Le hice guardia a Daniela, con la intención de disculparme con ella, hacer las paces, disculparme y hasta pensaba ponerme de rodillas para que me perdonase, por varios días, terco y empecinado, incluso soportando intensas garúas y vientos huracanados, pero nunca coincidíamos. O ella salía demasiado temprano o regresaba muy tarde a su casa. Antes de irme al estadio me daba una vuelta por su casa, y al salir de trabajar, me quedaba muchas horas parado en la esquina, aguardando que llegara, pero ella nunca aparecía. Me sentía mal por todo lo que había ocurrido y lo que quería era reconciliarme y también, pues, disfrutar de sus intensos labios rojos que me tenían desquiciado. Necesitaba, con urgencia, volver a besar su boca.
No sabía qué hacer, en realidad. Le escribí varias notas y las pasé debajo de la puerta, pidiéndole disculpas por lo ocurrido, también compré tarjetas de amor en el mercado y las pasé, igualmente, por la rendija de la entrada. No sé si las leería o las rompería o las tiraría, pero yo tenía fe en que ella terminaría por disculparme de lo que había hecho.
Y justo cuando ya estaba por rendirme, vencido, humillado, derrotado, exánime y hasta muerto en vida, apareció ella, bajando del tranvía, cargando varios cuadernos, con sus lentes corridos hasta la punta de su nariz y su cartera grande, enorme, colgando del brazo. Estaba demasiado hermosa, sensual y sexy. Parecía una gaviota grácil descendiendo vuelo, queriendo aterrizar entre las olas de una paradisíaca playa. Corrí entusiasmado, de prisa, dando tumbos, trastabillando, para ayudarla. Mi corazón latía de prisa y sentía una música celestial arrullando mis sesos con devoción y encanto.
Ella me miró con cara de pocos amigos. Alzó su naricita, incluso mientras yo le sujetaba todos los cuadernos, con mucha galantería y afán.
-Te he venido a buscar varias veces-, le dije, sonriente, tratando de mostrarme natural y distendido, aunque por dentro vivía un verdadero infierno.
-Sí, ya me di cuenta con tus notas y tus tarjetas-, dijo ella, arreglando sus pelos, apareciendo igualmente indiferente.
-Estás muy bonita, hoy-, intenté ser seductor.
-Mentiroso-, rengó ella chirriando sus dientes.
-En serio, me gusta tu pelo así, suelto, aleonado, es muy sensual-, dije mirándola y admirándola, vencido a su mágico encanto.
-Estoy despeinada, zonzo-, me increpó mella arrugando su frente y chasqueando su deliciosa boca.
Daniela abrió la puerta de su casa y pisoteó la última nota que le había pasado por la puerta. Ni la miró. Me pidió que le diera los cuadernos, me agradeció la ayuda y pretendió cerrar la entrada pero yo no le dejé. Me aventé sobre su boca y la besé en forma apasionada, con emoción, estrujando sus labios, sujetando con firmeza sus brazos para que no pudiera defenderse.
-¿Crees que un simple beso me hará olvidar tu encuentro pasional con esa mujer?-, me increpó ella dándome un empellón, recuperando la iniciativa, desatándose de mis manos..
-Ella es una actriz famosa, volví a defenderme, es todo un orgullo para cualquiera besar a una famosa actriz, me dejé llevar por la emoción, pero entre nosotros no hay nada, ella tiene un millón de hombres a sus pies, actores muy hermosos y millonarios-, le subrayé.
-Yo no la conozco. Para mí esa mujer no es famosa-, arrugó Daniela su boca malhumorada. Yo me metí a su sala y volví a tomarla de la cintura.
-Eres muy confianzudo, ¿lo sabías?-, estrujó ella su frente, mirándome envalentonada.
-Solo cuando estoy junto a la mujer más hermosa del mundo-, enfaticé convencido y volví a besarla con mucho encono y pasión.
