Capítulo 6 | Nick

4667 Words
Los segundos se convirtieron en minutos. Las horas se transformaron en días. Los días en semanas. Las semanas se quemaron para volverse meses. Un total de veinte días transcurrieron desde que Andrea se mudó al rancho conmigo. Tres semanas donde no sabía nada de ella. Lo que realmente me perturbaba era desconocer sus planes futuros. Si pensaba quedarse durante más tiempo, o si un día despertaría y encontraría una carta junto a mi cama, despidiéndose para siempre. Ella se limitaba a salir de compras, llevarme y buscarme los días de terapia, quedarse despierta cuando tenía insomnio y ser la compañera y enfermera que me sacó a flote. Andrea era una excelente persona, muy atenta y dedicada, pero tenerla tan cerca y no saber nada, me hacía sentir vulnerable. Para cualquiera, Andrea era la mujer perfecta. Para mí era la mujer más grandiosa sobre la faz de la tierra y la única a la que le daría mi sombrero sin titubear. Una semana atrás, contratamos a un joven que nos ayudó con el ganado y los caballos. Vladimir se encargaba de mantener los alrededores del rancho en perfectas condiciones. Andrea no era una mujer de campo, no sabía nada sobre cuidar los animales. Además Vladimir era excelente. No teníamos quejas ni dudamos en dejarlo solo durante las sesiones de terapia. Todo marchaba al compás de una canción country, hasta que poco a poco la comida se fue consumiendo. Ya que ninguno de los dos trabajaba, el dinero dentro del rancho era tan precario como mi estado emocional. Andrea ahorró lo más que pudo, usó dinero que no debía gastar e incluso le vendió una de sus chaquetas a una chica que se enamoró de ella. Mi taheña hizo todo lo posible para ser la mujer ideal, pero el dinero no llovía del cielo. En ese momento, vagamente recordé que mi padre siempre tenía ahorros en una caja debajo de su cama. Andrea me ayudó a buscar, mientras mi mente viajaba a la última vez que estuve allí. Papá buscaba una correa de cuero en el armario, mientras yo le contaba lo sucedido en uno de los rodeos del Álamo. Ese fue el último recuerdo. Desde que me enteré de su muerte, evité entrar a su habitación. Sabía que Andrea tampoco lo hizo. Ella era una mujer de palabra y yo le hice prometer que no limpiaría ni movería nada. Cuando fuimos a buscar el dinero, la puerta estaba cerrada con llave. Al girar la perilla y aspirar el aroma a humedad, sentí un vuelco en mi corazón. Por un instante imaginé a papá acostado, sentado frente al escritorio o buscando una chaqueta en el armario. Entrar y no encontrarlo fue la prueba viviente de su muerte. Andrea también sintió algo. Ella se detuvo en la puerta, con las manos sobre su estómago. Miró cada una de las cosas, tras encender la luz e iluminar el orden que papá mantenía. Era impresionante el transcurrir del tiempo. Papá llevaba cinco meses muerto, y seguía sin recordarlo. ¿Por qué mi mente me impedía recordar? Necesitaba respuestas. ¿Por qué me molesté tanto y conduje por esa carretera? ¿Por qué demonios enloquecí de esa manera? ¿De dónde salió el corazón de papá? ¿Qué tenía Andrea que ver en todo eso? Eran tantas preguntas. —¿Dónde guardaba el dinero? —preguntó Andrea. —Está bajo la cama, en una caja de metal. Andrea se estiró bajo la cama y la encontró. La caja de metal estaba tupida de polvo. Andrea caminó y la extendió ante mí. Mis músculos estaban mejor. Casi podía subir el brazo y ya podía apoyarme en la pierna. Podía moverme, más no quería moverme. Andrea me miró y asintió. En sus ojos vi el mensaje. Era tiempo de dejarlo ir. El metal ardía en mis manos. Sentía que me quemaba. Destapé la caja