El encuentro

1838 Words
Justo en ese momento la puerta se abre, su mirada de sorpresa es simplemente mi mejor venganza. Ansiaba ver ese gesto en su rostro, llevarlo al mismo límite de sus emociones, las mismas que sentí yo, al saber de su traición. Sabía que le dolería ver que su mejor amigo y yo, estábamos juntos. Antuam se levanta tratando de darle explicaciones de lo que realmente no necesita ninguna aclaratoria. Lo miro fijamente y con frialdad le digo: —¡Somos amantes! —Rodrigo me lanza una mirada de desprecio, me sujeta de ambos brazos sacudiéndome con fuerza. —¿Cómo has podido, Anna? Antuam aprovecha el descuido de su gran amigo para escabullirse de la situación, mientras Rodrigo sale enardecido detrás de él, yo solo sonrió. Era lo único que esperaba. Me coloco el vestido sin apuros, con absoluta parsimonia. Aunque me encantaría saber que le está diciendo, prefiero disfrutar de aquel dulce sabor de la venganza. Salgo de la habitación y camino por el largo pasillo, como si nada hubiese ocurrido minutos atrás. Quizá pensarán que soy cruel y despiadada. Su opinión cambiará cuando les cuente mi historia y por qué decidí vengarme del único hombre que he amado toda mi vida. Soy la segunda de cuatro hijas, mi madre es apenas una moledora de trigo para el pan que luego amasa y prepara para venderle al rey, y mi padre el mejor herrero de la comarca. Mientras ellos se encargan de trabajar para mantenernos, nosotras permanecemos largas horas en nuestra habitación leyendo las historias de las grandes mujeres que lograron casarse con reyes de la monarquía española. Una especie de adoctrinamiento subliminal que nos dice muy claramente que es lo que debes hacer si deseas estar casada con alguno de los príncipes más importantes de España. Sin embargo, no me agradan las historias de reyes con mujeres sumisas; quiero ser reina, pero ir más allá de ser doblegada por alguno de ellos. Ese fin de semana en el palacio, se realizará la gran fiesta, el príncipe Rodrigo y próximo heredero al trono, elegirá a su futura esposa. Bueno realmente, es su madre, la Reina Emma II quien la escogerá, por lo que resulta más fácil caerle bien a la Reina, que al mismo príncipe. Tanto yo como mis hermanas, soñamos ser la esposa del príncipe Rodrigo. —Hijas, pronto vuestro padre os llamará para saber cual de vosotras será la ideal para el príncipe Rodrigo, así que es mejor que estudien bien todo lo que habéis estado leyendo. El príncipe quiere una mujer culta, pero además que sepa respetarlo y obedecerlo. Teresa, Martina y Elisa serían las mujeres perfectas para él, han estado todas las noches memorizando sus libros de modales y buenas costumbres, mientras yo leo mi libro de poesía de Dostoievski. Quizá suene cursi, pero sí, creo en el amor y que nada puede ser más fuerte que él, nada. Luego que mi madre sale, ellas se disputan el trono, insultándose una a la otra, recurriendo a mí para que desempate el juego. —Yo me quedaré con el príncipe, soy la mayor de las tres, me corresponde a mí, ser la reina. —exclama Teresa. —Olvídate de ello, soy más joven que tú y por lo tanto más guapa. —discrepa Martina. Teresa la toma del cabello, y ambas luchan como tontas. Elisa ríe sin parar. Luego Teresa la mira con repulsión y termina enfrentándose a ella. —¿De qué te ríes? Te crees la mejor, verdad. —increpa a la menor de las hermanas. —No, no me creo la mejor, pero soy la más astuta y sé que lograré casarme con Rodrigo. Las miró y sonrío. —Anna, di tú ¿Quién de las tres es la más hermosa de todas para casarse con Rodrigo? —Todas tres son igualmente hermosas, creo que será difícil para él escoger entre alguna de vosotras. Cada una de ella, mira a la otra por encima del hombro y refunfuña "Humm". Yo me recuesto, apago la luz de la lámpara y me quedo en silencio, viajo en el tiempo a través de mis recuerdos, reviviendo aquella tarde de verano. Tres años atrás… En ese entonces, apenas tenía trece años, al igual que lo soy ahora, suelo ser la mas madura de todas mis hermanas. Mi madre me pidió que esa tsrde, la acompañara al campo para recoger el trigo. Tomé una de las cestas y salí junto a ella. El sol era algo fuerte, por lo que acomodé lo más rápido que pude la cantidad de trigo que ocupaba mi cesta. Mientras mi madre seguía cortando las ramas. Yo caminé hasta el río para lavar mis manos y mi rostro. Me acerqué a la orilla, mojé mis pies y sentí el agua tibia humedecerlos. Lentamente me fui adentrando al agua como hipnotizada por aquel lugar, la tela húmeda de mi vestido se acicalaba a mi cuerpo, el sol iluminaba mi rostro. Me encantaba escuchar el canto de los pájaros al atardecer. De pronto oí el tropel de los caballos acercándose, así que me apresuré a salir de allí y traté de ocultarme detrás de una de las rocas que rodeaban el río. Mi corazón latía apresurado cuando vi al apuesto hombre que se lanzaba del caballo acompañado de uno de sus sirvientes. —¡So caballo, so! —el hermoso alazán de pelaje oscuro resplandecía con los rayos del sol poniéndose.