Ésta vez, Daniela correspondió a mi beso. Puso sus manos en mi pecho y cerró los ojos. Alzó su rodilla hasta mis caderas y yo seguí besándola febril y vehemente, disfrutando de sus deliciosos labios.
Al final, tuvimos una noche mágica, esplendorosa. Uno a uno fui descubriendo sus mágicos encantos, sus curvas bien pinceladas, sus caminos largos y lozanos, sus acantilados empinados y toda la magia que ella tenía escondida detrás de sus ajustadas ropas.
Le bajé la cremallera del vestido y miré y admiré, otra vez, su proverbial encanto, sus pechos alzados, redondos, gráciles, pidiendo a gritos que los lamiera y mordisqueara. Mis manos fueron por sus muslos tan lisos, suaves, encantadores y eso me hizo encender aún más el deseo de conquistarla, profanarla y llegar a sus más recónditos límites de su vasta y deliciosa geografía.
Así fui conquistando cada centímetro de su cuerpo con mis besos, mis caricias. Le saqué el sostén y quedé hipnotizado con sus pechos duritos, igual a globos inflados, flotando en el aire, sabrosos tanto que los lamí febril como un lobo hambriento. Ella gemía y suspiraba con mis besos y caricias, soplaba candela en su aliento, exhalaba las llamas que calcinaban sus entrañas, convirtiéndola en una antorcha enorme, chisporroteando fuego por todos sus poros.
Me deleité con su tersura, con la suavidad de su piel, con el fuego que brotaba en cada rincón de su cuerpo y que, juntado a mis llamas, nos hizo una enorme tea de pasión y emoción incontrolable.
Sacarle el calzón también fue una melodía romántica que nos abrazó en el éxtasis. Y, así, en medio de tanta efervescencia, empecé a avanzar hacia sus entrañas con devoción, convertido en un caudaloso río que invadía sus vacíos con el torrente de mi vehemencia, mi febrilidad, superando las fronteras más lejanas de sus abismos, llegando a recónditos parajes que, jamás, me hubiera imaginado.
Y ella era, en efecto, una geografía impresionante de encantos, de cerros empinados, majestuosos valles, cordilleras amplias, cascadas sensuales, lagos y oasis de pasión y ternura, de inmensas lomas y muchas curvas que me sumió en la hipnosis en el momento exacto que fue mía.
Daniela gritó febril cuando alcancé sus límites más lejanos y eso fue una campanada tan deliciosa que me hizo sentir dueño del mundo, el máximo conquistador de la historia, el aventurero más grandioso de todos los siglos.
Ella se arranchaba los pelos emocionada, sintiendo la erupción de mis deseos invadiendo sus entrañas, perdiéndose en esos deliciosos abismos que paladeaba excitado y enamorado, rendido a tantos encantos que me prodigaba esa mujer tan dulce y encantadora.
Daniela se desplomó exánime y abatida sobre la cama, en el momento mágico que la hice completamente mía, pero yo seguí devorándola, afanoso, saboreando sus pechos, alcanzando hasta sus poderosas posaderas, redondas y firmes que me entusiasmaron aún más y volví a invadir su intimidad igual a un chorro que la estremeció, la hizo delirar, al extremo que parpadeó angustiada, exhalando candela en su aliento, con el fuego desbordándose por sus poros, en su respiración, en sus gemidos y suspiros. En todo su ser.
-¿Me perdonas?-, suspiré tumbado sobre sus pechos, acariciando sus muslos, lamiendo su ombligo una y otra vez.
-Jamás-, dijo ella también suspirando y soplando fuego en su aliento.
-No sabes, entonces, que maravilloso es que estés enfadada conmigo, me encanta-, seguí yo respirando febril y acelerado.
-Entonces sigue así-, echó a reír ella y comenzó a besar mi cuello y lamer mis bíceps con la furia de una fiera devorando su presa.