y encontramos una faja de dinero. Había cerca de quinientos dólares. Volví a cerrar la caja y la llevé a mi pecho. Aun después de muerto, papá seguía a mi lado, ayudándome cuando lo necesitaba. Conseguimos dinero suficiente para mantenernos un tiempo más, pagar los gastos del rancho y el trabajo de Vladimir. Dejamos la habitación de la misma forma que entramos, inmaculada como siempre debía estar. Los días fueron congelándose a su propio ritmo, desencadenando una oleada de gélidas mañanas, donde la comida se enfriaba en segundos y nuestros labios se tornaban morados. La cantidad de nieve que cayó durante esos día era sorprendente. Y lo más insólito era que Andrea servía las sopas calientes, y si no la comíamos rápido se congelaba. Pasó una vez, fue desagradable. Lo que no ponía en duda era su sazón en la cocina, era exquisita. Preparaba menús repletos de proteínas, con baja sal y en un santiamén. Todo fluía normal. Asistía a terapia con una mujer llamada Angie, que me hacía gritar de dolor, pero me ayudaba. Dormía la mayor parte de la noche. Leía las raras revistas de comics que Charles me llevaba. Charles y Erika me visitaban al igual que algunas mujeres que incomodaron a Andrea, entre ellas Shelby. Shelby no tardó demasiado tiempo en meter las manos bajo mi pantalón, pero la detuve. ―¿Ya no te excito? ―preguntó. Apreté su muñeca. ―No estoy interesado. Ella se soltó. ―¿Es por la mojigata? La sangre me hirvió como lava de volcán. ―Primero, Andrea no es mojigata. Se reserva, no es una zorra como tu. Y segundo, no es tu puto problema si sólo quiero coger con ella. ―Endurecí mi mirada―. ¿Tienes algún problema con eso? Shelby se colocó de pie y arrojó el cabello platinado sobre su espalda. ―No vengas rogando cuando la citadina te de tres patadas en el trasero. ―Una extraña sonrisa nació en sus labios―. Creí que habías aprendido a no jugar con fuego. Dicho eso, salió como un toro salvaje. Quise preguntarle a qué se refería con eso, pero preferí dejar que se fuera. Su visita importunó a Andrea, lo noté en la cena. Pensó que por el atuendo poco recatado que llevaba Shelby, me lanzaría sobre ella como el león a la presa. Si Andrea hubiese sabido que sólo tenía corazón y ansias de estar con ella, no se habría molestado. Después del suceso transcurrió una semana, la tercera semana que llevaba con ella. Se podría decir que cada cosa comenzaba a encajar en su lugar, hasta que una mañana le hice la pregunta que desencadenó una serie de acontecimientos no del todo agradables. ―¿Qué harás hoy? ―pregunté. ―Regresaré a Nueva York ―respondió con ligereza. El cubierto con el cereal quedó a medio comer. No podía creer que Andrea se alejara de mí. No iba a retenerla en contra de su voluntad, ella era libre de hacer lo que quisiera, pero no negaría que la noticia me cayó como un rayo. Cerré los ojos, coloqué los codos sobre la mesa y apoyé mi barbilla sobre las manos. El vello que cubría mi mentón me picaba, junto con el escozor de su noticia. ―¿Te irás tan pronto? ―Necesito saber si aún conservo mi trabajo. —Dejó el cubierto dentro del tazón y bajó sus manos—. Necesito saber de mi hija. Aunque me gustaba que usara la carta de la hija, no me pareció la correcta en el momento. Sabía que Andrea hablaba con un hombre sobre su hija, el ex que tenía la custodia. No hablaban demasiado. Era lo típico en cada llamada. Siempre sabía de su hija, esa no era excusa. No podía permitir que se marchara la asombrosa persona que tenía a mi lado. Tenerla junto a mí me ayudó, no solo en lo físico, sino en mis emociones. Por otra parte estaba su libertad. Andrea no tenía ningún vínculo