―¿Andrea? ―preguntó Charles.
El mejor amigo de Nicholas se encontraba en la tienda de comestibles, en la sección de comida congelada. Llevaba una canasta de comida enlatada, algunas galletas, judías verdes, un frasco de helado, chocolate en polvo y una enorme bolsa de malvaviscos.
No esperaba encontrar a ninguna persona que me reconociera, sin embargo ahí estaba Charles, sonriente como siempre y con esa gorra azul que nunca se quitaba.
Charles se convirtió en una constante presencia cuando Nicholas estaba en coma. Siempre iba a visitarlo, así que nos topábamos en los pasillos varias veces a la semana. Ambos le leíamos historias. Charles se inclinaba por los comics de superhéroes, mientras que a mí me fascinaban las novelas de Jane Austen.
Al principio Charles y yo no hablábamos de nada. Con el pasar de los días, entramos en confianza y entablábamos conversaciones de todo tipo, incluso nos saludábamos si nos veíamos en la calle. Y aunque mi relación con Charles no era la mejor, se comportó como un buen amigo.
―Hola, Charles ―respondí su saludo.
―¿Qué haces aún en el condado? Pensé que te irías en cuanto Nicholas saliera del coma. —Miró por encima de su hombro—. De hecho, Erika y yo iremos a visitarlo en un par de horas.
―Nicholas esta en el rancho ―le notifiqué―. Fue dado de alta en la mañana.
La sorpresa no tardó en aparecer. Nadie aparte de las personas del hospital sabían que Nicholas estaba en el rancho.
―Estás mejor enterada que yo ―comentó jocoso―. ¿Él esta bien?
―Se esta recuperando.
Nicholas no estaría bien durante un largo tiempo. Era una transición compleja. Él era un persona activa, que nunca estaba en casa, y si estaba permanecía ocupado. Quedarse en una cama veinticuatro siete no era algo que le agradara.
―¿Entonces, citadina? ―Charles me arrebató los pensamientos―. ¿Te gustó tanto el condado que decidiste quedarte?
Aunque me gustaba el clima caliente y la atención de las personas en Charleston, mis raíces seguían en Nueva York.
Charles seguía impaciente por mi respuesta. Nicholas era un hombre popular, mujeriego, que competía en la manga y tenía un papá que era sus ojos. No tardarían demasiado en hacer preguntas y todo se sabría. Charles era su mejor amigo. Si no se enteraba por mi, lo haría por Nicholas.
Bajé la mirada a mi canasta vacía.
―Me estoy quedando con Nicholas.
Charles enarcó una ceja y enmascaró una pícara sonrisa. Lo detuve antes que pensara lo que no era. Lo que menos necesitaba en ese momento era avivar algo que no existía. Elevé mi mano y detuve lo que insinuaría. Charles era una buena persona, un hablador nato, pero tenía cosas que aún no procesaba. Era un pésimo mentiroso y no guardaba tan bien los secretos.
―No te imagines cosas que no son. —Le sonreí—. Nicholas esta mal. Y si fueras a verlo sabrías que no puede levantarse solo. No hay nada entre nosotros. Así que no pienses situaciones que no se darán.
Charles se quitó la gorra y alborotó las hebras de cabello. Era un hombre apuesto. Su piel color miel, sus ojos tan verdes como un bosque, la mirada dulce, los gestos sutiles, su cuerpo menos musculoso que el de Nicholas, sin embargo tenía bíceps y buenas piernas. Debajo de esa gorra apretada se escondía un cabello ondulado y azabache, que combinaba muy bien con sus pestañas. Charles era hermoso, tanto por dentro como por fuera.
Nicholas me contó muy poco de él la semana que estuvimos juntos. Charles, por otro lado, se sentó varias noches conmigo en la sala de espera y me contó alguna de las tantas anécdotas que tenía de su niñez, su esposa y las vivencias con Nicholas. Su amistad era de la escuela, lo que los mantendría unidos para siempre.
A Charles no le importaba que Nicholas fuese un mujeriego, y a Nicholas no le importaba que Charles fuese un tonto que se dejaba embaucar por cada mujer de hermosa sonrisa. Eran la combinación perfecta.
Él apretó el alambre de su cesta y elevó los hombros.
―No dije nada ―musitó riéndose de mí―. Es solo que no es normal que alguien se quede con un desconocido tantas semanas en un hospital y luego se quede en su rancho y le de comida en la boca. —Solté un quejido por lo último que dijo—. Lo siento, Andrea, pero esa mentira no me la creo.
