La mujer de hermosa apariencia estaba sentada en la parte derecha y trasera del vehículo, que se mantenía en movimiento. Era una ilustre, poderosa y respetada magnate del país, conocida por varios apodos que se había ganado sin esfuerzo, ya que su pésimo carácter y su ególatra personalidad eran de nacimiento. Reina tirana. Bruja despiadada. Harpía sin corazón, y pronto se añadirían dos más a la lista. Su nombre era Hebe Harden y poseía la belleza de una diosa griega y un aspecto joven referente a su verdadera edad, pues en dos años estaría por cumplir los cuarenta. Sin embargo, había sido bañada con la gracia de los inmortales que demoraba su vejez. Lucía un elegante traje de sastre de tono beige con una blusa blanca por dentro. En las etiquetas estaba escrita la etiqueta: Horyón. En el interior del coche era frío por el aire acondicionado, a pesar de que afuera la temperatura era alta. Sus ojos marrones, claros, eran protegidos y resguardados, por unas gafas, cuyos lentes se tornaban de azul al estar expuesta a luz del monitor. Mantenía su bello rostro inflexible. Su cabello larga cabellera rubio, ondulada, caía por delante de sus hombros y reposaba de manera deslumbrante en su torso. Veía en la tableta tecnológica distintos modelos masculinos que, eran candidatos. Leía a detalle la descripción de cada perfil. Se tomaba todo el tiempo del mundo para revisar lo que ellos hacían, desde sus gustos, aficiones, profesiones, apariencia y demás cosas que colocaran. No buscaba a alguien que fuera atractivo, pero desordenado y poco intelectual; aborrecía la desorganización y la estupidez humana. Bueno, en realidad, detestaba casi todo y era poco lo que le llamaba la atención. Nada interesante, pensó, con su semblante indiferente. Pasó el dedo por la pantalla para leer el siguiente. Así había estado desde hace varios meses; con su índice arrastrándose por el vidrio táctil, comprobando la información de las cuentas de esos hombres, cuya edad oscilaba entre los veinticuatro y cuarenta años, pues los necesitaba en la cúspide de la juventud o que no fuera tan mayores. Además, si alguno pasaba la primera prueba, existía un segundo requisito que todavía era más difícil de hallar y que reducía la probabilidad de encontrar al que necesitaba, para su propósito. Era como buscar una aguja en un océano de paja, por lo que su indagación era una misión imposible de completar y de concretar; ya poco a poco, iba perdiendo la esperanza. Suspiró con resignación; ninguno de ellos le causaba una gran impresión y mucho menos cumplían la condición principal, que, si alguno tuviera, podría debatirse en sí haría caso omiso de lo estético e intelectual. Siseó de forma automática en un sonido de molestia. Estaba mintiendo, no ignoraría ningún requerimiento para cumplir su más preciado sueño y aspiración. En la mayoría, no había un equilibrio entre sus virtudes, ya que los que hallaba; eran intelectuales, pero no practicaban deporte o no hacían ejercicio, o los que eran atléticos y con buen estado físico, no tenían buenas notas, y los pocos que sí mantenían una igualdad, no eran de su agrado. Mejor adoptaré un perro, se dijo, ante la odisea que estaba atravesando. Realizaba sonidos con su boca fastidio, por no poder encontrar a quien necesitaba en ningún lugar.
El auto se detuvo, debido a que el semáforo se había puesto en rojo. Observó a través de la ventana translúcida. El sol alcanzaba su cenit, derramando una luz brillante que abrigaba todo. Era quince de junio del calendario y el reloj marcaba las dos y treinta de la tarde en la bulliciosa metrópoli. En el centro de la ciudad, la plaza principal se convertía en el epicentro de la actividad diurna. Un mosaico de personas se congregaba en la amplia explanada, algunas sentadas en los bancos de piedra, madero u otro material bajo los árboles que ofrecían sombra y frescura, mientras otras paseaban por los senderos adoquinados. El zumbido constante de conversaciones animadas y risas llenaba el ambiente, intercalado con el melodioso sonido de músicos callejeros que añadían un toque artístico a la escena. Las tiendas y boutiques que rodeaban la plaza exhibían sus mercancías en elegantes mostradores. Desde cafés acogedores hasta tiendas de moda, todos estaban abiertos para recibir a los curiosos transeúntes que buscaban disfrutar de un momento de relajación y de compras. En los alrededores, los edificios se alzaban de manera majestuosa, combinando arquitectura moderna y clásica en una amalgama de estilos. Se elevaban hacia el cielo, reflejando los rayos dorados del ardiente astro de luz, mientras que otros mostraban su antigua grandeza con detalles ornamentales y balcones floridos. En las calles, el tráfico fluía de forma incesante. Coches, autobuses y bicicletas compartían el espacio, creando un constante murmullo de motores y bocinas. Las señales cambiaban de luces, regulando el paso de vehículos y peatones que se apresuraban en sus quehaceres cotidianos. Entre toda esa multitud estaba ella, la diosa la juventud, con un carácter terrible y un personalidad soberbia y altiva.
