.
—¡No! Suéltame. Esto no va a seguir —gritó.
Pero Paolo no iba a dejarla escapar. Su mano se cerró con firmeza alrededor de su brazo, inmovilizándola. Sus dedos se hundieron en su piel, dejando un rastro de dolor tangible.
—No te vas. Menos ahora que voy a tener el control de todo —espetó, arrogante y furioso.
El aire a su alrededor parecía haberse vuelto más denso, cargado de una tensión sofocante. Zatara sintió un escalofrío recorrer su espalda, sabiendo que lo que acababa de suceder no era el final, sino el principio de algo mucho más oscuro.
—¿Te vas a casar con otra, maldita sea? —espetó ella frustrada.
—Lo sé, pero es solo hasta que mi padre me nombre heredero y sucesor —respondió Paolo, su tono era tan frío como calculador.
—¿Y yo qué? —Zatara lo miró desesperada.
—Eres mi prima, Zatara. Nos matarían si nos descubren. Mi tío me cortaría las bolas. Te prometo que en cuanto me case con Coralina, me iré contigo un par de meses.
—¿Y qué harás con esa maldita mujer?
—No por nada tengo un hermano gemelo —respondió con un cinismo que la dejó helada—. Tú no te preocupes. Más bien, ponte de rodillas, quiero que me la chupes, aquí y ahora.
—¿Qué? —Zatara palideció.
Él no esperó respuesta. Cerró los ojos y, con una firmeza ineludible , puso su mano en la cabeza de Zatara, forzándola a obedecer.
Ella, atrapada entre la humillación y un retorcido deseo, abrió la boca y cumplió los oscuros caprichos de Paolo. Dándole placer.
Mientras tanto, en la sala, la abuela de cabello blanco conversaba tranquilamente con Coralina, quien ya comenzaba a ponerse nerviosa por la prolongada ausencia de Paolo. Incómoda y preocupada, se levantó de la silla, disimulando su inquietud, y comenzó a buscarlo entre los invitados.
Sus pasos la llevaron hacia el jardín, justo cuando la puerta se abrió y apareció Paolo, sonriente y relajado, acompañado de Zatara. De sus bocas emanaba el inconfundible aroma a cigarrillo, una coartada perfecta para justificar su ausencia.
—¿Dónde estabas? —preguntó Coralina, sonrojada, e insegura.
—Por ahí, fumando tabaco —respondió él con una sonrisa ladeada, tomando a Coralina del brazo con posesividad, mientras Zatara desviaba la mirada, ocultando el odio que había comenzado a germinar en su corazón. Coralina, sin saberlo, le estaba robando a su amor prohibido.
La celebración continuó como si nada hubiera ocurrido. Todo avanzaba con una rapidez vertiginosa; el matrimonio estaba a la vuelta de la esquina, y cada segundo era una bomba de tiempo, lista para estallar.
Días más tarde, Coralina se encontraba en su habitación, frente al espejo, peinando su cabello mientras buscaba las palabras adecuadas para confesárselo a su abuela.
—¿Ya te vas a la universidad? —preguntó la anciana, sentada en su silla con la serenidad de quien ignora lo que está por venir.
—No, abuelita, ya terminó el año —respondió Coralina, tragando saliva con dificultad.
—Entonces, ¿para dónde vas, muchacha?
Coralina sintió cómo los nervios la traicionaban. Resopló, incapaz de contener más tiempo la verdad.
—Abuela… me voy de casa. Me voy a casar mañana mismo.