Él tenía razón. Era sospechoso que me quedara con un hombre que apenas conocía. Pero una parte de mi esperaba conocer una nueva faceta suya, algo que no fuese el mujeriego, el amante, el que daría la vida por su padre o la persona maravillosa que me llevó a la mejor cita de mi vida. Quería conocer todo lo que componía a Nicholas Eastwood, no solo sus facetas o personalidades que el resto de las personas conocían.
Charles sabía tanto, lo conocía tan bien, que podía darme una patada en el trasero que me regresaría volando a Nueva York. Esa amistad tan bonita, tan genuina, me recordó a Ellie. Todo me recordaba a Ellie, sin embargo, yo decidía qué cosa me afectaba.
Respiré profundo, sujeté más fuerte mi canasta y lo miré a los ojos.
―El plan era regresar a Nueva York cuando Nicholas mejorara. ―Miré el estante y sujeté una caja de cereal―. Ocurrieron cosas que me lo impidieron. Cancelaron mi vuelo, no tengo auto y la tormenta empeoró.
―Lo sé. —Miró sobre su hombro—. Casi me congelo el trasero hasta acá.
Se escuchaba el viento azotar el techo del supermercado, mover las puertas principales e impactar los traga luz en las paredes. Escuché en las noticias extraoficiales, que en los días venideros la tormenta acrecentaría y se movería de lugar, arropando otros condados aledaños a Bradley. Los reporteros les decían a las personas que previnieran cualquier incidente y que salieran de sus casas solo por emergencias, que compraran comida suficiente y se mantuvieran abrigados.
Éramos pocas las personas que seguíamos afuera después del mediodía. Nicholas y yo comimos algunas frutas y vegetales, comida enlatada y agua del grifo. No quería salir del rancho, pero si no lo hacía moriríamos de hambre. Además, el poco dinero que me quedaba no podía despilfarrarse en comida innecesaria. La escasez y estrechez me enseñaron a comprar lo necesario, sin desviar la mirada a los chocolates.
―¿Estás solo? ―pregunté.
―No. —Charles sonrió—. Vine con mi esposa.
―¿Tu esposa? ―No podía creerlo. Me resultaba insólito que Charles volviera con su esposa. Sabía que estaba casado, pero sus problemas maritales no eran sencillos de resolver—. ¿Viniste con tu esposa?
―¿Por qué a todos les parece fin de mundo? ―inquirió en tono jocoso―. ¿Acaso es tan insólito que el amigo de Nicholas tenga una esposa?
Suponía que después del historial con varias mujeres, nadie le creería que volvió con su legítima esposa. Y aunque no conocía a la mujer en cuestión, supuse que sería tan bella como la forma en la que Charles la describía.
Una de las tantas noches que estuvimos juntos en el hospital, me contó que sus celos lo llevaron a alejarla, cuando no toleró que su jefe la llamara en las noches o la necesitara los fines de semana. Todo fue un caos. Ellos se dejaron y él buscó consuelo en otras mujeres. Charles cometió errores, todos los cometemos, sin embargo consiguió enmendar sus equivocaciones.
Estaba rodeada de amor; un amor que no llegaba a mí. Yo debía enfocarme en ayudar a Nicholas y regresar a mi casa. Extrañaba mi vida. Era miserable, vacía y denigrante, pero era mía. Así que no tenía tiempo de pensar en el amor.
Justo allí, frente a Charles, sonreí. Me alegraba mucho que estuviese con la mujer que amaba.
―Me alegra mucho que las cosas con tu esposa se solucionaran ―articulé con una sonrisa―. Lamento mucho reaccionar de esa manera. Es que no pensé que volverías con ella después de todo lo sucedido. Creí que te volverías otro mujeriego como Nicholas.
Charles tocó su pecho y gimió dolido.
―Cuando conoces la indicada, das tu alma por ella. Nada ni nadie importa más que Erika. Ella es luz, mi vida, mi musa. —Charles hablaba con pasión—. Dejé mi pasado cuando la conocí y me convertí en el hombre que soy ahora. Tal vez no sea mucho para ella, pero me hizo la persona más feliz cuando aceptó casarse conmigo.
Aunque lo que Charles dijo era hermoso, algo me impulsó a jugar con él.
―¿No es eso lo que dicen todos los hombres para convencer a las mujeres?
―Tal vez. ―Me siguió la corriente―. Yo me defiendo. También a Nicholas.
―¿Por qué a él? Dudo mucho que Nicholas meta las manos al fuego por él mismo.