obligatorio conmigo. Se quedó a mi lado y me ayudó porque era una buena persona, no porque le pagara o tuviese que hacerlo. Era entendible que ella decidiera cuándo irse, así como decidió llegar al rancho. La cuestión era desprenderme de ella. Me negaba a dejarla ir. Yo no conocía nada de Nueva York, y estaba seguro que Andrea no volvería a Charleston. Si Andrea se marchaba de mi lado, no volvería a verla nunca más. Imaginarlo me trancaba la respiración, me privaba del oxígeno, me ahorcaba como una soga. Por más que quisiera frenarla, Andrea era libre, y yo debía entender eso. Ella no tenía un grillete en el tobillo. ―Entiendo, Andrea. ―Mentí—. Supongo que es hora. Las tormentas bajaron de intensidad un par de días atrás y los vuelos despegaron. Era algo bueno, no lo negaría. El día anterior, mientras caminaba por el pasillo, escuché voces en su habitación y me detuve en el umbral de la puerta. Acerqué mi oído y escuché que hablaba con las personas del aeropuerto. Preguntó por un r*******o, sobre el clima y si podía regresar pronto a Nueva York. Creí que se tardaría más, no solo unas horas. ―¿Estás bien? —preguntó. ―Sí ―contesté con una sonrisa fingida―. Te extrañaré, Andrea. Nuestros ojos se encontraron. ―También te extrañaré, Nicholas ―afirmó. En sus ojos vi que decía la verdad. Sus palabras salieron sin una gota de duda. Lo sentía, Andrea me extrañaría igual que yo. En segundos el aire se sintió pesado. Esperaba más y quería más, pero ella no me lo daría aunque le rogara de rodillas. El resto de la comida se concentró en escuchar a Andrea decir que iría a comprar un par de cosas que necesitaba, aunado a que quería tiempo a solas para pensar que le diría a su jefe. Andrea era un cúmulo de mentiras, una tras otra, cada una más complicada que la anterior y menos que la siguiente. Estuve de acuerdo con eso. Y aunque la soledad era abismal, llamé a Charles y le dije que lo necesitaba. Mi amigo era la clase de persona que dejaba lo que fuese para acompañarme. Charles era la única persona que podía llamar amigo. Ni siquiera Andrea era mi amiga; ella era mi taheña. En menos de lo que decía rodeo, mi mejor amigo llegó con una canasta de salchichas y comida enlatada. Era lo que vendían comestible en su tienda, así que eso llevó. Una de las tantas cosas que Andrea desconocía, era que estuve hablando con Charles un par de días atrás. Hablamos sobre nosotros, lo que sucedió en el pasado y parte de lo que sentía en ese momento. Charles, aunque dubitativo sobre contarme, me reveló conversaciones de lo sucedido cinco meses atrás, cuando le hablé de Andrea y lo que sentía por ella. Charles no conocía toda la historia, sabía lo que me limité a contarle, pero lo poco que pudo decirme fue que éramos amantes desde el instante que nos conocimos. ―¿Amantes? ―le pregunté irónico. ―Así es, hermano. —Apretó las manos entre sus piernas abiertas—. Tú mismo me dijiste que Andrea era distinta al resto. Era cierto, Andrea era distinta al resto, sin embargo decirle eso a Charles iba más allá. Yo solo hablaba de esas cosas cuando la situación lo ameritaba. Si tuve las agallas de contarle a Charles sobre Andrea, era porque de verdad la quería. ―¿Cómo es posible? Sabes que siempre estoy con las mujeres una vez, excepto con Shelby. —Me golpeé la frente con el talón de la mano—. ¿Por qué con Andrea sería diferente? No entiendo. ―Tal vez estabas enamorado de ella ―comentó a la ligera. Charles llegó al rancho justo cuando Andrea salió. Se sentó en la mesa de la cocina a beber un par de cervezas y contarme sobre una nueva línea de chorizos que la tienda de su loco jefe