PASTEL

1628 Words
*** Luego de dejar a Yuki en su departamento, me aseguré de que haya entrado, para así tomar el camino contrario al que me dirigí anteriormente. Se estaba haciendo tarde, y tenía que resolver ese asunto lo más rápido posible para llegar a casa, antes de que mi hermano se diera cuenta. Caminé por unas cuantas manzanas, hasta que llego a un viejo almacén. Lo observo por unos instantes. Después, miro disimuladamente alrededor, asegurándome de que, efectivamente, estaba solo. Comprobando ya que no había nadie que pudiera resultar una molestia, me apoyo en la pared de manera disimulada, como si en realidad, me hubiese detenido a descansar. Golpeo tres veces la descuidada persiana metálica, llena de graffitis y un poco oxidada, para que me abran de una vez. Pasados un par de minutos, veo que ésta se levanta, quedando suspendida sólo unos cuantos centímetros sobre el suelo. Me quito la mochila que llevaba de la escuela y me acuclillo para poder pasar. Ya adentro, me encamino hacia una mesa, también metálica, iluminada por un débil foco amarillo, la única luz que brillaba en ese sórdido depósito. Allí sentados, me esperaban dos seres repugnantes, con los que hubiera preferido jamás haber cruzado caminos. Éstos me examinaban con una mueca que combinaba impaciencia y desagrado. Pero no me importaba en lo absoluto. El sentimiento era mutuo. Sin embargo, ellos no eran los únicos que se encontraban en aquel lugar. Desde un rincón, me observaba fríamente quien se había convertido en mi peor pesadilla. La causa de mis insomnios. La sombra detrás de todas mis acciones y pensamientos. En esa esquina, estaba el que ahora jugaba el rol de celador y verdugo de mi miserable existencia. Mi tormento, mi dolor, mi odio y temor más grande. La escoria que hizo de mí alguien que cualquier persona aborrecería. Que a mis padres y hermano decepcionaría. Esa persona, que me escrutaba desde lejos, era quien había transformado a un chico inocente, en un mentiroso, hipócrita, fementido, chantajista y ventajero. En un maestro de la actuación y el engaño. Era quien eliminó todo rastro de lo que solía ser ese joven soñador y entusiasta, para dar lugar a algo completamente diferente. En resumen, me transformó en una basura, otra desalmada porquería, al igual que él. Sentado en una silla que hacía juego con la mesa, permanecía sereno el gran Cazador, acompañado de su fiel perro, los cuales me estudiaban de pies a cabeza con ojos acechantes. Esos ojos que tiene un depredador cada que tiene a su presa en la mira. Y, siendo sincero, cuando ese ser se hacía presente, me veía a mí mismo como una cebra, siendo vigilada por un feroz león, el cual espera paciente la oportunidad perfecta para atacar. No importa el modus operandi que tenga cada predador. No importa qué víctima se dedique a cazar. Todos se caracterizan por una cosa en particular: buscan la debilidad. Fijan su atención en lo vulnerable, porque es en donde pueden clavar con mayor efectividad sus colmillos. Sacan un mortífero provecho de la flaqueza, ya que les permite ahondar con sus garras, hasta dejar la cicatriz más profunda. No hay manera de pasar desapercibidos del todo. Ellos afinan cada uno de sus sentidos para detectar, para sentir a sus potenciales víctimas. Para saber exactamente qué hacer con ellas, dónde lastimarlas y cómo. En conclusión, están diseñados para acabar con cada ser viviente que caiga en sus fauces. Algo así me pasó a mí. Por débil, endeble, vulnerable... Por idiota, caí en las fauces del león, que ahora jugaba conmigo cual gato juega con un ratón, mientras se debate con diversión cuando terminará con el dichoso pasatiempo, que a veces parece nunca acabar. Honestamente, ya ansiaba irme. Ir a casa, y hacer como si nada hubiese pasado. Ver a mi hermano. Preguntarle cómo estuvo su día, y cómo le iba en la Academia. Pero, por haber cometido tremenda estupidez ese día, ahora tengo que atenerme a las consecuencias... 2 años antes... Hace aproximadamente un mes, llegamos con mi hermano a Tokio. A pesar de que me generó algo de ilusión saber que nos mudaríamos a la ciudad que toda mi vida soñé con conocer, no podía olvidar la razón por la cual nos fuimos de nuestro pueblo natal. Ese recuerdo, esa opresión que sentía en el pecho, opacaron todo rastro de alegría en mí... Dicen por ahí, que solemos olvidarnos que el tiempo no se detiene. Que la vida se puede escapar en cualquier momento. Que los seres que amamos y apreciamos tampoco duran para siempre. Es una realidad triste, tanto, que duele. Duele en el alma y en el corazón. Como una herida profunda, que cala hasta lo más recóndito de nuestro interior y se quema, siendo incapaz de desvanecerse. Y lo peor de todo es que, de esas lesiones no te libras tan fácilmente. No terminas