Capítulo I
I—Olive bajará dentro de unos diez minutos; me pidió que se lo dijera. Unos diez minutos: esa es Olive. Ni cinco ni quince, pero tampoco diez exactamente, sino más bien nueve u once. No me pidió que le dijera que se siente feliz de verlo, porque no sabe si lo está o no, y por nada del mundo se expondría a decir algo impreciso. Si hay alguien honesto esa es Olive Chancellor; es la rectitud en persona. Nadie dice nada impreciso en Boston; la verdad es que no sé cómo tratar a esta gente. Bien, de cualquier manera estoy muy contenta de verlo.
Estas palabras fueron pronunciadas con aire voluble por una mujer rubia, regordeta y sonriente que entró en una angosta sala en la que un visitante que aguardaba desde hacía algunos minutos se encontraba inmerso en la lectura de un libro. El caballero no había siquiera necesitado sentarse para comenzar a interesarse en la lectura; al parecer había tomado el volumen de una mesa tan pronto como llegó, y, manteniéndose de pie, después de una sola mirada al apartamento, se había sumido en sus páginas. Puso a un lado el libro al acercarse la señora Luna, sonrió, le estrechó la mano y dijo como respuesta al último comentario de la dama:
—Usted ha sugerido que dice mentiras. Tal vez esa sea una.
—Oh, no, no hay de qué maravillarse en que me alegre su visita —respondió la señora Luna— si le digo que he pasado ya tres largas semanas en esta ciudad donde nadie miente.
—Sus palabras no me parecen demasiado elogiosas —dijo el joven—. Yo no pretendo mentir.
—Oh, cielos, ¿cuál es la ventaja entonces de ser un sureño? —preguntó la dama—. Olive me ha encargado de decirle que espera que se quede usted a comer. Y si lo ha dicho es que verdaderamente lo espera. Está dispuesta a correr el riesgo.
—¿Tal como estoy? —preguntó el visitante, adoptando un aspecto más bien humilde.
La señora Luna lo miró de la cabeza a los pies, y sonrió ligeramente como si tuviera ante sí una larga columna de números que sumar. Y en efecto, Basil Ransom era muy alto, y su aspecto era tan duro y desalentador como una larga suma, a pesar del rostro cordial que inclinaba sobre la mensajera de su anfitriona, el cual, a pesar de su delgadez, tenía una profunda línea, una especie de arruga prematura a ambos lados de la boca. Era alto, delgado y vestía completamente de n***o: el cuello de la camisa era bajo y ancho, y el triángulo de lino, un poco arrugado, que se mostraba por la abertura de su chaleco, estaba adornado por un alfiler ornamentado con una pequeña piedra roja. Fuera de esto, el joven tenía un aspecto pobre, tan pobre como podía parecer un joven con un rostro tan bello y ojos tan espléndidos. Los de Basil Ransom eran oscuros, profundos y brillantes; la cabeza tenía un aire de nobleza que posiblemente lo hacía parecer más alto; era una cabeza que hubiera sobresalido sobre una multitud tras la mesa de un juzgado o en una tribuna política, o hasta esculpida en una medalla de bronce. La frente era alta y amplia, y sus espesos cabellos oscuros estaban perfectamente cepillados; peinados sin raya, caían hacia atrás como la melena de un león. Estos elementos, especialmente los ojos, con su llama intensa, podían indicar en él un futuro de gran estadista americano; o, por otra parte, podían simplemente probar que procedía de Carolina o de Alabama. Era originario, en efecto, de Mississippi, y hablaba con el acento de aquella región. No me es posible reproducir con alguna combinación de sílabas ese simpático dialecto; pero el lector iniciado no tendrá dificultad en evocar el sonido, que en el caso presente no se asociaba con nada vulgar ni superficial. Este joven delgado, pálido, de color amarillento, con las ropas raídas, con su cabeza distinguida, los hombros de persona sedentaria, la brillante dureza de rasgos, su apariencia provinciana y distinguida, es, como representante de su sexo, el personaje más importante en mi relato. Él desempeñó un papel muy activo en los acontecimientos que me propongo narrar hasta cierto límite. Y sin embargo al lector que desee tener una imagen más completa del hombre y quiera leer con los sentidos más que con la razón, le aconsejaría no olvidar que prolongaba las consonantes y se comía las vocales, que incurría en elipsis e interpolaciones igualmente inesperadas, y que su discurso estaba teñido de un sentimiento de amplitud y de pesadez, con algo de africano en sus ricos tonos bajos, algo que sugería las extensiones ilimitadas de los campos de algodón. La señora Luna se había preocupado en observar todo esto, pero vio solo una parte; de otro modo no habría respondido de un modo burlón a su pregunta:
—¿Acostumbra a vestir de modo diferente a como ahora? —La señora Luna asumía un tono familiar, intolerablemente familiar.
