experimento rojo
Todo comenzó cuando presioné el botón rojo para liberar al hombre de la incubadora, creyendo que, al hacerlo, dejaría de sentirme sola y aterrada en un laboratorio repleto de monstruos.
Ese botón rojo del que no me arrepiento presionar, porque tal vez si no lo hubiese liberado nada de lo que ocurrió nos llevaría a saber la verdad del laboratorio y la verdad de por qué me encontraba ahí.
«No liberes a los rojos.
Los Rojos también son peligrosos, están contaminados.»
Nunca entendí a qué se refería esa conversación escrita en una de las computadoras del área hasta que él abrió los ojos. Solo así me di cuenta de que era demasiado tarde para regresar atrás.
Estaba atrapada por esos orbes diabólicos.
Él me tenía presa, y yo... quería ser su presa otra vez.
Sabía quién era yo, quiénes eran mis padres y dónde vivían. El problema era que no sabía nada más acerca de mí o del lugar en el que desperté.
Desperté debajo de un escritorio de largas patas que pertenecía a una oficina con un pequeño baño mal trabajado. Tan solo fui consciente del lugar en el que me encontraba, porque un dolor se apoderó de la parte inferior de mi cabeza: se debía a una herida en la nuca que pude sentirla hasta con la yema de los dedos. Pero no era profunda y no sangraba más.
¿Cómo fue qué me la hice? Y, ¿cómo fue que llegué hasta esa oficina destrozada?
Sobre el escritorio del que salí, se hallaba un computador de pantalla plana. Su Pc estaba hecho pedazos al igual que el teclado, varias de sus piezas esparcidas por el suelo y junto a una silla de rueditas. Había estanterías en la pared junto a la pantalla: repletas de botellas vacías y desacomodas, al igual que muchos pequeños y delgados frascos derramados de extraños líquidos coloridos.
Además de eso, un archivero platinado se hallaba muy mal acomodado en una contra esquina de la habitación. Poco faltaba para que terminará cayendo. Tal archivero tenía todas sus cajoneras extendidas y, sobre todo, vacías. Solo echar una mirada al rededor podía encontrar cientos de trozos de montón de hojas que cubrían la porcelana: seguramente se resguardaban en el archivero.
Las paredes eran todas de concreto, había un gran panel de control del tamaño de una persona adulta y robusta. Estaba lleno de botones y un lente oscuro en el centro de una de las paredes. Pero había un motivo por el que no funcionaba, ya que, al igual que la Pc, los botones del panel estaban hechos añicos y había un agujero en su centro: un agujero en el que podía encontrar una bala.
Aquí nada parecía funcionar.
Nada parecía estar bien.
Lo más perturbador de la oficina, no eran las hojas mayormente despedazadas, ni el panel o la Pc destruidas, sino el lugar... Todo el lugar, porque no era la única habitación.
Fuera de ella, una escalera metálica de muchos escalones llevaba a un piso inferior: a un enorme salón que, solo echar una pequeña mirada, perturbaba. En el centro de ese salón, había una hilera de computadoras conectadas a otras formando un considerable círculo, y lo que ese círculo de computadoras rodeaba, era verdaderamente intrigante. Inquietante y abrumador.
Más inquietante que ver el tamaño de los muchos cables de corrientes que salían de un agujero en el centro de las computadoras, y se conectaban a diferentes tubos que se encontraban ahí mismo. Esos tubos enormes, eran de al menos cuatro metros de altura y dos de anchura. Tenían una forma un poco ovalada en el centro, y estaban rodeados de una extraña capa metálica que, cada cierto tiempo, producían un sonido mecánico que me alarmaba.
La primera vez que me acerqué a una de ellas, juré escuchar unos golpes provenientes de su interior. Fue desconcertante y no pude evitar golpear el metal un par de veces para volver a escucharlo, pero no sucedió nada más.
Para ser más franca, ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que desperté, y no encontraba una sola salida a la cual acudir.
El salón estaba rodeado de puertas que, para mi sorpresa estaban selladas. Cada una de esas puertas con ventanillas cuadrangulares, llevaban a diferentes pasillos del área. No importaba qué hiciera, la seguridad de las puertas era mediante el uso de contraseña. Lo intenté cientos de veces, inventando cualquier digito que contuviera siete números, y con ninguna pude abrirlas. Busqué el código en la oficina, incluso debajo de los computadores y cualquier otra mesa, pero no había nada.
