Capítulo II Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto. —Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia. —Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de