Basil Ransom enrojeció ligeramente. Luego dijo:
—Oh, sí, cuando como fuera llevo habitualmente conmigo una escopeta y un cuchillo de caza. —Y acarició con gesto vago su sombrero, un sombrero n***o y blando con la copa muy baja y las alas inmensas y rígidas.
La señora Luna quiso saber qué estaba haciendo. Lo hizo sentar; le dio las más amplias seguridades de que su hermana lo esperaba de verdad, y que se sentiría tan mal como solo ella podía sentirse —pues debía saber que era de tipo fatalista— si él no accedía a quedarse a cenar. Era una pena inmensa que ella tuviera que salir en esos momentos; en Boston era difícil salvarse de las invitaciones. También Olive tenía que ir a otro lugar después de comer, pero a él no debía preocuparle eso, y, tal vez, hasta le gustaría acompañarla. No se trataba precisamente de una recepción, Olive no iba a fiestas; era una de esas tétricas reuniones a las que era tan afecta.
—¿A qué clase de reuniones se refiere? Habla usted como si fuera un encuentro de brujas en el Brocken.
—Bueno, eso es precisamente; se trata de reuniones de brujas y magos, médiums, espiritistas y radicales fervientes.
Basil Ransom se quedó perplejo; la luz amarillenta en sus ojos castaños se hizo más profunda.
—¿Quiere usted decir que su hermana es una ferviente radical?
—¿Una radical? Es un jacobino con ropa de mujer… es una nihilista. Todo lo que existe es malo, y ese tipo de cosas. Si va usted a almorzar con ella será mejor que lo sepa.
—¡Oh, cielos! —murmuró vagamente el joven, recostándose en la poltrona con los brazos cruzados. Miró a la señora Luna con una incredulidad inteligente. Era una mujer bastante hermosa; los cabellos rizados le caían como racimos de uvas; parecía que el busto se abriría a cada momento debido a su vivacidad; y por debajo de los rígidos pliegues de su crinolina surgía un pie pequeño y gordezuelo, sostenido por un alto tacón. Era una mujer atractiva e impertinente, especialmente esto último. Él pareció considerar que era una lástima que ella hubiera dicho lo que había dicho; pero pareció perderse en esta consideración, o, de cualquier manera, no dijo nada durante un buen rato, mientras sus ojos vagaban sobre la señora Luna, y probablemente tratara de adivinar qué tipo de doctrina representaba, ya que parecía compartir muy poco los puntos de vista de su hermana. Muchas cosas le resultaban extrañas a Basil Ransom. Boston parecía estar especialmente colmado de sorpresas, y él era un hombre a quien le gustaba comprender. La señora Luna se calzaba los guantes; Ransom no había visto ningunos tan largos como aquellos; le recordaban las medias de una mujer y se preguntó cómo los podría sostener sin ligas en los hombros—. Bueno, supongo que sí, que es mejor saberlo —concluyó al final.
—¿Que es mejor saber qué?
—Bueno, que la señorita Chancellor es todo lo que usted dice. A fin de cuentas fue educada en la ciudad de las reformas.
—Oh, no es asunto de la ciudad sino de Olive Chancellor. Ella reformaría el sistema solar si pudiera echarle mano. Lo reformará a usted si no tiene cuidado. En este estado la he encontrado a mi regreso de Europa.
—¿Ha estado usted en Europa? —preguntó Ransom.
— Merci, sí; ¿y usted?
—No, yo no he estado en ningún lugar. ¿Y su hermana?
—También; pero permaneció allá solo una hora o dos. Detesta Europa; de buena gana la aboliría. ¿No sabía usted que yo había estado en Europa? —continuó la señora Luna en el tono ligeramente agraviado de la mujer que descubre los límites de su prestigio.
Ransom consideró que podía responder que hasta hacía cinco minutos ni siquiera tenía idea de su existencia; pero recordó que no era ese el modo en que un caballero del Sur debía hablar a las damas, y se contentó con decir que debía perdonarle su ignorancia beocia (le gustaban las frases elegantes); que él vivía en una parte del país donde no pensaban demasiado en Europa y que siempre había creído que ella tenía su domicilio en Nueva York. Esta última observación fue lanzada al azar, ya que, por supuesto, jamás había pensado en la señora Luna. Su deshonestidad, sin embargo, solo lo expuso a peligros mayores.
