Paolo miró a su padre. Si no fuera porque el viejo ya se encontraba sumido en los delirios de la esquizofrenia que supuestamente le habían diagnosticado, le habría dado un puño directo en el rostro. Pero, en lugar de eso, tomó aire y, por respeto a su prometida, dio dos pasos hacia él y lo tomó por el hombro.
—Creo que ya es hora de descansar, papá. Vete al estudio, haz lo que sea—dijo, y luego, bajando la voz, se acercó al oído de su padre—. Recuerda que fuiste tú quien pidió que me casara para heredar el trono. Coralina será mi mujer, te guste o no—. Los dedos de Paolo apretaron un poco el hombro de su padre. Morgan, sabiendo el tipo de demonio que había criado, no se atrevió a decir nada. Solo, con la cruz sobre su pecho, se zafó de su hijo y se dirigió directo al estudio, dejándolos solos en la sala de estar.
Se sentó en su gran sillón, y, con las manos temblorosas, sirvió una generosa copa de su fino whisky. No dudó ni un segundo en darle un largo sorbo. Solo ese sorbo bastó para sentir cómo el alcohol comenzaba a hacer efecto, dejándolo medio ebrio. Esa mezcla de decepción y los amargos sentimientos que le despertaba su familia lo consumían. Y entonces, perturbadores recuerdos vinieron. Su mente se desvió hacia la navidad de hace dieciocho años, como si fuera una herida abierta que no dejaba de sangrar.
18 años atrás
Atlanta
Noche buena
El cuchillo afilado surcó su piel con precisión, abriendo una herida que se extendía desde su hombro hasta la muñeca. La sangre fluyó en un hilo delgado, pero Elena no sucumbió al dolor. Las manos le temblaban, el aire parecía escaparse de sus pulmones, y sabía que, si él decidía infligirle otra marca igual, su cuerpo no resistiría; caería al suelo como un costal vacío, despojado de toda dignidad.
—¡Elena! ¡Elena! —gritó Morgan, con una sonrisa torcida que helaba la sangre—. ¿De verdad pensaste que ibas a salirte con la tuya? ¿Qué podías huir con la pequeña, robarme y que no me daría cuenta? ¡Qué ilusa eres!
Con un movimiento metódico, el hombre limpió el cuchillo ensangrentado con un pañuelo n***o. Su gesto no era por escrúpulos, sino por hábito: le gustaba medir cuánta sangre saldría con la siguiente herida. Preparaba la hoja, impecable y brillante, lista para continuar con su cruel obra.
—¡Púdrete, Morgan! —escupió Elena, su voz estaba cargada de odio y desafío—. No me arrepiento. ¡¡Haz lo que quieras, mafioso cabrón!!
El rostro de la pobre estaba magullado, los labios partidos y algunos dientes ausentes. Sus piernas apenas la sostenían, mientras yacía colgada de sus brazos de aquel arnés que pendía del techo. Pero aun así reunió el poco orgullo que le quedaba y le escupió directo en la cara. No había ni un atisbo de prudencia, ningún rastro de miedo por lo que él pudiera hacerle.
Y entonces, la mezcla de fluidos escarlatas con saliva cayó de golpe sobre el perfilado rostro del mafioso. Morgan apretó un poco los ojos en un gesto de desagrado, sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y se limpió con lentitud. De nuevo se acercó a ella. Lentamente…
—Te has llevado mucho dinero, Elena. Lo admito, fuiste astuta. Pero... —Avanzó hacia ella, con cuchillo en mano, y sin una pizca de compasión deslizó la hoja desde su frente hasta su mentón. La punta dibujó un surco preciso y cruel, dejando una línea roja que marcaba su carne.
Elena dejó escapar un grito ahogado, desgarrador, pero se aferró con todas sus fuerzas a no dejar caer la lágrima que amenazaba con traicionarla. Morgan, ese hombre despiadado y cruel que la había convertido en su esposa años atrás, no lograría intimidarla, no ahora. Aunque su cuerpo le doliera, aunque el sufrimiento estuviera desgarrando su alma, ella no le daría el placer de verla rendirse.