— Demos de beber agua a los caballos —Lo oí decir. Pensé en huir de allí, hasta el lugar donde estaba mi madre; di el primer paso, pero mi pie resbaló y caí nuevamente al agua. Él se giró hacia mí, se quitó las botas, le entregó las riendas del caballo a su criado y se lanzó al agua casi sin parpadear. Lo vi aproximarse e instintivamente cubrí mi pecho con mis manos ocultando la desnudez de mis senos. —¿Quién eres? —preguntó sonriéndome, mientras me sujetaba del brazo. —Soy Anna, su majestad. —comencé a titiritar, y no sabía si era el frío o su presencia lo que me hacía estremecer. —Bonito nombre, Anna. ¿Eres la hija del herrero? Verdad. —me preguntó y eso me llenó de emoción ¿Cómo, me conocía?, me apresuré a responderle. —Sí, su majestad. —¡Príncipe! —le gritó el criado desde lo alto.— ¿Necesita ayuda? —No, no te preocupes Cleotaldo. Ya subo. —respondió y se volteó a verme— ¿Qué haces sola por estos lados? —No, no estoy sola; estoy con mi madre. —respondí con voz trémula. Me ofreció su mano, la sostuve y sentí que él me sostenía el alma. Entonces subió y yo detrás de él, avergonzada de la tela transparente que se amalgama a mi cuerpo. Al llegar a la parte de la colina, me miró sonriendo. Yo me ruboricé ante su hermosa sonrisa. Fue entonces cuando acarició mi rostro y me dijo: —Eres una hermosa niña. Y si el sol es tibio, aún más lo eran sus suaves manos. —¡Anna! —el grito de mi madre me sacó de aquel embeleso. —Es mi madre, debo irme. —no dije más nada y corrí hacia el campo después de recoger mi cesta. Mientras me alejaba sentía su intensa mirada persiguiendo mis pasos, hasta que desaparecí, y me encontré con mi madre, viéndome más que preocupada. —Anna, cariño. ¿Otra vez en ese río? Vas a resfriarte —me regañó, en tono cansado, pero yo estaba tan encantada con mi reciente encuentro que no tuve ánimos de explicarle lo que había pasado, pues mis pensamientos solo podían dirigirse a la cálida mano del príncipe, y la forma en que me sentí a su lado; algo nuevo, algo que me removió el pecho. —¿Te encuentras bien, madre? —le pregunté cuando regresamos a casa, y la vi callada y sudorosa—. ¿Madre? Rápido la tomé en mis brazos antes de que cayera al suelo. De inmediato mis hermanas menores llegaron hasta nosotras para ayudarme a llevarla hasta su habitación. Al encontrarnos allí, Teresa, mi hermana mayor, dejó de perfeccionar uno de sus vestidos y regresó con paños y té natural. —Tranquila madre. Estás agotada, es todo —expresé, preocupada. —Pues… por el pueblo se escucha que hay una enfermedad que es mortal... —¡Elisa! —Todas le gritamos en reclamo, pues al ser la meno, solía ser un poco inoportuna. —Tranquilas. Estaré bien antes de que el sol vuelva a salir —mi madre declaró—. Pero Anna, por favor lleva el pan al palacio real. El rey espera por él, y no tengo energía para llevarlo. —¿Pero por qué siempre debe ser Anna la que vaya? —reprochaba Martina, con cara larga. —Porque Anna conoce a los cocineros del reino. Si quieren ese privilegio deberían ayudarnos más en el campo, ¿no creen? Todas mis hermanas se vieron a las caras, así que vi a mi madre verme de reojo, y entonces sonreí, feliz, porque tal vez podría ser una nueva oportunidad para ver al príncipe. En menos de dos horas, después de cambiar mi vestido mojado a uno limpio, floral y bastante cálido, me encontraba con la gran cesta de pan fresco en una de las puertas del palacio. No era la primera vez que iba, pues a veces solía ir con mi madre mientras me quedaba fuera, viendo con admiración las grandes estructuras en donde habitaban las personas más importantes del reino, entre ellos, el príncipe que conocía ya. —Buenas tardes, señorita. Veo que viene usted sola, ¿y su madre? —Se ha quedado en casa, señor. Vengo a entregar el encargo del rey y la reina. El mismo hombre, quien era uno de los ayudantes de la cocina, me sonrió amablemente, me dejó entrar, y quitó la cesta de pan de mis manos para envolverlos en una mucho más fina y costosa; luego, me extendió el dinero, entonces lo conté. —¿Por qué lo cuenta?, ¿acaso cree que voy a robarle?, ¿quién cree que soy? —Un ayudante de cocina, no menos que yo —dije sin más, molesta por su tono de voz. El hombre me examinó de abajo arriba con el rostro entre enfurecido y atento, me sentí incómoda, así que me dispuse a salir, pero este decidió abrir su bocota. —Mujeres... No importa cuan joven o cuan altaneras sean, todas se rinden a nuestros pies. —¡En sus pies la bosta! —le dije indignada. Fue entonces cuando el hombre me tomó del brazo de forma grotesca, y ante mis gritos e intentos de zafarme, una de las mangas de mi vestido floral se rompió, dejando todo mi hombro izquierdo descubierto. —¿Qué está pasando aquí? —La voz detrás de nosotros me hizo estremecer. Al cruzarme con su mirada un tsunami me invadió por completo.
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