—Si pensaba usted que vivía en Nueva York, ¿por qué entonces nunca me hizo una visita? —preguntó la dama.
—Bueno, ve usted, no salgo mucho, excepto cuando voy a la corte.
—¿Se refiere usted a la corte de justicia? Todo el mundo tiene aquí una profesión. ¿Es usted muy ambicioso? Tiene el aspecto de serlo.
—Sí, mucho —respondió Basil Ransom, esbozando una sonrisa, con esa extraña inflexión femenina con la que un caballero del sur pronuncia aquel adverbio.
La señora Luna explicó que había vivido en Europa durante varios años, desde que había muerto su marido, pero que había vuelto al país hacía un mes con su hijo pequeño, lo único con que contaba en el mundo, y estaba visitando a su hermana, quien, por supuesto, era la persona más próxima a ella después de su hijo.
—Aunque no es la misma cosa —dijo—. Olive y yo estamos en desacuerdo en casi todo.
—Lo que no sucede entre usted y su hijo —comentó el joven.
—Oh, no, jamás tengo una diferencia con Newton.
Y la señora Luna añadió que ahora que había vuelto no sabía qué debía hacer. Eso era lo peor de haber vuelto; era como volver a nacer, y a su edad tenía que comenzar desde el principio. Ni siquiera sabía por qué había vuelto. Había personas que querían que no pasara el invierno en Boston; pero ella no podía considerar eso seriamente, por lo menos sabía a qué no había venido. Tal vez alquilara una casa en Washington, ¿había oído hablar de aquella pequeña ciudad? La habían inventado mientras ella estaba fuera. Por otra parte, Olive no la quería tener en Boston y no se había preocupado de ocultarlo. Eso era lo bueno de Olive; nunca se ceñía a las formas.
Basil Ransom se levantó mientras la señora Luna hacía esta última declaración, pues una joven había entrado en la habitación y se había detenido tan pronto como le llegaron al oído aquellas últimas palabras. Se quedó observando, consciente y más bien severamente, al señor Ransom; una sonrisa débil apareció en sus labios; era lo suficientemente perceptible como para iluminar la natural gravedad de su rostro. Se la hubiera podido comparar con un débil rayo de luna que ilumina las paredes de una prisión.
—Si eso fuera verdad —dijo—, no tendría que decirle que me desagrada mucho haberle hecho esperar.
Tenía una voz de tono bajo y agradable —una voz cultivada—, y extendió una mano delgada y blanca al visitante, quien declaró con cierta solemnidad (se sentía culpable de participar en las indiscreciones de la señora Luna) que se sentía intensamente feliz de conocerla. Observó que la mano de la señorita Chancellor era fría y blanda; ella solo la había dejado entre las suyas, sin ejercer la menor presión. La señora Luna le explicó a su hermana que su libertad de lenguaje se debía al hecho de estar con un pariente, aunque, en realidad, no parecía saber mucho sobre ellas. No creía que hubiera oído hablar antes de ella, la señora Luna, aunque lo pretendiera, con su galantería de hombre del Sur. Ahora debía marcharse a una comida, había visto que el carruaje la esperaba, y en su ausencia Olive podía darle la versión que mejor le pareciera.
—Ya le he dicho que eres una radical, ahora tú debes decirle, si quieres, que soy una nueva Jezabel. Trata de reformarlo; una persona de Mississippi con toda seguridad no tiene una sola idea correcta. Yo volveré muy tarde; iremos después al teatro, por eso vamos a comer temprano. Adiós, señor Ransom —continuó la señora Luna, envolviéndose en una capa de plumas blancas que hacía resaltar su tez nívea—. Espero que se quede acá una temporada, para que pueda juzgarnos por sí mismo. Me gustaría mucho que conociera a Newton; es un chico de naturaleza noble y quisiera que usted me aconsejara sobre él. ¿Solo permanecerá hasta mañana? ¿Por qué? ¿Por qué tanta prisa? Bueno, recuerde ir a visitarme en Nueva York; pasaré seguramente allí una parte del invierno. Le mandaré una nota; no lo dejaré escapar. No, no salga; mi hermana tiene ahora la preferencia. Olive, ¿por qué no lo llevas a tu convención feminista? —El tono familiar de la señora Luna se extendía también a su hermana; le hizo notar a la señorita Chancellor que parecía haberse vestido como para hacer un viaje por mar—. Por fortuna no tengo opiniones que me impidan ponerme un vestido de noche —declaró desde el umbral de la puerta—. ¡Hay que ver la cantidad de tiempo que dedican a la ropa las personas que temen ser consideradas frívolas!