MOSCÚ, RUSIA. La italiana tragó saliva al sentir como la sujetaba de la muñeca y le observaba como si estuviera a punto de perder el control con ella. Tuvo miedo, pero esos ojos no siempre fueron así y ese temperamento se desataba por razones muy dolorosas. —No es fingida. Realmente me preocupa. —Sal de aquí—le ordenó. La soltó. No quería que le dijera, que le preocupaba. No quería tenerla allí mirándolo con esos ojos. ¡Quería que se fuera y que dejara de joderlo para siempre! —Sal. —No. —¡Que salgas de aquí, maldita sea! ¡No me hagas sacarte a rastras!—gritó haciendo temblar la determinación de su esposa, quien estaba teniendo conflictos internos, cargados de miedo que casi la hacen salir corriendo al ver su rabia. No podía tenerle miedo, no era el caso. —No quiero. Ese