Guido Pagliarino “Las investigaciones de Juan Marcos, ciudadano romano”, novela histórica-6

2065 Words
Marcos, con el corazón agitado por la emoción, había entendido por el contrario la invitación de Bernabé como una señal del Cielo, en sintonía absoluta con lo que ahora se revelaba como una profecía. Así, con enorme pasión, había aceptado de inmediato. —Ah, no, ¿eh? —había escuchado sin embargo a su madre, cuando esta había sabido su próxima partida—: ¡Es un viaje lleno de peligros! Sabes muy bien que no me hace ninguna gracia que des vueltas por el mundo: ¿no te basta con lo que le sucedió a tu padre? —Deberé visitar también el sepulcro antes o después, ¿no te parece? —le había respondido Marcos con tono severo—. ¿Qué hijo sería si lo ignorara toda la vida? Y además deberías saber bien que Cristo no quiere cobardes. Mamá, deja de entrometerte. La mujer había inclinado la cabeza. Capítulo VII La nave, que había zarpado de Seleucia, cerca de Antioquia, hacia la isla de Chipre, provincia senatorial romana, después de 155 millas de fácil navegación gracias a las corrientes normalmente débiles en esa zona del mar, había atracado en el puerto de Salamina, primera etapa del viaje misionero. Bernabé, Saulo y Marcos se habían alojado en casa de un hermano en la fe, m*****o de la pequeña comunidad cristiana en la que el primero de los tres había sido evangelizado en su momento. Los hebreos eran numerosos en la ciudad y había diversas sinagogas. Los dos apóstoles y Marcos, siendo también judíos, tenían libre acceso a estas. Así que Bernabé y Saulo, acompañados por el joven, habían entrado el sábado siguiente en una de ellas y, después de las oraciones en común con los demás participantes, habían predicado a Jesucristo resucitado. Había empezado a hablar Bernabé, al estar en su ciudad y conocer a muchos de los presentes. Tomando un rollo de la Torá que incluía enseñanzas del Levítico, había leído este versículo: —El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá la barba e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada.17 Luego había comentado: —Hijos de Israel, fuimos enseñados por los sacerdotes y los escribas del templo de Jerusalén, no por el Altísimo, que el Señor es el omnipotente al que ni siquiera se puede citar por su nombre, la divinidad a la que se debe servir con temor y se nos dijo que cuando se traiciona este deber, él castiga, no solo no concediendo la vida eterna, sino enviando desventuras y enfermedades al culpable y a sus descendientes. Y es por esto por lo que consideráis a los más graves de entre todos los enfermos los incurables e intocables leprosos, como pecadores imperdonables, a pesar de que el precepto que os acabo de leer tuviera originalmente solo un objetivo higiénico: evitar el contagio, sin ninguna condena moral del enfermo. Pues bien, hijos de Israel, ¡Jesús, el Mesías que predicamos, nos dio una inequívoca señal de que es de verdad el Altísimo, tocando y curando a un leproso! Según la despiadada mentalidad difundida por sacerdotes y escribas, el Mesías habría quedado de tal manera impuro en su corazón, aunque hubiera tocado al intocable por caridad a fin de demostrar, antes de sanarlo, que el pobre hombre, como todos sus iguales, no era un pecador castigado por el Cielo. Y fue precisamente gracias al amor de Jesús hacia aquel enfermo por lo que el Espíritu, que es el Amor absoluto, realizó el milagro de la curación. ¡Amigos! Durante toda su vida el Mesías del Padre celestial se dedicó a cambiar el sentimiento de esclavos de nosotros, los hijos de Israel, desde hace mucho tiempo sometidos sumisamente al poder de los sacerdotes y de los doctores de la Ley, descuidando las enseñanzas recibidas por medio de los Profetas del Señor. Jesús ha revelado que, para el Altísimo, la pureza e impureza están en nuestras decisiones buenas o malas, no en los gestos del culto individual ni en los ritos religiosos colectivos inventados por los gobernantes de los judíos. Y ha desvelado que Dios, por amor, se pone al servicio de los hombres y no reclama en absoluto ser servido: nos pide por el contrario imitarle amándonos y ayudándonos los unos a los otros. Jesús fue el primero en servir a su prójimo dando ejemplo: él, el Ungido del Padre, se ha convertido en siervo enseñando que a la jefatura no debe corresponderle mandar y ser servida, como piensan por el contrario los sacerdotes y escribas, sino servir. Sabed, amigos, que en el curso de la última cena con los suyos, como atestiguan