Charles sonrió de una forma diferente. Él escondía algo.
―Nicholas era mujeriego ―pronunció determinado―. Ya no lo es.
―¿Por qué? ―pregunté curiosa.
Conocía un poco a Nicholas y sabía que no estaba atado a ninguna mujer. Era mujeriego y no cambiaría por nada ni nadie. Nicholas no era santo de devoción. Tenía una lista tan larga como la muralla china. ¿Existía siquiera una mujer que toleraría que la tratasen como una más.
No me cabía en la cabeza que una persona como él cambiara. Y sí, las personas cambian después de eventos traumáticos, sin embargo, un cambio tan radical como consumarse a una sola mujer no era algo que estaba dispuesta a aceptar.
―Yo no soy el indicado para decirlo —respondió.
―¿Es tan importante que te hizo jurarlo?
―No, pero es cosa de Nicholas. No quiero decir una palabra que luego se mezcle con algo que Nicholas no le gustaría que supieras. ―Me sonrió―. Cuando Nicholas recuerde todo lo pasado, sabrás muchas cosas que se guardó cuando aún estaban juntos.
Nicholas no recordaba nada, lo que me hacía sentir insegura de las palabras de Charles. Nicholas me quería de una forma normal, como se quiere a una persona con la cual se compartió una cita. Él me confió lo sucedido con su madre, la enfermedad de su padre y sus temores más profundos. Ambos éramos baúles cerrados, con la llave perdida. Pero cuando Charles me comentó que había algo más, pensé en un secreto más profundo, como una enfermedad, cuestión que descarté al conocer su historial médico.
―Charles, me estás asustando.
―Tranquila ―animó.
―¡Eso no me tranquiliza! ―protesté.
Me dije a mí misma que debía tranquilizarme. No podía presionar a una persona para que me contara su vida, cuando lo único que ambos queríamos era que la persona de la cual hablábamos recuperara su memoria.
Sabía que era pronto. El doctor nos dijo que podía tardar meses o años. Pocas veces hablé con Charles sobre la memoria de Nicholas. Yo sabía que él también quería que su amigo se recuperara.
Creí que para aliviar tensiones, era el momento ideal para preguntarle un poco más de aquello que él también pensaba.
―¿Crees que Nicholas recuperará su memoria? Tengo miedo de que nunca recuerde. —Miré mis manos—. Quiero que Nicholas recuerde. No quiero verlo sufrir.
A Charles también le dolía que su amigo, su hermano, padeciera como lo hacía. No era justo que una persona como él sufriera así, no obstante, si me ponía en los zapatos de la familia de Ellie, era lo menos que merecía después de matarla. Ese maldito debate interno me atormentaba día y noche. La tortura de Nicholas fue su ausencia de memoria. Yo pensaba y pensaba en Ellie, en lo que las personas dirían de mí por cuidar a su asesino. Esa era mi tortura.
―Yo también quiero que recuerde, Andrea ―comentó después del silencio―. Solo Dios sabrá cuándo lo hará.
Sus ojos se suavizaron. Yo habría llorado una vez más, de no ser porque una hermosa mujer de cabellera marrón y sonrisa rosa se aproximó a nosotros. Ella insertó el brazo por el codo de Charles, atrayéndolo a su cuerpo. Charles le sonrió y besó su mejilla.
―Andrea ―comentó Charles―. Ella es mi esposa Erika.
La mujer de ojos color avellana amplió su sonrisa y se abalanzó sobre mí.
―Tú eres la famosa Andrea. ―Sus brazos me envolvieron. El aroma de su perfume se adhirió a mi ropa. Su piel fría acarició mi espalda. Erika se separó tan rápido como se lanzó sobre mi―. Es un gusto conocerte, citadina. Charles me ha contado mucho sobre ti. Ya comenzaba a dudar de tu existencia, hasta que al fin te conozco.
―Charles también me ha contado mucho de ti ―articulé con la mirada en su esposo―. No sabía que Charles tenía una esposa tan alegre. —Rodé la canasta a mi codo y apreté mis manos—. Dime algo, Erika. ¿Es bueno o malo lo que han dicho de mí? Porque siendo una extranjera, no creo que sea del todo bueno.
Ella volvió a enroscarse en el brazo de Charles.
―Para tu sorpresa, lo que he oído es bueno. ¿Estuviste cuidando a Nicholas?
―Sí. —Bajé un poco la voz—. Aún lo hago.
Erika bajó la mirada a la cesta y expandió su sonrisa, igual que la de Charles cuando hablaba sobre comics. Apretó el brazo de Charles y dio pequeños saltitos.