Y creí por un momento que al golpearlas con el extintor rompería el cristal, pero ni eso conseguí al final.
El lugar, que más bien parecía un laboratorio por los cientos de envases cristalizados con partes perturbadoramente humanas, estaba abandonado, y con muy poco funcionamiento eléctrico.
Sí, para mi desgracia, parecía abandonado. Porque no importó cuantas veces grité en cada puerta, esperando a que alguien apareciera y me ayudará a salir, no sucedió nada. Y pese a eso, todavía seguí revisando en cada una de ellas, observando los pasillos con la esperanza de que al menos alguien apareciera tardeo o temprano. Con la esperanza de equivocarme y que en realidad sería encontrada.
No tenía idea de cómo llegué aquí, sin recuerdos si quiera de dónde estaba antes. Al principio pensé que se trataba de un s*******o, pero nada tenía la imagen de serlo. Luego tuve la idea de que tal vez, trabajaba en ese lugar. Pero el sentido de eso se perdía, al saber que no recordaba nada, saber que era la única en este lugar y saber, que el polvo comenzaba cada vez más a cubrir todo materia.
¿De qué se trataba? Era acaso..., ¿una pesadilla? No sabía, estaba confundida, aturdida y asustada. Perdida.
—Si fuera un sueño ya habría despertado—musité.
Había un par de máquinas de comida a las que les rompí el cristal para poder comer algo esta mañana, y una máquina de bebidas a la que aún no había podido abrir. Probé con sacar todos los pequeños tornillos para destaparla por detrás, pero las plumas que utilicé para intentar abrir las puertas— al no haber destornilladores—, se rompieron.
Me acerqué a una de las puertas del laboratorio, mirando a través el pasillo del otro lado, cuya luz parpadeaba, oscureciéndolo de vez en cuando. El pasillo se veía realmente largo de paredes y pisos grisáceos, y no parecía tener fin. Quería saber hacía donde llevaba, cuál era su final. Solo esperaba que alguno de todas esas puertas llevará a una salida.
Esperaba que alguien me encontrara pronto y me sacara de aquí.
Era un poco desconcertante pensar que todo esto tenía aspecto de película de terror, y también, que era la única aquí, atrapada. Nada de esto encajaba. Y por supuesto no era normal.
Lo que no era todavía normal, era sentir que, en alguna parte del lugar, alguien o algo estaba observándome. Sentía su presencia, esa mirada penetrante observándome en cada uno de mis movimientos. Era escalofriante.
— ¡Ayúdenme! — grité. Con mis manos cargando el extintor golpeé la ventanilla de la puerta—. ¿Hay alguien ahí?
Dos golpes más a la puerta y la vibración fueron tan fuerte que sentí como mis huesos temblaron. No me rendí, sin embargo. Seguí gritando, porque solo hasta que la voz se me terminara, me rendiría.
— ¡Por favor, ayúdenme, estoy atrapada!
Atrapada y sola. Con mucho frio, además.
Un tintineó evitó que siguiera golpeando. Giré para ver sobre mi hombro, era el mismo sonido que emanaba de los enormes tubos en el centro de las computadoras. Pero esta vez, el sonido era más fuerte, más penetrante y escandaloso: como si fuera alguna clase de alerta, así lo reconocí. Volví la mirada a la puerta, estaba a punto de golpearla...
Cuando un sonido más perturbador que el anterior, llenó todo el laboratorio. Volví a mirar, exaltada. Las puertas metálicas que rodeaban los tubos estaban corriéndose, todas hacía abajo, ocultándose en una apertura en el suelo.
Agua. Tenían agua.
— ¿Una pecera?
No sabía cómo reaccionar realmente. Pero me atreví a caminar con pasos temerosos.
Las cortinas mecánicas fueron bajando cada vez más, revelando más de lo que pudiera imaginando. Y sí, nunca imaginé lo que vería a continuación.