—Pero, mi querida Elena —susurró Morgan con veneno en la voz, mientras jugaba con el cuchillo entre sus dedos—, si hay algo que no soporto, es la traición. Al ladrón lo perdono, pero al traidor... jamás. Ahora dime, ¿dónde está la mocosa que has parido con tu amante? ¿Dónde está? —la gritó furioso, el odio era tan evidente en sus palabras. Le dolía que Elena le hubiese fallado.
Elena apretó los labios con fuerza, manteniendo un silencio férreo. La hoja del cuchillo continuó su recorrido, ahora deslizándose sobre su cuello y bajando lentamente hacia su pecho. El frío del metal se clavaba en su piel como agujas, y el dolor, punzante y abrasador, amenazaba con quebrarla. Pero su voluntad permanecía intacta. No diría una palabra.
No traicionaría al fruto de su amor prohibido, aquella niña de ojos azules como el cielo, cabello dorado como los rayos del sol, y cachetes redondos que solían sonreírle incluso en los días más oscuros. Su hija, la única luz en su mundo sombrío. Porqué él, su verdadero amor, ya no estaba. Morgan se había asegurado de eso.
—¡¡Ya te dije que te pudras!! —escupió Elena con fiereza, ignorando el dolor que le abrasaba el pecho—. No te devolveré ni un solo centavo, y mucho menos te entregaré a mi hija. ¡Púdrete mil veces, Morgan!
El rostro de Morgan se crispó de rabia. Podía sentir cómo la ira le quemaba las entrañas. Aún recordaba con claridad aquella noche helada de invierno, el momento exacto en que descubrió a Elena en los brazos de otro hombre. Uno de sus propios subordinados. Sin titubear, había sacado su pistola y disparado al traidor en la cabeza, manchando las sábanas con sangre y el recuerdo de su orgullo herido. Pero a Elena no la mató. No. La mantuvo viva, encerrada como un animal, hasta que dio a luz a la niña.
Y luego, como la astuta serpiente que siempre había sido, Elena lo traicionó una vez más. Robó una gran suma de dinero y huyó, llevándose con ella el fruto de aquella traición. Pero Morgan conocía cada camino, cada escondite posible. Era solo cuestión de tiempo para que la encontrara. Y lo hizo.
Sin embargo, para su furia, Elena había regresado sola. Completamente sola. La pequeña de risos dorados se había esfumado.
—¿De verdad creíste que podrías escapar de mí, Elena? —repitió Morgan, acercándose hasta que su aliento caliente se mezcló con el aire cargado de sangre y sudor—. Mi sombra siempre te seguirá. No hay lugar donde puedas esconderte de mí... ni tú, ni tu hija. —Morgan apretó los dientes, y apretó el cuchillo con más firmeza.
En algún lugar desconocido, lejos de aquella escena de horror, la pequeña permanecía oculta. ¿Quién la tenía? ¿Dónde estaba? Era un misterio que ni siquiera Morgan, con todo su poder, podía resolver aún.
—Te juro, mi querida Elena —dijo Morgan, con una calma que solo amplificaba la crueldad de su tono—, que, si no me entregas a la mocosa, no vivirás para contarlo en Año Nuevo.
Morgan presionó el cuchillo contra el pecho de Elena, justo sobre el lado izquierdo, donde su corazón asustado latía desbocado. Sabía exactamente dónde cortar para terminar con su vida de forma brutal y definitiva. Pero Elena no mostró miedo. En cambio, una carcajada amarga y cínica escapó de sus labios partidos. A pesar del sabor metálico de la sangre llenando su boca, lo miró directamente a los ojos y le escupió.
—¡Primero muerta, hijo de puta! —le resopló, con una furia que desafió incluso el dolor que la consumía—. Ya no tienes control sobre mí. ¡Mátame, cabrón! Tortúrame todo lo que quieras, pero nunca volverás a verla. Ni a ella, ni a tu maldito dinero.
La saliva mezclada con sangre impactó en el rostro de Morgan una segunda vez. El golpe a su orgullo fue instantáneo. Sus ojos brillaron con un odio visceral mientras limpiaba su mejilla con el pañuelo por segunda vez, manchándolo de rojo. La furia lo cegó por completo. Sin meditarlo, alzó el cuchillo y lo hundió con fuerza en el pecho de Elena, justo donde latía su corazón.