―¿Te mudaste con él? —preguntó emocionada.
―Es temporal.
―¡Eso es genial, Andrea! ―exclamó―. Eso significa que vendrán más personas para la cena de mi cumpleaños. Porque vendrán a cenar con nosotros, ¿verdad?
¡Ni siquiera sabía que la mujer cumpliría años! ¡Ni siquiera la conocía! Miré a Charles. En sus ojos vi la disculpa que no pudo decir. Su esposa era efusiva y muy alegre.
―Aún no lo sé, Erika. Nicholas esta recuperándose. No sé si pueda caminar para esa fecha. —Ni siquiera sabía la fecha—. Todavía no ha empezado su terapia muscular y necesita reposo. No quiero prometerte nada.
―Falta un mes todavía, Andrea. —Erika no era la clase de persona que aceptaba un no—. ¡Anímense! Acompáñennos.
Sentí mis labios resecos y los dedos comenzaron a hormiguear. Erika parecía una persona asombrosa, con una destreza para manejar las situaciones que se presentaban. Sabía que Nicholas necesitaba salir del rancho, sin embargo la idea de compartir con dos personas que no eran entrañables ni pertenecían como tal a mi vida, me resultaba bastante incómodo.
Aún faltaba mucho que escoger en el supermercado, y el tiempo se escurría entre mis dedos. Debía inventar algo rápido o el sol se ocultaría antes de regresar al rancho. Miré por décima quinta vez la canasta con la caja de cereal y me propuse ser lo bastante convincente para no herir los sentimientos de Erika.
―Si Nicholas mejora para esa fecha, iremos.
La efusividad se desbordó nuevamente por su rostro. Me aseguró que era algo simple, solo amigos y familia. Charles elevó los hombros. Les dije que debía terminar de buscar las cosas, así que se despidieron. Erika me volvió a abrazar con todas sus fuerzas. Su felicidad era empalagosa, o quizá yo no era cariñosa. Como sea, terminé despidiéndome de ellos.
Fui por verduras y frutas. Compré artículos no perecederos. Pagué, le agradecí a un chico que me abrió la puerta y subí al primer taxi que pasó por esa blanca carretera. La tormenta se acrecentaba a medida que transcurrían las horas, volviéndose más violenta. La capa de hielo era densa, alta y crujiente. El frío se tornó insoportable a la intemperie. Debíamos estar a menos diez o quince grados.
Los ranchos cercanos al de Nicholas se mantenían aislados del frío, con las ventanas cerradas, el ganado dentro de los establos, las chimeneas encendidas y las luces apagadas. Nunca conocí a ninguna de esas personas. Eran simples fantasmas que nos acompañaban en ese pedacito de tierra, junto a un vasto río que aumentaba de pulgadas con cada nevada.
Bajé del taxi, cancelé la tarifa de invierno y corrí a la entrada. Los copos de nieve impactaron mi rostro. Hurgué en los bolsillos de la chaqueta la llave plateada. Una oleada de frío impactó mi nariz y me congeló los labios. En cuanto encontré la llave, entré a la sala, solté las bolsas y cerré la puerta. Me quité los guantes y la chaqueta. Los arrojé sobre el sofá. Tanteé sobre la repisa de la chimenea y encontré los fósforos. Cuando las llamas naranja se elevaron, froté mis manos sobre el calor.
Una vez que mis dedos recobraron su movilidad, dejé las compras sobre la encimera de la cocina. Ubiqué lo frío en el refrigerador y lo no perecedero en los cajones de madera sobre las encimeras.
El papá de Nicholas era muy estricto con la ubicación de cada cosa. Tenía frascos con los nombres de las esencias, el espagueti, el azúcar, el té y muchas cosas más. Sonreí por un instante y recordé a John. Fue una persona muy amable conmigo, el primero que me subió a un caballo, la persona que me abrió su corazón. Sentí de nuevo el dolor de su muerte taladrándome el corazón.
Nicholas no lo recordaba, la mayoría de las personas no sabían, pero mi mente lo recordaría cada vez que pudiera. Tu causaste su muerte, repetía en mi cabeza una y otra vez. Ayudar a Nicholas era la salvación de mi locura.
Cuando las cosas estuvieron en su lugar, subí para ver a Nicholas. Toqué su puerta justo antes de abrir. Vislumbré, bajo la oscuridad que comenzaba a arropar la habitación, su cuerpo bajo las sábanas. Estaba dormido, con el rostro de lado. Evité la tentación de acercarme, tocar sus mejillas o besar su frente. Aunque quisiera hacerlo, no podía. No podíamos ser los mismos de antes.