Eran como enormes peceras rectangulares, solo que en vez de peces que las ocuparan, había algo mucho más grande en cada una de ellas. No sabía cómo describirlo, pero, cada una de las peceras de agua, llevaba un cuerpo de diferente tamaño y un número con la palabra rojo agregado en la parte superior.
Me desconcerté. De todas ellas— la que al parecer era la primera pecera— había una cuya agua se concentraba en un color rojizo oscuro, como la sangre. Apenas era visible, pero escandalosa. Dentro de esa, restos de algunos órganos a los que les hallé forma, se golpeaban contra el cristal de forma rutinaria, como si una fuerza los estuviera empujando:
Eran intestinos y ojos.
Mi cuerpo se estremeció de pavor, me detuve por instinto sintiendo como cada pequeño musculo de mi cuerpo se debilitaba. Ni siquiera pude evitar cuando el estomagó se me contrajo y, vomité.
Horrible. Asqueroso. ¿Qué clase de laboratorio era este? ¿Qué eran esos cuerpos y por qué estaban ahí?
Repuse mi postura una vez asegurado que no vomitaría más. Y sin volver la mirada a esa pecera, revisé la siguiente que estaba enumerado como el 02 rojo. El cuerpo en su interior no llegaba ni al metro de altura, era delgaducho hasta marcar los huesos de su pequeño cuerpo encorvado, como un feto. Toda su piel estaba arrugada, blanquecina, y me pregunté, ¿cuánto tiempo habían estado encerrados?
Su forma era tan humana que podría confundirlo con un niño. Su cabeza no tenía cabello y su rostro no estaba del todo desarrollado, la parte inferior de este estaba cubierto por una máscara de agua, y unos largos y anchos cables flexibles se conectaban a los lados del respirador, estos se extendían a un par de agujeros que terminaban adjuntándose a una sola máquina.
¿Quizás les brindaba oxigeno? Podría ser.
Todos esos cables que salían de la pecera conectaban con la misma enorme máquina. Esta tenía varios botones de diferentes colores: amarillos, verdes, rojos y blancos. Esos botones se repetían alrededor de toda la máquina, y más abajo— casi llegando al suelo—, se hallaba una larga palanca metálica. Quería tirar de ella, pero me abstuve.
No sabía lo que ocurriría si la bajaba.
Además de esos cables, había otros más delgados y transparentes que salían de los antebrazos de los cuerpos, y conectaban a uno de los cables gruesos en dirección a la máquina. Era curioso, realmente interesante ver como en los dos cables transparentes fluía un líquido amarillento.
¿Por medio de ellos se alimentaba a los cuerpos?
Las siguientes peceras eran igual al segundo, solo que unos más formados que otros. Lo más espeluznante fue que en las últimas tres, los cuerpos eran completamente diferentes.
¿Al menos eran humanos?
Su forma era más agrandada y menos encorvada. Pero su cuerpo estaba bañado en gran parte por escamas negras, desde la punta de su cabeza hasta esos pies de cinco dedos. Había algunas escamas que se despegaban de su cuerpo, mostrando un poco de piel rosada.
Eran personas, físicamente lo eran. Su estructura, la forma en que se desarrollaban tal como lo hace un bebé en el vientre... Pero claro, esas no eran peceras.
Eran incubadoras. Creaban vida en ese lugar.
Me aparté, no alterada por el alarmante sonido que todavía no cesaba, sino por lo que acababa de descubrir. Comenzaba a creer que era cierto, que yo trabajaba en este lugar, que yo era parte de ese laboratorio. ¿Qué otro sentido tendría el que estuviera aquí?
Algo terrible debió ocurrir en ese lugar, tal vez un incendio o una fuga de gas, y todos menos yo escaparon.
— ¡Silencio, silencio! — rugí a la alarma que provenía de todas partes del laboratorio. Golpeé mis mejillas, empezaba a faltarme aire, estaba desesperándome. Si seguía así, me volvería loca—. ¡Silencio!
Justo en ese momento, en que mi gritó amortiguó por el sonido agudo, una extraña sensación me envolvió, era la misma que tuve en un principio cuando me sentí observada.
Eché la mirada alrededor, a las puertas y a las incubadoras.
Solo por un instante dejé de sentir mis piernas, me congelé.
De una de las incubadoras de agua, uno de los cuerpos repleto de escamas negras tenía el rostro torcido en mi dirección.
