A mi papá le gustaba mucho el fútbol. A mí nada. A Lisseth tampoco, pero esa tarde mi padre llegó haciendo una fiesta porque le habían regalado tres entradas para el clásico y quería ir con nosotras dos al estadio.
-¡¡¡Noooooooooooooooooo!!!-, dijimos las dos a una voz, pero mi padre estaba tan entusiasmado y alegre que no entendía razones ni quejas, por el contrario, ordenó que ese domingo almorzáramos temprano y que nos pusiéramos hermosas para ser la sensación en las tribunas.
-Tengo que ir al diario-, mentí, tratando de salir del paso, pero mi papá estalló en carcajadas. -Ya llamé al señor Galerreta y me dijo que descansas domingo y lunes-, sonrió largo.
Grrrrrr, restregué los dientes furiosa, sintiéndome derrotada.
Lisseth me sacó la lengua y le dijo a papá que tenía que estudiar mucho porque estaba en exámenes en la universidad.
-Je je je, echó a reír mi padre, ayer llamó tu amiga Giovanna y me informó que los exámenes culminaron la semana pasada. Y ahora que recuerdo tú nos pediste pediste durante esos días que nadie te molestara mientras estudiabas, así es que ahora estás libre para ir al estadio je je je-
Perdimos. Lisseth y yo nos miramos boquiabiertas y con los pelos en punta y volvimos a gritar aterradas -¡¡¡Noooooooooooooo!!!-
No teníamos escape.
-Pero no se preocupen, chicas, mis amigos con los que compartiremos el palco, llevarán a sus hijos que son unos chicos muy guapos., anunció divertido mi padre.
Bueno, al menos no la pasaríamos tan mal después de todo, acompañados por esos muchachos lindos, aceptamos a regañadientes Lisseth y yo.
El sábado llegué tarde a la casa. Hubo un incendio atroz en una calle céntrica de Lima, y tuve que subir los videos que me mandó Marifé y los textos que enviaba por w******p, Claudia Sandrini, desde el lugar de los hechos, así es que tenía la cabeza que me daba vueltas y estaba casada y malhumorada. Mi papá me esperaba, sin embargo, con una gorra fea, de esos que usaban los joker para divertir al rey. -Mira lo que compré, para que lo lleves mañana al estadio-, se divirtió poniéndomelo en la cabeza.
-Ni loca uso eso en el estadio-, le dije furiosa, pero mi padre me tomó muchos selfies y se lo mandó a nuestros tíos y a sus amigos.
-Ay, qué pesado mi padre-, me fui a duchar antes de cenar y acostarme.
Mamá se lució con el desayuno del domingo. Hizo hígado frito, hummmmmm, mi preferido. Corté de inmediato mis panes, los unté con el juguito y le puse a cado uno su lengua respectiva y los paladeé con deleite. Lisseth intentó una última salida vana para salvarse de ir al clásico.
-Mi amiga Wilma está enferma, debo ir a su casa a acompañarla, dice que se siente muy mal-, le dijo a mi padre, mientas ella hacía sus panes con el hígado frito.
-¿Wilma no es la que se fue a vivir a Estados Unidos?-, malogró mi madre todo el plan de Lisseth. Mamá saboreada su café con leche.
-Frita pescadita-, reí de buena gana y mi hermana furiosa me tiró las migajas de pan esparcidas en la mesa.
Mi padre nos ordenó salir temprano con destino al estadio. -Habrá mucha gente y tendré que dejar el carro lejos de las tribunas-, nos advirtió. Yo me había puesto un jean bien pegado, zapatillas y una camiseta blanca. Hice una cola grandota con mi pelo y llevé mis lentes negros y esa horrible gorra que compró papá. Lisseth optó por unos leggins negros, zapatillas blancas y una camiseta verde sin mangas. Prefirió hacerse un moño con su pelo y llevaría un kepí al revés.
En efecto, papá tuvo que dejar demasiado lejos el carro del ingreso al estadio. Había infinidad de autos estacionados, sin lugar, siquiera para un alfiler. Así, a regañadientes, nos desplazamos entre la multitud que parecía un río humano, avanzando a todo tren hacia las puertas de entrada a las tribunas.
