El señor Dawson era un hombre regordete que tenía demasiadas plantas en el balcón del primer piso. Siempre nos dijo que le daban privacidad. Ahora me di cuenta de que así le resultaba más fácil espiar a la gente sin que lo pillaran. Antes no me habría dado cuenta de que me miraba con sus brillantes ojos marrones entre las hojas de sus campanillas, pero ahora podía detectarlo con creces. El olor a colonia del día anterior y a ostras ahumadas que colgaban de su piel me golpeó en la cara en el momento en que salí del auto. Se sentó en su silla, sosteniendo su periódico como si realmente lo estuviera leyendo mientras yo me acercaba a la cabina telefónica del condominio. Sus ojos me miraron, con el ceño ligeramente fruncido como si estuviera confundido. Sabía que ahora no me reconocería. Hab