vendería. Hablamos sobre la vida, mi terapia, su esposa Erika y el trabajo en la tienda. Finalmente hablamos de mí y los problemas de Andrea. Fue ahí cuando me contó las cosas que desconocía. La mayor parte de lo olvidado, Charles me lo recordó. Aunque algunas cosas eran grandiosas como los triunfos del Álamo, otras eran vergonzosas, muy pocas valían la pena y solo una era algo excelso. ―¿Enamorado de Andrea? ―pregunté―. Debe ser una jodida broma. ―Por favor, Nicholas. ―Se colocó de pie―. Dime que no te gusta esa mujer, que no te mueres por estar con ella. Te juro que si me dices que no, ahora mismo me largo y no volvemos a tocar ese tema. Pero si la respuesta es afirmativa, debes hacer algo pronto. Fue un golpe bajo, tan bajo que me dolió el estómago. Me levanté a buscar un vaso de agua, con el pretexto de no poder tomar licor por mi estado de salud, aunque no era del todo mentira. No podía beber. Indicaciones del doctor y mi terapeuta. Cuando sujeté la manija del refrigerador, mi mano quedó retenida al trozo de papel en la puerta. Pasé los dedos por la caligrafía y el nombre al final de la nota, sintiendo como todo dentro de mi gritaba su nombre. La nota decía que volvería pronto, que no me desesperara. Andrea la dejó allí un par de días atrás, cuando salió a comprar víveres muy temprano. Escuché los pasos de Charles acercarse a la cocina. Seguía de espaldas, con los dedos sobre su letra. Extrañaría todo de Andrea, desde esa forma alocada en la que limpiaba el rancho, con auriculares en sus oídos y cantando mal las canciones de P!nk, hasta el aroma de su comida. Amaba el olor de su comida bailando en la cocina, la forma en la que se movía cuando caminaba, los suaves ronquidos sobre los almohadones del sillón, el sonido de su risa cuando veíamos un programa de comedia o la preocupación que sentía por mí cada vez que me llevaba a terapia. Andrea fue mi mejor avance, sin ella no podría hacerlo. ―¡Diablos, Charles! ―maldije entre dientes. Charles estaba recostado en la puerta de la cocina―. No podría enamorarme de ella. Sería s******o. Andrea tiene un alma pura, sentimientos honestos. Ella no podría estar conmigo. Somos demasiado diferentes. Sería malo para ella. ―Son solo palabras, Nicholas ―Caminó hasta la encimera, se recostó y cruzó los brazos. La cortina de la cocina seguía alzada y la luz del sol se reflejaba―. ¿Por qué crees que se quedó contigo tanto tiempo? ¡Ella también te quiere, idiota! ―Golpeó mi pecho―. Cuando le hablas de una mujer a tu mejor amigo, es porque sientes algo por ella. ¿O acaso no sientes nada por Andrea? Fruncí el ceño y apreté los puños. La pierna me dolía, el brazo también, pero el dolor interno era peor que cualquier dolencia física. Podía mantenerme en pie, bañarme solo, comer con mis propias manos, colocarme la ropa y bajar las escaleras solo. Ya podía valerme por mí mismo, sin embargo, si Andrea se marchaba, el suelo bajo mis pies se fracturaría, el sol se caería del cielo y la tierra dejaría de girar. Si sentía algo por Andrea, ese mes lo afianzó a mi alma como un maldito hierro caliente. ―¡Vete al demonio! ―Arranqué la hoja del refrigerador. La aplasté contra el pecho de Charles y la mantuve allí―. ¿Qué clase de pregunta es esa? Es como preguntarle a un perro si le gusta un hueso. Obviamente siento algo por ella, algo que ni yo mismo sé que es. No quiero arrepentirme por apresurarme con ella, cuando no sé nada de nosotros o lo que hicimos cuando era un hombre completo. Soy medio hombre, Charles. Ese accidente se llevó gran parte de Nicholas Eastwood y dejó esto que soy ahora. Ella no merece estar conmigo. Charles