Me moví insegura, pero ahí estaba la evidencia dándome la razón. ¿Esos cuerpos seguían vivos? No podía ser cierto, ¿o sí? En cada paso que daba a los lados, su rostro se movía. Escalofriante e inquietante. Ni siquiera tenía abierto los ojos, pero ahí estaba, siguiéndome. Era como si supiera que yo estaba ahí. ¿Cómo era posible eso?
Acerqué mis pasos y mientras lo hacía, inclinaba más su cabeza. Su pecera llevaba el número 09 rojo.
Estiré mi brazo para tocar el cristal y tan solo lo hice...
Su brazo me imitó.
Se extendió, y de tal manera que su mano golpeó el cristal produciendo una vibración estremecedora en mis músculos para sobresaltarme. Varías escamas se despegaron de su brazo, levantándose de su piel al mismo tiempo en que su mano volvía a golpear el vidrió.
Golpear justo en la parte en la que mi mano estaba.
No tenía palabras que definieran el miedo y la sorpresa, llenando mi cuerpo de adrenalina.
— ¿Qué eres?
De su máscara, varias burbujas salieron y subieron al techo de la incubadora, explotando de inmediato. Respiraba. ¿Los otros también lo hacían? ¿Estaban todos ellos vivos? Volvió a golpear, sus dedos se extendieron liberando todas las escamas posibles para mostrarme el color pálido de su palma. Sus dedos se extendieron aún más a los lados, dejándome absorta: cada uno de ellos se acomodaba frente a los dedos de mi mano, dejando el mismo tamaño de espacio entre cada uno de estos.
Moví mi mano por reflejo ante su cuarto golpe, solo unos centímetros, y lo que nunca esperé fue que la suya me siguió, acomodándose de igual manera. Entonces, subí la mirada, revisando su rostro. Estaba repleto de escamas, escamas que apenas cubrían los bordes de la máscara. Y no, no podía encontrar sus ojos. ¿Tan siquiera tenía ojos? Y sí tenía, ¿cómo era posible que me estuviera viendo?
Palanca de la muerte
PALANCA DE LA MUERTE
*.*.*
Deslizó su mano un poco más arriba del cristal, y apoyando un solo dedo en éste, comenzó a trazar un círculo un tanto deforme. No era un simple círculo, al parecer estaba trazando mi rostro. Sí, eso hacía.
Llevó su dedo sobre mi mano y la trazó también en el cristal. Cuando terminó, llevó su mano lejos de la mía, meciéndola en el agua hasta acercarla a la parte superior de su pecho. Seguí observándolo con cautela y él parecía estar haciendo lo mismo conmigo, analizándome en su inquietante silencio. De alguna forma, me estaba viendo, porque sentía su mirada en mí.
Y no ver sus ojos me perturbaba. No, me perturbaba más no saber qué era él, o si realmente era él y no ella. Tenía forma de hombre, pero con todas esas escamas temía que terminara siendo una clase de animal. Una bestia, un monstruo. Debía ser peligroso y sí así era, mejor que estuviera en la incubadora y no fuera de ella.
— ¿Serás peligroso?
Fuera lo que fuera, estaba claro que llevaba mucho tiempo aquí, y sí él o ella tenía vida, quería decir que todos los demás también. Envié la mirada a las otras peceras, la que estaba a mi izquierda tenía una hoja pegada en uno de los bordes del cristal. Me acerqué enseguida para leerla.
ExRo08. Ese era el título.
Toda la demás información estaba en un idioma extraño. Desconocido. Pero tenía unos dibujitos que llamaron mucho mi atención: el dibujo de una persona estaba en los primeros siete párrafos de la hoja, y debajo de esta, en las siguientes palabras le seguía una cruz verde acompañada de un botón amarillo. Todavía más abajo, antes de llegar a lo que parecía ser un código de dígitos, se tallaba una palomita roja. Era extraño que en una palomita le pusieran el rojo cuando la palomita significaba bueno y el color rojo, por lo general en una cruz significaba malo.
Tuve esa familiaridad, ese sentimiento de que ya antes había visto esas figuritas.
