CAPÍTULO CINCO Desde los escalones del templo de la Diosa Enmascarada, de pie preparado en su cima mientras esperaba a que empezara el funeral de su madre, Ruperto observaba la puesta de sol. Se extendía en tonalidades de rojo, tintes que le recordaban demasiado la sangre que había derramado. Esto no debería molestarle. Él era más fuerte que eso, era mucho mejor que eso. Aun así, cada vez que se miraba las manos le venían recuerdos del modo en el que la sangre de su madre las había manchado, cada momento de silencio le traía de vuelta el recuerdo de sus jadeos mientras la apuñalaba. —¡Tú! —dijo Ruperto, señalando a uno de los presagiadores y sacerdotes menores que se amontonaban alrededor de la entrada—. ¿Qué augura esta puesta de sol? —Sangre, su alteza. Una puesta de sol así significa