empujó mi brazo y me llevó a la mesa. Se desplomó en la silla a mi lado, con la hoja sobre la madera. Andrea me enloquecía. No sabía qué carajos me pasaba, pero no quería nada sin ella. Yo quería que ella girara mi planeta, me alumbrara los días con su sonrisa y me calentara el corazón con su voz. Cuando ella se alejara, nada volvería a ser normal. Mi vida se derrumbaría y todo se pondría de cabeza una vez más. ―Entiendo, hermano. ―Charles frotó sus ojos―. El problema es que el tiempo no espera por nadie, y ella no estará siempre allí. Se irá esta misma tarde, cuando el sol se oculte. ¿Qué harás una vez que no este en el condado? ―No lo sé. En cierto punto pensé que Andrea no se iría tan pronto. Al escuchar esas palabras, la realidad me golpeó y preferí quedarme en la mentira. Charles no dejaba de mirarme, esperaba que cambiara de opinión. La idea de Charles era pegarme a Andrea como una sanguijuela. ―¿Qué? ―inquirí. ―Estás curado. Ese era el trato. Ella se quedaría contigo hasta que estuvieras bien, luego volvería a Nueva York. —Charles me recordó un trato que quemaba mis esperanzas—. No pienses que es una enfermera que se quedará contigo para siempre. La tuviste a tu lado por un mes. Que no le dijeras nada, es otro asunto. Charles tenía razón. Tuve veintiún días con ella y no le dije nada. Charles me hizo sentir aún más miserable después de arrojarme la verdad como una bola de fuego. Yo quería querer a Andrea de una forma bonita, sin presiones. Quería que ella también sintiera lo mismo. Me confié. Esperé que ella me diera una señal. Cuando Charles me hizo reaccionar, fue demasiado tarde. Andrea se iría esa misma noche a Nueva York. ―No puedo decirle algo a una persona que no recuerdo. Puedo confesarle que la extrañaré demasiado y que no quiero que se vaya. —Subí la mirada de la nota a los ojos de Charles—. ¿Crees que es tarde para decirle? Charles sopesó las opciones. ―Sí, Nicholas. Lo lamento —confirmó algo que suponía. Esperé demasiado—. Creo que es hora de decirle adiós. La única manera de olvidarla es dejándola ir. «Dejarla ir». No, esa palabra no estaba en mi diccionario. ―No quiero hacerlo. —Me coloqué de pie—. No la dejaré ir. ―No esta en prisión. —Imitó mi movimiento—. Puede irse cuando quiera. La realidad fue dolorosa. Esa era una de las razones por las que Charles era mi mejor amigo. Él nunca me mentía o hacía algo a mis espaldas. Esa transparencia fue la que mantuvo la llama de nuestra amistad viva. Vislumbré el reflejo de un auto en la entrada del rancho. El ruido era mínimo y el sonido del motor al apagarse me hizo acercarme a la ventana para distinguir a una mujer en el asiento trasero. Andrea abrió la puerta y bajó con varias bolsas de mercado. Mi taheña luchaba por cerrar la puerta. Aunque el dolor en mi brazo y pierna me dejaría ayudarla, Charles se ofreció a sujetar sus bolsas. Ni siquiera noté cuando se levantó y corrió a su auxilio. Yo los veía a través del cristal de la ventana, cuando Charles sujetó tres de las cinco bolsas y ella sonrió ante él. Escuché los pasos sobre la madera del pórtico, las risas de Andrea por algo que Charles decía y la llave entrando a la cerradura. Los observé acercarse a la cocina con una sonrisa. Andrea me saludó con la misma sonrisa que le ofrecía a Charles. Dejaron las bolsas sobre las encimeras. Como no ayudé a cargar las bolsas, ayudé a desempacar y coloqué varias cosas en la alacena y el refrigerador. Charles nos observaba desde la puerta. Movía la cabeza a ambos lados, con los brazos cruzados. Creía que cruzaba un terreno peligroso, arena movediza que si me atraía me hundiría para