Y entonces las reconocí. Eran los mismos dibujitos que estaban en algunas de las hojas quemadas de la oficina, y que a la misma vez se hallaban marcados en los botones de la maquina conectada a las peceras. Aunque los dibujitos en esos botones eran mucho más pequeños y la mayoría un poco borrosos. Para corroborar que estaba en lo cierto y no me equivocaba, me acerqué a la maquina donde estaba esa palanca. Los revisé, cada uno por igual. Sí, eran los mismos dibujos. Me pregunté qué significaban.
Toqué un botón sin presionar, y empecé a contarlos. Diez rojos, diez verdes, diez amarillos, diez blancos. Todos repartidos por igual, y una sola palanca.
Y diez incubadoras. ¿Sería posible que cada botón se conectara a esas incubadoras? Tuve curiosidad de saber qué era lo que hacían. Había mucha coincidencia, pero era demasiadas preguntas, y ni una sola respuesta.
El silenció se hizo en toda la habitación, a excepción de ese, apenas, audible pitido detrás de mí. Su sonido agudo podía identificarlo como el de las maquinas cardiacas en el hospital. Marcado y lento. Llevé la mirada a las computadoras que nos rodeaban en un círculo. Aunque la gran mayoría estaban apagadas, diez de ellas se mantenía iluminadas por una numeración que retrocedía. Y nueve de ellas pitaban al unísono.
Me moví rápidamente a una de las primeras cinco computadoras junto a la escalera, la cual daba a la oficina. Llevaba la numeración 12:29:45 y palpitaba de amarillo. Me pregunté qué significaba, ya que el último digito retrocedía vorazmente, y cuando este llegaba a cero, los segundos dígitos retrocedían un número. ¿Significaban días, horas, minutos, segundos?
Horas, minutos y segundos, ¡sí, era eso! Más que obvio. Pero la única pregunta era saber lo que sucedería una vez llegado a cero.
Nada bueno, supuse.
Revisé todo el resto de computadoras, pero cada una de los nueve aparatos electrónicos tenía diferente numeración: uno con una numeración más chica. Eso empezó a alterarme, no estaba bien, no lo estaba. ¿Y sí era alguna clase de bomba? No, estaba pensando demasiado rápido. Miré hacía el resto de las máquinas, y todas permanecían apagadas.
Suspiré con fastidio.
— ¿Qué quiere decir todo esto?
Mi cuerpo lanzó un respingón y mis ojos se abrieron con mucha fuerza. La computadora onceava—que estaba junto a mí —encendió, se iluminó de verde y volvió a ser negra: apareciendo enseguida, un guion largo parpadeando lentamente en la cima de la pantalla. Me incliné, mis dedos acariciaron el teclado y se llenaron de polvo. Di a enter, sin pensar en las consecuencias, y poco después una lista larga llena de diferentes idiomas, apareció.
— ¿Qué...? — Ni siquiera pude terminar mi pregunta cuando, con el mouse di un click en mí idioma que estaba entre todos ellos. Segundos después, la pantalla volvió a ser negra y nada más ocurrió. Busqué alguna otra ventanilla, piqué a todas las teclas del computador para que apareciera algo más, e intenté encenderla otra vez. Pero nada. La pantalla seguía igual. Fui con las demás, presioné todos los botones.
Nada ocurrió.
Eso me tenía frustrada.
Me miré las manos con inquietud, tenía ganas de golpear algo, pero me abstuve, no era momento de perder la calma. Salí del círculo de computadoras y me acerqué al lavabo. Antes no lo había usado y esta sería la primera vez. Aunque no sabía si había agua en las tuberías. Presioné la llave que se colocaba encima del grifo. Un sonido hueco se escuchó en el interior de la pared en la que conectaba el chicotillo del lavabo antes de que una gran cantidad de agua oscurecida saliera del grifo.
La observé perturbada y como el agua poco a poco terminaba aclarándose hasta volverse traslucida. Mojé mi rostro, tallé mis ojos y tomé un poco de la misma agua para calmar mi sed antes de cerrarla. Solo pedía que no estuviera contaminada.
Fui a revisar los pasillos desde las ventanillas de cada puerta. Di al menos unas veinte vueltas repetitivamente, gritando en cada una, y golpeándolas con el extintor: el metal de las puertas rugía y retumbaba.