El grito de Elena quedó atrapado en su garganta. Sus ojos se abrieron de par en par mientras la vida comenzaba a desvanecerse de ellos. Un último suspiro escapó de sus labios, y la lágrima que tanto había contenido finalmente se deslizó por su mejilla, brillando bajo la tenue luz como un testigo silencioso de su resistencia. En sus últimos momentos, las imágenes de su pequeña de ojos azules y cabellos dorados inundaron su mente. La vio sonreír, vio sus manitas aferrarse a ella, y un amor inmenso la envolvió.
«Te amo, mi amor...» susurró Elena con su último aliento.
Morgan permaneció inmóvil, observando cómo la vida abandonaba el cuerpo de su exesposa. Sus ojos fríos y calculadores no mostraban compasión alguna, solo satisfacción. Había acabado con Elena, la mujer que había desafiado su poder y puesto en riesgo su orgullo. Pero, aun así, en el fondo de su mente, la pregunta persistía, irritante y corrosiva: ¿dónde estaba la niña?
Morgan limpió con cuidado el cuchillo, examinándolo hasta asegurarse de que no quedara ni una mancha. Luego levantó la mirada, suspirando profundamente, y revisó su traje oscuro para confirmar que no hubiera salpicaduras de sangre. Satisfecho con su apariencia impecable, salió del sótano hacia el majestuoso salón principal, donde la celebración de Nochebuena continuaba con todo su esplendor. En contraste con la brutalidad que acababa de desatar, aquel lugar irradiaba lujo y calidez, adornado con luces doradas y un árbol monumental repleto de regalos.
En la sala lo esperaba su flamante esposa, la oficial. Miranda, junto a sus dos pequeños hijos varones: Paolo y Michel Ferrara. Eran los legítimos herederos de Morgan Ferrara, los futuros líderes del clan del norte de Atlanta. Ambos muchachos, con sus ojos azules y cabello oscuro, reflejaban no solo el porte imponente de su padre, sino también una altivez innata que intimidaba a cualquiera. Mirarlos, era como duplicar una misma imagen, pues uno era el reflejo exacto del otro. A veces inclusive a sus padres, les costaba distinguirlos.
—¡Padre! —gritaron en coro al verlo regresar.
Corrieron hacia él y lo envolvieron en un abrazo entusiasta. Ante la sociedad, Morgan era un modelo de padre ejemplar, un hombre devoto a su familia y respetado por todos. Pero detrás de esa fachada, seguía siendo el mafioso despiadado que controlaba su imperio con mano de hierro.
—Niños, ya casi es medianoche. Vayan a buscar a sus primos y a los demás para abrir los regalos —les ordenó con una sonrisa serena, cargada de un afecto ensayado.
Los chicos obedecieron de inmediato, saliendo a toda prisa mientras Morgan se dirigía hacia Miranda. Ella estaba impecable, vestida con un vestido rojo de seda que resaltaba su belleza y presencia. Morgan la tomó suavemente por el mentón, inclinándose para besarla con intensidad, su lengua se enredó con la de ella, y la mujer jadeó, robándole el aliento.
—Dime —susurró Miranda, recuperando la compostura—, ¿ya acabaste con ella?
Morgan asintió con un ligero movimiento de cabeza. Su voz, cuando respondió, era fría y calculada:
—Sí, cariño. No quiso hablar.
La reacción de Miranda fue inmediata. Su rostro se endureció, y con un movimiento brusco, estrelló la copa de vino contra el suelo, sus ojos destellaban furia.
—¡Maldita sea, Morgan! Busca a esa mocosa ahora mismo. No quiero que una bastarda ilegítima aparezca algún día para reclamar lo que no le pertenece. —Le apuntó con un dedo acusador—. No se te olvide que, en un arrebato estúpido, le diste tu apellido, ¡imbécil!
Sin esperar una respuesta, Miranda dio media vuelta y salió al encuentro de los demás invitados, dejando tras de sí un rastro de perfume y desdén.
Morgan se quedó en silencio, sintiendo el peso de su error. La rabia que emanaba de su esposa solo amplificaba la frustración que llevaba consigo. Mientras los recuerdos de su insensata decisión lo atormentaban, sirvió una copa de vino y la bebió de un solo trago. Esa noche, mientras el mundo lo celebraba como el hombre perfecto, sabía que su verdadera batalla apenas comenzaba. La pequeña seguía desaparecida, y él no descansaría hasta encontrarla.