siempre. A Charles no le agradaba que le preguntara a Andrea cómo fue su visita al supermercado o que ella me dijera que la cajera le preguntó por mi estado de salud. Charles quería que me mantuviera distanciado, para así no sentir que me desprendían un órgano cuando ella se marchara. ―Debo irme. ―Charles cortó la conversación con su despedida. ―¿Por qué? ―inquirió Andrea, con las manos sobre la caja de un cereal azucarado que se volvió nuestro favorito—. Haré la última cena antes de irme, y sería un placer que nos acompañaras. Si quieres puedes buscar a Erika, así ambos nos acompañan. Quedate para mi despedida. Charles me observó algunos segundos, desviando la mirada de uno al otro. Sabía que no quería sonar descortés ante Andrea, pero tampoco quería quedarse. No había necesidad de que Charles dijera algo; con la mirada mataba un hipopótamo. El muchacho que jamás se quitaba la gorra, colocó una mano bajo su mentón y frunció el ceño. ―Quisiera, pero no puedo. Erika me espera y no quiero hacerla enojar. ―Mintió―. Si no fuera por eso, juro que me quedaría a despedirte esta noche. Se acercó a Andrea y la abrazó con mucha fuerza, poco antes de desearle buen viaje de regreso a la realidad. ―Espero que te vaya bien y procura llamarme alguna vez. El que no vuelvas no implica que dejemos de ser amigos o hablemos por teléfono. ―Besó su mejilla―. Cuídate mucho, Andrea White. Te extrañaremos. ―También los extrañaré. Andrea se desprendió de los brazos de Charles, hurgó en una de las bolsas, quitó el plástico de un pastel y troceó un pedazo. Lo colocó en una bandeja de anime, lo cubrió con plástico aislante y lo colocó en sus manos. —Entrégale este dulce a Erika. —Será un placer. Lo acompañamos a la entrada. Después de abrazarlo una vez más, se despidieron para siempre, o eso pensábamos en ese momento, que las despedidas eran para siempre. Regresamos a terminar de guardar los víveres, me tomé una fuerte dosis de medicina para el dolor y me senté en la cocina, con los dedos tamborileando la mesa. Quería decirle a Andrea lo que sentía por ella, así me escociera el corazón con una respuesta negativa. ―¿Estás bien, Nicholas? ―preguntó ligera. Ese era el momento adecuado. Solo debía sujetar sus hombros, mirarla a los ojos y dejar de ser un maldito cobarde. De Andrea haber escuchado mi verdad y ella decirme la suya, no habríamos recurrido a terceras personas ni nos hubiésemos emborrachado de malas decisiones. De haberme levantado de la silla para decirle que la quería, ella no habría hecho lo que hizo. ―Lo estoy ahora —afirmé con una sonrisa. Solté un suspiro y coloqué las manos en mis bolsillos. Andrea estaba ante mí, con una singular mueca de diversión. —¿Necesitas ayuda para la cena? —inquirí, con una gloriosa idea en mente. ―¿Crees ayudarme sin quemarte? Andrea se acercó al refrigerador y extrajo algunas verduras, conjuntamente con especies y una jarra de jugo de naranja. No sabía qué haría con esas cosas, no obstante, al ver el pollo descongelado sobre le encimera, supe que haría pollo a la naranja. ―Soy todo un chef, Andrea. Te lo puedo demostrar. ―Enarqué una ceja―. Pensándolo bien, cocinaré la cena para ti. Es lo menos que puedo hacer para compensar el tiempo que estuviste conmigo y todo lo que me ayudaste. Será una cena de agradecimiento, donde el elogiado será la persona que me cuidó durante días. Empujé su cintura y sentí una corriente en el estómago. —Ponte cómoda y deja que el maestro te enseñe unos trucos en la cocina. Te prometo que querrás chuparte los dedos cuanto te sirva la especialidad del rancho. Andrea lo sintió como un reto. Escuchó todo lo