de descubrir cuánto daño te hace, ni cuándo el sufrimiento decidirá poner punto final al asunto... Sólo te resignas a dejar que el tiempo haga lo suyo. En la mayoría de los casos, te estanca. Te sumerges en un caos emocional, del que difícilmente escapas. En otras ocasiones, te permite seguir adelante, pero con el recuerdo tan presente, que ya nada es como antes. Y, sólo en muy contadas oportunidades, te da la posibilidad de levantarte. Dejándolo todo atrás. Juntando los pedazos rotos para combinarlos en algo mucho mejor. Te da la fortaleza de volver a afrontar la vida, sin miedo por lo que vendrá, con la vista hacia la luz del sol, para nunca volver a ver la sombra. Nos transformamos en la mejor versión de nosotros mismos. Una que no admite caídas ni fracasos. Tanto Isamu como yo estábamos dispuesto a ser de ese tercer grupo. Recuperaríamos la fuerza después de este duro golpe y saldríamos adelante, como nuestros padres lo hubiera querido. Los haríamos sentir orgullosos. Estén donde estén. Era viernes. Hoy resultó que salí antes del instituto. Uno de los profesores tuvo una emergencia y no encontraron a alguien que lo reemplazara. A pesar de que me agradaba asistir a clases, me alegré de terminar por adelantado mi jornada, porque así podría pasar más tiempo con mi hermano en su cumpleaños. Para él es sólo un día más, pero creo que papá hubiera querido que lo celebráramos, como hacemos cada año. La pasábamos muy bien. Aunque sabía que no iba a ser lo mismo sin él, estaba emocionado. Hasta había decidido comprarle un pastel sorpresa como regalo. Que piense lo que quiera, pero 20 años son 20 años. Así que, con el poco dinero que tenía ahorrado, fui directamente a la pastelería que quedaba de camino a mi casa, una vez que salí de la escuela. Iba tranquilo, con una sonrisa en el rostro, sosteniendo feliz el pequeño pero bellamente decorado pastel en mis manos, cuando creí escuchar un grito de auxilio. Al principio lo ignoro, ya que asumo que es mi imaginación, pero cuando ese grito comienza a repetirse una, dos, tres veces, me alarmo, y decido ir hasta donde supuestamente provenía el sonido. Era un oscuro callejón, muy profundo. Diría que demasiado. Y ,para completarla, tampoco tenía salida. Se asemejaba más a un túnel que a otra cosa. Cuando me acerco un poco, me doy cuenta que no era sólo una la voz que hacía eco en aquel lóbrego pasadizo. Me escondo detrás de un contenedor de residuos, y quedo completamente petrificado ante la escena que se desenvolvía ante mí. En aquella sucia callejuela, se encontraba un joven, tirado en el suelo y cubierto de sangre. Era de unos veintitantos años, supuse, y estaba siendo brutalmente golpeado por dos matones corpulentos. Tipos, que se valían de un bate de béisbol cada uno y de sus enormes piernas para abatir al pobre chico. Al parecer, mantenían una discusión. O por lo menos, los dos hombres le hablaban entre insultos, mientras que él, solo imploraba que le tuvieran piedad. No podía oír claramente lo qué decían, no sólo porque estaban bastante alejados de mí, sino por el estado de shock en el que me hallaba. Jamás había presenciado un hecho tan violento. Sentía como un escalofrío recorría toda mi espalda. Como las piernas y manos me temblaban. Apenas podía sujetar el paquete que traía. Estaba muerto de miedo. Quería salir corriendo de ahí, pero mi cuerpo no respondía, y mi respiración se agitaba. Quería gritar, pero una fuerza semejante a unas gigantescas y pesadas manos tapaban mi boca, impidiéndome emitir sonido. Pero la gota que verdaderamente rebalsó el vaso, fue cuando divisé la cara de aquel muchacho, su mirada suplicante llena de dolor, y su expresión de horror, mientras su cabeza era finalmente destrozada por el largo objeto de madera. Al observar ese panorama, me sumí en un hondo marasmo. Tan denso, tan grande, tan profundo, que no advertí que dichos hombres, además de haberse percatado de mi presencia, ya se acercaban a mí a paso veloz. No sé en qué momento reaccioné, pero de un segundo a otro, me hallaba corriendo. Rápido. Muy rápido. Tanto como me daban las piernas. Rogando al cielo que no me alcanzaran. O que simplemente, cambiasen de opinión, y dejaran de perseguirme. El pastel hacía rato que había quedado atrás, tirado en el inmundo piso, para luego ser devorado por algún perro que estuviera de paso, o las mismas ratas que allí moraban. Mientras lágrimas se deslizaban sobre mi rostro, sentí cómo me tomaban de mi uniforme con fuerza, y con un paño, cubrían mi boca. Mi vista comenzó a nublarse, mis piernas a fallarme... Lo último que recuerdo, es a un sujeto con la cara atravesada por una cicatriz, y los ojos más temibles que había visto en mi vida. Luego, todo se torna negro...
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD