BIENVENIDOS A ESTA HISTORIA, QUE NO SERÁ UN ROMANCE ROSA, Y ESTARÁS LEYÉNDOLA BAJO TU RESPONSABILIDAD, PUES TENDRÁ ESCENAS DE SEX0 Y VIOLENCIA. PROTAGONISTAS DE DOBLE MORAL, GRISES EN TODOS SUS MATICES... ESTAS ADVERTIDO.
(Pero dale la oportunidad, te garantizo que no te vas a defraudar)
Su cabello rubio caía en suaves ondas sobre sus hombros, su piel más blanca que la nieve, y esos ojos azules, tan intensos que parecían estrellas capaces de iluminar el firmamento, otorgaban una belleza inigualable al rostro de Coralina McGregor.
Lejos de conocer los oscuros secretos de su pasado y criada por su abuela Sophia, se preparaba para ir a la universidad, un lugar que su madre había dejado completamente cubierto, incluyendo todos sus gastos, justo antes de su muerte.
—¿Ya te vas, mi amor? —preguntó Sophia, acercándose a ella y tomando el cabello de Coralina, tejiendo en una trenza. La joven se levantó del asiento, consciente de que estaba a punto de cumplir 21 años, negó con la cabeza.
—Ya me voy, abuela. Pero deja que mi cabello caiga suelto. Ya no estoy para trenzas.
Sophia la miró con melancolía y un toque de miedo. Desde la muerte de Elena, había vivido solo para cuidar de este tesoro que su única hija le había dejado.
—Está bien, hija, está bien. ¿Regresas temprano? —preguntó Sophia con un gaje de desconsuelo, mientras Coralina le acariciaba las mejillas y le daba un suave beso en la frente.
—No, abuelita, hoy no regreso temprano. He quedado para cenar con unos amigos. Perdóname, regresaré tarde, no me esperes despierta.
—Pero mi amor, estás en parciales finales, además, se acerca noche buena.
—Lo sé, abuelita, lo sé —respondió Coralina, restándole importancia. Tomó su cartera y, sin más palabras, salió de la casa. Subió a su auto y se dirigió a la universidad, donde cursaba segundo semestre de administración.
Sin embargo, esa joven se encontraba atrapada en los caprichos del amor. Unos ojos azules, tan profundos y misteriosos como el cielo mismo, idénticos a los suyos, habían robado su concentración desde hacía seis meses, ese hombre alto de cabello oscuro y cuerpo marcado, con rostro perfilado y mirada imponente. Estaba desviándola de su camino y, sobre todo, sumiéndola en una confusión tan grande que ni ella misma comprendía. Coralina iba a casarse, y su abuela no tenía ni idea.
Emocionada, estacionó el auto y corrió hacia él.
—¡Aquí estás, princesa! —gritó Paolo, lanzándose sobre ella y besándola con tanta pasión que le robó el aliento. Sus labios se encontraron en un beso voraz, que hizo que mariposas revolotearan en el estómago de Coralina.
Ella jadeó y, al separarse para tomar aire, le dijo con nerviosismo:
—Sí, aquí estoy. ¿Vamos?
—Claro —respondió él, tomándola de la mano, sacándola de la universidad. Ese día, Paolo tenía planes para ella.
Mientras tanto, en una mansión imponente en el exclusivo vecindario de Lacoste, en Buckhead, una docena de hombres y mujeres vestidos con trajes elegantes y guantes de tela blanca se movían por la sala como piezas de ajedrez, acomodando todo según las exigencias de Miranda Ferrara.
La mujer, poderosa y de presencia arrolladora a sus casi cincuenta años, con su cabello oscuro, ojos azules, tez blanca y cuerpo meticulosamente operado, guiaba con precisión el trabajo de sus empleados. Sus dedos se movían al ritmo de su mirada, buscando cualquier error que pudiera arruinar la reunión de esa tarde.
—¡No! ¡No! ¡Ya dije que odio las rosas, las odio! ¿Quién pidió traer rosas? —gritó, acercándose furiosa a los ramos de rosas blancas que habían llegado inesperadamente a la sala.
Los empleados se miraron entre sí, dudando en responder la pregunta de Miranda, pero nadie se atrevía a decir nada. Las rosas blancas estaban allí, apiladas una sobre otra, formando una montaña delirante de pétalos que solo aumentaba la confusión de Miranda.
—¡Ya! ¿Quién trajo estas rosas? —gritó nuevamente, y todos quedaron paralizados. Sin embargo, esa parálisis se transformó en un terror inminente cuando, desde las escaleras, apareció la figura de un hombre imponente. Su cabello castaño, ojos oscuros y piel ajada, se deslizaba con calma por los escalones, y cada uno de sus pasos resonaba como una sentencia aterradora que dejaba a todos sin aliento.
Morgan chasqueaba su tabaco, mientras la ceniza caía lentamente al suelo. Los años lo habían marcado, y sus dientes, amarillentos por el paso del tiempo, lo delataban. Su traje oscuro, hecho a medida con una precisión que solo los más obsesivos entendían, reflejaba su pasión por la perfección. Su caminar, imponente como siempre, aún revelaba el miedo que podía provocar en quien se cruzara con él.
—¿Qué son esos gritos, Miranda? No puedo fumar mi tabaco en paz —dijo Morgan, descendiendo con calma el último escalón, clavando su mirada en su esposa. Ella también le temía, pero había aprendido a controlarlo.
—Es que… —Miranda señaló con su largo dedo el montón de rosas blancas— mandaron eso. Sabes que odio esas malditas rosas blancas.
Morgan resopló, dejando escapar un largo suspiro. Caminó hacia las flores, observándolas con desdén. No tenían remitente, y al instante, un recuerdo fugaz le atravesó la mente, provocándole un leve estremecimiento, casi imperceptible.