Ms. Harden se sumió en sus pensamientos. ¿Por qué era tan difícil encontrar al adecuado? ¿Y cómo debía ser el pertinente? Alto, de entre uno setenta, ochenta o de noventa, de ojos azules, cabello dorado, que… Guardó silencio en su cabeza. ¿Qué era lo que estaba diciendo? Esos debían ser los arquetipos de una muchacha adolescente. Se reprendió a ella misma. Ni siquiera sabía cómo debía ser el apropiado. Solo era exigente y estricta, pues así era su personalidad y era la que la había encaminado hacia el éxito y cargo en que se encontraba. Sin importar que, hubiera nacido con beneficios, no muchos sabían mantenerse en la cima. Mas, por un instante recordó que, en el pasado, había conocido a alguien que era muy lindo, por lo que el modelo que quería, se basaría en aquel hombre. En su cerebro, se había quedado grabada la figura, la cara y el molde del que había sido su única predilección masculina, y había sido platónico, ya que a la edad que lo había conocido, no había nacido en ella ni la más mínima atracción amorosa o de otro tipo; nada más pensaba que, era el más hermoso de todos los que había conocido, pues le inspiraba confianza y seguridad, además de que era muy inteligente y carismático. Quizás, de manera inconsciente, había estado tratando en encontrar al candidato que más se pareciera a él. Sí, y ahora es que lo aceptas, se dijo a ella misma. Pero, grande era su desilusión y su desesperanza, porque no había nadie que se le acercara un poco a la belleza de aquel joven que vivía en su ser y que se mantenía de la misma edad, como si fuera un inmortal. Aunque, la realidad era muy distinta a la fantasía y a la imagen que se preservaba en ella, puesto que, él ya no era tan muchacho; en esta fecha, ya debía estar en más de los cincuenta. ¿Qué había ocurrido con él? ¿Se había casado y había tenido hijos, uno o más? ¿Se había divorciado o enviudado? O Quizás, ya había muerto. Nunca llegó a hablar con él, solo lo había observado desde la distancia. En fin, eso no era de su incumbencia, ni tampoco averiguaría para saber lo que le había sucedido. Eso era tema muerto y no estaría estancada en el pasado, solo tomaría la nítida evocación que había quedado almacenada y sellada en su ser. Este tema era algo que nada más conoció ella y nadie más: “el corazón de una mujer es un profundo mar de secretos”, Rose Dawson. ¿Cómo era que se llamaba? No estaba segura. Habían pasado tantos años que no hacía memoria de aquella época, que sus recuerdos estaban lejos, en lo referente al nombre, ya que el aspecto de aquel hombre lo distinguía con claridad. Hadriel, no, Hermes, tampoco, Heros, no, parecía llevar una “i”. Inhaló y se mantuvo de esa manera por varios segundos. Luego, expulsó el aire que había acumulado por la boca. Hedrick, era más cercano, pero tampoco era ese. Volvió a repetir la misma acción, esta vez, cerrando sus parpados. Obtuvo un estado de relajación y supo que también debía entonar el sonido de una “n” y una “r”. Entonces, luego de pocos minutos de reflexionar sobre el asunto, en un rápido destello, el nombre se aclaró en su cabeza, revelando todas las letras que se habían mantenido ocultas. Abrió sus ojos, que centellaron por un instante al obtener la respuesta que se había tardado en llegar a ella. Pero Ms. Hebe Harden siempre obtenía lo que quería, mientras no dependiera de agentes externos para conseguirlo. Todo estaba a su orden, dónde y cuándo lo dispusiera. Ese era la suerte y privilegio con la que había nacido.
—Heinrich… —musitó de manera lenta al recordarlo. ¿Y su apellido? Sí, era cierto. Este llegó a ella atado en cadena a su reciente reminiscencia que le había costado un poco traer a flote—. Drexler.
Ms. Harden decretó que, sin duda alguna, alguien como él sería su candidato ideal. Si no fuera un señor mayor y que era muy probable que estuviera casado y con hijos. Era poco factible que se hiciera joven, como arte de magia de la noche a la mañana, para poder alcanzar su más grande anhelo, su único deseo; el que quería con mucha intensidad y en el que estaba dispuesta a agotar toda su fortuna con tal de hacerla realidad. Los años seguían pasando. Y, aunque, se sentía igual que en su juventud, hermosa, radiante y llena de energía, y con la suficiente salud para afrontar un estado delicado y de cuidado como esa. A sus treinta y ocho estaba en la cúspide de su vida, era por ello que el querer de su ilusión se había disparado, hasta un punto que necesitaba hacerlo realidad, sin importar el método que utilizara para volverlo un hecho. Aguardaba al hombre correcto y el indicado, para que la ayudara a transformarlo en una hermosa y codiciada realidad, y así, luego de muchos años de haberlo decidido y de haberse dado en la búsqueda, por fin dejara de ser un sueño. Aunque, todavía permanecía inalcanzable para ella, incluso, con sus billones, convirtiéndose en una fantasía imposible hasta la fecha.