que dije y elevó la ceja justo cuando acoté que no querría separarse de mi comida en cuanto sintiera el olor en la cocina. La taheña reacomodó su cabello y desató algunos botones de su chaqueta, lista para la acción. Le dije que no quería su ayuda. Andrea hizo un puchero de niña consentida. Fui firme y recalqué que no necesitaba ayuda. ―Esta bien, Nicholas —asintió—. Iré a ducharme y organizar todo. Inspiré profundo, froté mis manos con abundante agua y jabón. Me coloqué el delantal que papá nunca usó. No iba a quedar mal con Andrea, menos después de batir mi orgullo a duelo diciendo que era un chef nato. No era el experto cocinero que le hice saber, pero sabía algo más que hervir agua o cocinar un huevo. Extraje algunos vegetales del refrigerador y busqué tallarines en la alacena. Conseguí un sartén de teflón y la tabla para picar, justo cuando los dedos comenzaban a funcionar como antes. No era por presumir, pero algunos minutos después de comenzar a sofreír los vegetales, el olor que emanaban se expandió por todo el rancho. Con cada vuelta el aroma se colaba por el aire y llegaba a cada rincón, hasta el olfato de mi querida periodista. ―¡Huele delicioso! ―exclamó detrás. Su voz me sobresaltó. Me repuse a tiempo. Andrea olía delicioso. Aun no la veía, pero su olor llegó a mí, igual que la comida. ―¿Quieres probar? —pregunté. ―Me encantaría. Tomé una porción con una paleta de madera. Giré y encontré de nuevo a la mujer más hermosa que mis ojos vieron alguna vez. Sonreía. Dios, podía derretir el infierno con esa sonrisa. Aunque mis manos temblaban, acerqué la paleta a sus labios. Por instinto los frunció, antes de soplar el contenido dentro del cubierto. Observé todo en cámara lenta. Cada contorsión, pestañeo, respiración. ―Esta delicioso ―expresó. ―Es una receta familiar. —Enarqué la ceja—. Me la enseñó mi padre. ―Te enseñó muy bien. Se lleva mis respetos por este plato. Andrea se sentó y colocó ambos codos en la mesa, observándome con el rostro entre sus manos, relajada, disfrutando la atención prestada. Terminé de sofreír los vegetales. Cuando los tallarines estuvieron al dente, serví dos platos y los espolvoreé con queso parmesano rallado y albahaca fresca picada. Andrea no apartaba los ojos del plato frente a ella. Solo me observó cuando coloqué una botella de vino en el centro de la mesa. ―No, no —negó con el dedo índice—. Nicholas, no puedes tomar y yo tampoco. Me subiré a un avión en tres horas. Me levanté y busqué dos copas. Ignoré las advertencias de Andrea y abrí la botella. Serví un poco en cada copa. Andrea. Ella apretó mi muñeca y me miró a los ojos. Quería que diera marcha atrás a la idea de emborracharnos la última noche juntos. Coloqué la copa delante de Andrea. Ella la miró indecisa. Apretó sus labios y frunció el ceño. Sujeté la mía mientras Andrea permanecía rehacía a dejarse llevar por el momento. ―Vamos, Andrea. —Moví la copa y sonreí—. ¿Qué puede pasar? —Terminar en el hospital por una complicación de alcohol y medicamentos. Resoplé. —No seas aguafiestas. —Le entregué la copa—. Sé mi compañera una hora más. No sé cuánto tiempo tardé en convencerla, hasta que sujetó la copa y rozó la mía. Andrea no era la típica mujer. No hacía lo que imaginaba. Ella sorprendía. Cuando pensaba que la conocía, me asombraba con una faceta que nacía como una flor en primavera. Esa noche, tras varias copas de vino, pasó más de lo que esperaba, algo que no quería volver a olvidar. Fue un momento que nos cambió la vida, me colocó en el frío suelo por primera vez y me rompió el jodido corazón.
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