-No me suelten-, pidió mi papá, asiéndose fuerte de nuestras manos, una a cada lado. El torrente de ese río humano era demasiado caudaloso, se desplazaba incontenible y nos arrastraba como barcos a la deriva. Yo solo veía muchas cabezas y escuchaba gritos, cánticos, insultos y se alzaban muchísimas banderas de diferentes colores.
Las filas para ingresar eran enormes y se extendían, incluso, varias cuadras entre empellones, maldiciones y golpes. La policía no se daba abasto. Repartía varazos para mantener el orden, pero los empujones e insultos continuaban y habían gritos destemplados. Mi papá había conseguido entradas en palcos y eso nos permitió ingresar rapidito, por uno de los laterales, hacia la puerta cuatro del estadio más grande del país.
El escenario reventaba, en realidad. Las tribunas estaban colmadas, el bullicio era infernal y retumbaban bombos y cornetines peor que truenos. Era una fiesta de mucho color y pasión sin embargo.
-Ya no hay espacio para nadie, dijo boquiabierta Lisseth, ¿y toda la gente que está afuera?-
El palco que nos correspondía era grande, súper cómodo, con una veintena de butacas de cuero y un balcón donde se veía toda la cancha. Tenía una salita y un bar aunque estaba vacío, y también un baño elegante. Los cinco amigos de papá, con los que compró los boletos del palco, se emocionaron apenas lo vieron y se abrazaron. Habían venido súper temprano, junto a sus hijos que estaban ya instalados, tomando gaseosas, tirándose el pop con y jalándose los pelos eufóricos y frenéticos. Ninguno de los chiquillos pasaba los 15 años. Lisseth y yo nos miramos con las caras ajadas. -¿Y los chicos guapos que nos prometieron?-, renegamos desilusionadas.
Papá nos escuchó y rompió en risas. -Yo soy el más viejo de mis amigos, pues hijas ja ja ja-, dijo, sirviéndose cerveza con ellos, brindando, haciendo bromas y contándose chistes de todos los colores.
No la pasamos mal, tampoco. Uno de los amigos de papá había traído chorizos y perritos calientes, otro una parrilla eléctrica, alguien botellones de gaseosa y uno más, panes a granel. Hummm, fue una orgía de fritura. Mientras los jugadores se rompían el alma en la cancha, en medio de los desenfrenados gritos de los aficionados, Lisseth y yo nos llenábamos las panzas con los sánguches y las bebidas, hasta quedar igual a hipopótamos tanto que no podíamos, ni siquiera, movernos.
El partido se tornó violento, con patadas, empujones y hasta peleas, que enardecida me puse a gritar, -¡pégale! ¡pégale! ¡pégale!-, haciendo reír a todos.
Lisseth también se contagió también de la efervescencia de las graderías y saltaba, gritaba, se jalaba los pelos, sin saber en realidad qué es lo que pasaba en la cancha.
-Tus hijas son bien fanáticas-, murmuró uno de sus amigos, admirado de nuestros gritos desenfrenados.
-¿Me creerás que a ninguna de ellas les gusta el fútbol?-, sonrió mi padre.
Los insultos iban y venían pero no habían goles. En el entretiempo, los doce muchachos que colmaban las butacas del palco donde estábamos se enfrascaron en discusiones enardecidas si había sido offside, que el líbero jugó mal, que necesitaban poner un stopper y que el VAR no servía para nada. Ni sabíamos de qué hablaban.
-Yo creo que el linesman es ciego-, opinó Lisseth, comiendo del pop corn.
-Ya ven, ya ven, repetía, un rubiecito de muchas pecas, de unos trece años, ella sabe más de fútbol que todos ustedes juntos-
Lisseth me miró y como siempre me sacó la lengua, sintiéndose triunfadora.
En el segundo tiempo hubo un gol de no sé quién y Lisseth y yo nos abrazamos, gritamos, saltamos, aullando frenéticas, contagiadas de la emoción que repicaba en todo el estadio.
-Ahhhhh, tus hijas son de ese equipo-, se sorprendió otro amigo de papá.
Mi padre abrió una lata de cerveza. -Te dije que ellas no saben nada de fútbol-, siguió él riéndose.