¿Cómo era qué después de tantos golpes no se abrían o las ventanillas seguían intactas?
— ¡Ábrete ya! — Pateé una de ellas y me arrepentí de inmediato cuando la fuerza pincho un dolor desde la punta del pie hasta el muslo. Me aparté sobando mi pierna y quejándome mientras el dolor minimizaba.
No iba a rendirme, no lo haría jamás. Tenía que hallar una salida costará lo que costará. Pero por ahora, debía descansar un poco y recuperar mis fuerzas para seguir.
Dejé el extintor y miré a la máquina de bebidas que estaba junto a una mochila en el suelo. Pronto me encaminé, rodeando el laboratorio para llegar a ella. Debía intentar abrirla otra vez, en esta posición, esas bebidas me ayudarían a seguir con vida mientras encontraba una salida.
(...)
No supe en qué momento sucedió, si perdí la conciencia o si me permití tomar un descanso en ese frio suelo de concreto. Me sentía muy cansada, así que era más que obvio que me quedé dormida. Bajé la mirada, mi mano sostenía una lata vacía de gaseosa mientras que la otra, un paquete de galletas dulces por la mitad. Al fin había podido abrir la máquina de bebidas, no fue nada fácil. Golpeé tantas veces pude la parte posterior de la maquina con el extintor, hasta que simplemente se agujeró el delgado material.
Dejé la lata y las galletas a un lado y me levanté estirando los músculos de mi cuerpo. Vaya, eso al menos se sintió bien comparado con todo lo demás.
Anduve nuevamente alrededor del salón echando un ojo a los corredizos. Cada uno de ellos, 21 pasillos, para ser exactos. Y todos estaban en las mismas condiciones, con sus farolas parpadeando, oscureciendo el corredizo por una fracción de segundo e iluminándolo por el mismo tiempo. No había nadie del otro lado, estaba vacío y con apenas una densa neblina que juraba y antes no estaba ahí. Confundida me obligué a cerrar los ojos y volver a ver. Sí, definitivamente era neblina, pero, ¿cómo fue posible?
Dejé de estar inversa en mis pensamientos y, con indecisión, me obligué a apartar la vista y a seguir mi camino. Pero antes de llegar a la siguiente puerta y revisar el pasillo, retrocedí.
Fue un movimiento dudoso, el cual me detuvo cuando mis ojos se lanzaron a mirar de soslayo por las computadoras. Algo no estaba en su lugar. Me convencí de que solo había sido mi imaginación, pero cuando volví a lanzar la mirada, era todo lo contrario.
Sí, algo había cambiado.
Me atreví a acercarme con la mirada en cada una de las incubadoras, buscando ese trozo de rompecabezas que no encajaba. Y terminé pestañando. La segunda incubadora había cambiado. El color del agua era otra, desagradable, devastadora a los ojos. Su color oscurecido en un intenso rojo, era el mismo aspecto que en la primera pecera. Terminé de rodear las computadoras con la peor sorpresa de que, un trozo de mano con la punta del hueso saliéndole de la piel trozada, se alzaba de la profundidad del agua y chocaba contra el cristal.
¿Qué había sucedido? Varias preguntas colapsaron cuando di otra mirada alrededor y noté que una de las primeras computadoras estaba en números ceros. Tanteé a acercarme con incredulidad, pero sí, sus números, todos, estaban en cero. Giré para ver las incubadoras, sobre todas esas que estaban tornadas en sangre y con restos de los cuerpos. Era demasiado extraño y perturbador a la vez, pero comencé a pensar que cada computadora estaba conectada a cada incubadora, porque si lo pensaba mejor, eso tenía cierta lógica.
Estaban todas relacionadas.
Ocho de las computadoras, empezando desde la tercera, les apareció seis dígitos que retrocedían. La primera computadora no tenía números, y el cuerpo de la primera incubadora ya estaba hecho pedazos. Había sido triturado al igual que la segunda incubadora. Sentí el pequeño escalofrío, recorrerme el cuerpo al revisar los números de las otras pantallas.
A la tercera solo le restaban minutos para terminar en ceros, y el resto, estaban en menos de 8 horas.
Si llegaban a cero, algo en la incubadora los mataba.