Por más que hubiésemos querido ser Nicholas y Andrea de nuevo, era imposible. Solo podía verlo con el cabello largo y la barba que salpicaba su mentón. Solo podía ser la mujer que lo ayudaba con las cosas del rancho, la que lo llevaba a terapia. No podía ser más que un nuevo recuerdo para su mente en blanco.
Mientras lo contemplaba, Nicholas se removió, frotó sus ojos y los abrió. Pestañeó varias veces para aclarar su visión, tiempo que aproveché para aplacar mi cabello. Nicholas formó una sonrisa ladeada con sus enrojecidos labios y se elevó un poco de la cama. Arrastró su cuerpo sobre las almohadas. Quise ayudarlo, pero él se las ingenió para prescindir de mis servicios. Si la mejoría continuaba de esa manera, estaría en Nueva York más pronto de lo que pensaba.
―¿Estás acosándome? ―preguntó adormecido.
Evité reírme.
―Acabo de llegar —respondí—. Quería saber si necesitabas algo.
Asintió.
—Te necesito a ti.
Removió su cuerpo bajo las sábanas y reacomodó su pierna. El brazo no le dolía con tanta intensidad después de suministrarle una dosis de medicina.
―¿Puedes acercarte?
Su pregunta me extrañó. Si quería contarme algo podía hacerlo y lo escucharía bien. De igual forma me acerqué y contemplé su rostro, preguntándome qué era eso.
―¿Te acostarías conmigo? ―preguntó.
―¿Qué? —inquirí con los ojos tan abiertos como un búho.
Nicholas sonrió.
―No es lo que piensas ―comenzó a disculparse―. Tengo mucho frío y el calor corporal es bueno para los enfermos. Por favor, Andrea. Acuéstate a mi lado y transmíteme un poco de tu calor.
No podía permitir que eso que Nicholas pensaba de mi aumentara. No éramos amigos, no eramos pareja, no eramos nada.
―No es profesional, Nicholas. ¿Recuerdas que soy tu enfermera?
―Eres más que eso ―susurró—. Lo sabes.
Clavó sus ojos en los míos. Nicholas estudió cada movimiento que le indicaría lo contrario. Mi Andrea interna chocaba los puños contra la pared, conteniéndose por acostarse junto a él. ¿Qué era un inocente abrazo o un suave tacto para la persona que anhelabas más que el calor del sol?
―No puedo, Nicholas. —Me alejé de la cama. La cercanía me impedía pensar con claridad—. Tengo que desempacar los víveres y preparar la cena.
Mentí. Le mentí para que me dejara ir.
―Los víveres no se irán. Tampoco tengo hambre. Por favor, Andrea. Te estoy suplicando que te quedes un momento. ―Habia una tribulación en sus ojos―. No debes tocarme siquiera. Prometo que me dormiré pronto. Por favor, Andrea.
Su mirada me invitaba a unirme, a cobijarme a su lado y quitarnos el frío. Aunque estaba en su rancho, viviendo bajo el mismo techo, mi mente no olvidó lo sucedido. Esos recuerdos me fortalecieron, quemando cualquier sentimiento que pudiera sentir.
―Vendré cuando la cena esté lista —finiquité.
Caminé al corredor y cerré la puerta. Apoyando mi cuerpo a la fría madera, susurré un «lo lamento», mientras pegaba la frente a la puerta y me ahogaba en ese dolor que me mataba. Ambos nos hacíamos daño. Nicholas estaba pagando el precio de su delito sentimental; un delito por el que aún no había pagado ante la justicia. Dejarme entrar en su vida fue un error, uno que también pagaría.
Preparé la cena y tomé un baño caliente. Le llevé la comida a Nicholas y subí unos minutos después por las sobras. Él no pronunció palabra alguna, ninguno de los dos lo hizo. Nos limitamos a ser corteses. Lo mejor para curar heridas, era dejar que cicatrizaran solas.
Nicholas se sumió en su mundo. Yo hice lo mismo en el mío. Y así pasaron los días, monótonos y solitarios.
Durante las noches tormentosas, cuando la brisa azotaba la ventana y el frío me congelaba la piel, recordaba la calidez de su toque y la dulzura de su voz. Recordaba lo feliz que era, lo maravilloso que fue nuestra epifanía y lo doloroso que se volvería cuando Nicholas recordara.