—Bótenlas —ordenó con tono autoritario. En menos de un minuto, las rosas habían desaparecido.
Miranda, caminando con decisión, se acercó por detrás de él, rodeando su torso con sus brazos, rozando su rostro con el imponente cuerpo de su esposo.
—Gracias, cariño —susurró—. No quiero tener traumas esta noche. Hoy, por fin, Paolo traerá a su novia a casa, y celebraremos el compromiso.
—Como siempre, Paolo haciendo lo que le da la gana —murmuró Morgan, con amargura—. Me dejó plantado el matrimonio con Violetta, ¡maldita la hora! Estos dos muchachos sin control. ¿Dónde está Michel?
Miranda se separó de su esposo, cruzándose de brazos. Su rostro estaba marcado por la decepción, su expresión era como una sombra de frustración que no podía ocultar.
—En la universidad de leyes... él se cree intelectual porque usa lentes —dijo con desdén—. No vendrá al compromiso de su hermano, se quedará donde su prometida, esa estúpida de Valeria, la hija del concejal.
Morgan miró a su alrededor, sin comprender cómo, con toda su fiereza, sus hijos se habían salido de control. Ya estaba mayor, y sabía que debía dejar el mando de sus negocios de la mafia en manos de sus hijos. Pero la mafia no era un juego, no era fácil. Requería temple, decisión y, sobre todo, maldad. En ese mundo, el miedo no tenía cabida.
A vísperas de Nochebuena, siempre recordaba la última imagen de aquella mujer, ella vivía en sus pesadillas, en su mente, en su realidad y en su demencia.
—¿Un compromiso? ¿Cuál será la víctima de ese despiadado ser que has criado como hijo? —La voz de ella resonó en su mente, sentada en la silla frente a él, mirándolo con ironía.
La gran cicatriz que atravesaba su piel aún parecía fresca. Su rostro pálido era la prueba de que la sangre había abandonado su cuerpo, pero el cabello rubio, manchado por un tono escarlata, reflejaba la última imagen de sus momentos con vida.
—¡Cállate, perra! —Morgan gruñó.
Ella se desvaneció en el aire, y de repente apareció detrás de él, susurrándole al oído. La sensación fue escalofriante, como si la muerte misma lo acariciara. Su voz, fantasmal, cargada de resentimiento, y sus dientes podridos se sintieron como una amenaza indeleble.
—Yo estoy callada, es tu puta conciencia la que no te deja vivir —sus palabras fueron un cuchillo invisible que se clavó en el alma de Morgan. Un escalofrío recorrió su cuerpo desde los pies hasta la cabeza, y no pudo evitar gritar.
—¡Lárgate, maldita! —su grito reverberó por la habitación, dejando a todos a su alrededor paralizados, incluidos los empleados que se quedaron petrificados. Miranda, sorprendida, se giró bruscamente hacia él, señalándolo con el dedo, como si fuera responsable de la tormenta que acababa de desatarse.
—¿Otra vez con tus malditos ataques? —su voz se llenó de desprecio—. Debes visitar al psiquiatra. Por eso quiero que Paolo se case de inmediato, para que pueda hacerse cargo de esta familia. Tú ya estás perdido.
Miranda, al ver la incomodidad que su esposo generaba en la sala, giró sobre sus tacones y se dirigió hacia las mesas de centro, afinando los últimos detalles, como si nada hubiera pasado.
Paolo, el gemelo mayor, iba a casarse con esa mujer misteriosa que aún no había llevado a casa. A sus 27 años, era el encargado de continuar el legado de su padre, aunque el camino que había tomado no era el mismo que el de su hermano. A pesar de su parecido físico, uno estudiaba las leyes, mientras el otro las rompía sin remordimientos. Ellos solo eran idénticos físicamente.
Todo estaba perfectamente organizado para la reunión, y Paolo estaba preparado para asumir el control del imperio familiar. A su corta edad, ya era temido y respetado en el círculo que su padre había construido, y este compromiso era solo el paso final para que Morgan lo nombrara oficialmente el rey de Atlanta.
El reloj marcaba cinco para las seis. Miranda, con la mirada expectante, observó la llegada de su hijo favorito. Ajustó su traje y se retocó el labial rojo con precisión, preparándose para recibirlo, como si ese fuera el momento que todo lo cambiara.
A las afueras, una hermosa limusina se estacionaba frente al umbral de la imponente mansión.
Hecha un manojo de nervios, Coralina apretaba con fuerza la mano de Paolo. Antes de salir, había visitado a los mejores estilistas y costureros: su cabello estaba perfectamente peinado, su maquillaje impecable, y su vestido color perla, ceñido al cuerpo resaltaba cada curva de su figura.
Paolo fue el primero en salir del auto. Dando la vuelta, abrió la puerta con elegancia y extendió su mano para ayudarla a bajar.
—Hemos llegado, princesa —dijo con una sonrisa, y ella, sin dejar de apretar su mano, caminó a su lado. La puerta de la mansión se abrió ante ellos, y un ambiente de lujo y excentricidad los envolvió al entrar.
Coralina, sorprendida por tanto derroche y ostentación, parecía congelada en el tiempo. Los nervios la habían traicionado; y su firmeza la abandonó cuando más la necesitaba.
Al cruzar sobre la alfombra roja, su zapato se enredó y, en un desliz, cayó ferozmente, aterrizando justo frente a los pies del temido Morgan.
Sus ojos azules se estrellaron contra los ojos oscuros de Morgan, que ardían como el fuego del infierno. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y, por un breve momento, Morgan, al verla fijamente, palideció, como si hubiera visto un fantasma.
¿Dónde había visto esos rizos dorados? Se preguntó, inmóvil, sin siquiera ofrecerle una mano para ayudarla.