Me pregunté por qué, por qué estaba sucediendo eso. Volví la mirada, sobre todo a la incubadora 09 rojo. Su rostro subió al mismo tiempo en que el mío lo hizo. A él le faltaban 9 horas para morir. Pero, ¿qué los mataba? Mis piernas se movieron contra mi voluntad, encaminándose en su dirección.
De todos los cuerpos, ese era el único activo, despierto, vivo. Me tenía en la mira conformé terminaban los centímetros para llegar a su incubadora. Había otra cosa que no encajaba, y esta vez, era su cuerpo. Más de la mitad de su brazo estaba ileso de escamas, mostrando una piel blanca, casi como la mía. Evalué sus dedos, sus nudillos, esa muñeca y el hueso que se marcaba en ella. Perturbada. Recorrí su antebrazo hasta llegar al codo y darme cuenta de que...
Se trataba de un brazo humano.
Su pecho igual mostraba un poco de esa piel, y en cierta parte de sus piernas y cuello también. ¿Debajo de todas esas escamas, estaba un cuerpo humano? ¿Una persona?
— ¿Eres una persona? —apenas sentí la pregunta salir de mis labios.
Me pregunté por qué, por qué estaba sucediendo eso. Volví la mirada, sobre todo a la incubadora 09 rojo. Su rostro subió al mismo tiempo en que el mío lo hizo. A él le faltaban 9 horas para morir. Pero, ¿qué los mataba? Mis piernas se movieron contra mi voluntad, encaminándose en su dirección.
De todos los cuerpos, ese era el único activo, despierto, vivo. Me tenía en la mira conformé terminaban los centímetros para llegar a su incubadora. Había otra cosa que no encajaba, y esta vez, era su cuerpo. Más de la mitad de su brazo estaba ileso de escamas, mostrando una piel blanca, casi como la mía. Evalué sus dedos, sus nudillos, esa muñeca y el hueso que se marcaba en ella. Perturbada. Recorrí su antebrazo hasta llegar al codo y darme cuenta de que...
Se trataba de un brazo humano.
Su pecho igual mostraba un poco de esa piel, y en cierta parte de sus piernas y cuello también. ¿Debajo de todas esas escamas, estaba un cuerpo humano? ¿Una persona?
— ¿Eres una persona? —apenas sentí la pregunta salir de mis labios.
No sabía qué creer.
¿Era verdaderamente humano? Entonces, ¿por qué las escama? Me sentí enloquecer conforme pensaba cada vez más en el tema. Sostuve mi cabeza y dejé caer la mirada a la parte inferior de su cuerpo. Algo ahí llamó profundamente mi atención y no tardé en colocar las palmas de mis manos en el cristal para ser imitada por él. Un gran abanico de siete aletas puntiagudas con la forma de las aspas de una licuadora, cubrían la parte inferior de la pecera.
Eran aspas, sí, lo eran.
—Tú también morirás—comenté. Entonces las burbujas brotaron de su máscara, y vi como su rostro bajaba como si mirara las mimas aspas que yo. Sentí una clase de ironía ya que sus reacciones parecían responderme—. Ya lo sabes.
Empecé a retroceder para seguir revisando, cuando su asentimiento me dejó con las piernas congeladas, evitando que siguiera mi camino.
— ¿P- puedes entenderme? —pregunté volviendo a colocar mis manos en el cristal. Otro asentimiento, y la sorpresa brotó en mí con demasiado escándalo. Seguí observándolo con asombro. Estiró su brazo repentinamente y señaló hacia su derecha: hacía la máquina de botones de colores—. ¿La máquina?
Asintió dos veces. Me sentí más confundida, pero lo supe. Él quería decirme algo. Me tomé un segundo para evaluar la máquina y luego, volverlo a ver.
— ¿Qué quieres que haga?
Mi corazón se alborotó. Un tintineo y un sonido agudo cada vez más fuerte, me apartaron. Dejé de ponerle atención y busqué de dónde provenía, y al acercarme a cada incubadora, lo encontré. Mis ojos se encimaron en el cristal de la tercera. El abanico de aspas estaba agitándose con rotunda fuerza, logrando que cada vez más el agua se batiera, y con esa misma presión, jalara el cuerpo de pequeño tamaño.