los propios discípulos que estaban con él en la mesa y que conocemos personalmente, antes de ser arrestado y asesinado, para dejar una señal indeleble de sus enseñanzas, se levantó y se quitó la túnica, símbolo de autoridad, se puso la bata, señal de servicio, y lavó y secó los pies de los suyos. Finalmente ordenó: «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. En realidad, os he dado ejemplo para que actuéis como yo. Y vosotros también debéis ser un ejemplo para el mundo». Jesús seguía siendo sin embargo el maestro y dio muestras de ello cuando se visitó de nuevo con la túnica: se volvió a sentar en la cabecera de la mesa y empezó de enseñar. ¡Pero cuidado, queridos hermanos! No se quitó la bata y demostró así que el propio Dios está siempre al servicio espiritual de los hombres. De hecho, Jesús dijo poco después a los suyos: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Sí, hay que dar amor real a nuestros iguales: ¡Es así como se adora sobre todo al Altísimo! —Nos gustaría entenderte mejor —había dicho el jefe de la sinagoga. Saulo había tomado la palabra: —Jesús el Mesías no había venido a reformar el templo y los actos del culto, no era así como había querido propiciar a los judíos el favor divino y menos aún había actuado a fin de que la benevolencia del Cielo llevara a Israel a la conquista del mundo con las armas bajo su comando regio: ¡esta no era la figura del Mesías anunciada por los Profetas! Tampoco era un simple profeta, sino que era la misma manifestación en la tierra del invisible Padre divino, su misma Palabra de Verdad. Enseñaba que la institución religiosa impedía la comunión con el Altísimo y por esto no había ni siquiera tratado de reformarla, sino que sencillamente la había condenado, indicando el paso de la religión del templo, con sus ritos, sus jefes calculadores y los inútiles sacrificios de animales y frutos de la tierra, a la fe directa en el Padre, quien está presente, no en los templos, sino en el corazón de cada uno: una fe que sabe intuir que el Altísimo está a nuestro servicio como seres humanos y que se distingue por el amor cotidiano por el prójimo. Sí, como os ha referido ahora mismo Bernabé, Jesús dijo esto a sus apóstoles: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Y es por tanto el mismo Padre el que nos sirve a los hombres y nos empuja a servirnos entre nosotros por amor. ¡Podéis entender, amigos, lo que podían parecer a los dirigentes de Israel las enseñanzas de Jesús, predicadas públicamente durante más de dos años! Sobre todo a los sacerdotes que tenían, y continúan teniendo, la exclusividad de la mediación con Dios mediante precio, a la que se acompaña, por medio de sirvientes, con la venta en el patio del templo de los animales a sacrificar, aunque Jesús se manifestó clamorosamente en contra de ella, y la propiedad de las carnicerías en Jerusalén, gestionadas por otros dependientes, en las que se vende la carne de los animales inmolados en el altar: ¡los mismos animales se venden dos veces: primero vivos y luego muertos! Entended también, hijos de Israel, lo que podía parecer la predicación de Jesús a los escribas, que se arrogan el derecho a ser los únicos intérpretes de la Palabra del Señor, ejercitando antes y ahora un enorme poder en la sociedad. Por eso los dirigentes del pueblo vieron en la enseñanza de la libertad frente al poder y del amor por todos los hombres un ataque mortal contra sus privilegios. Por esto mataron a Jesús el Mesías, pero este era el verdadero Ungido sagrado que había sido anunciado por los Profetas y resucitó gloriosamente el tercer día y se apareció a sus discípulos, que siguen dando su testimonio. Así demostró, afirmando que el Padre nos sirve y quiere que nos sirvamos entre nosotros y que en esto se resume toda la Ley y todos los Profetas, que había predicado la verdad, además de que él mismo era y es la Verdad divina. Así que anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres se ha cumplido, el Altísimo la ha llevado a cabo para nuestra Salvación resucitando a Jesús, su hijo, como está escrito en el segundo salmo: «Eres mi hijo, hoy te he generado». El hecho de que Saulo hubiese llamado a Jesús «Hijo de Dios» no había chocado a la mentalidad monoteísta de su auditorio, porque este no había entendido que había insinuado que Cristo es Dios igual que Dios-Padre. De hecho, el rey-mesías es llamado hijo de Dios también en el monoteísmo judío, pero solo en sentido analógico: no se trata del Dios-Hijo predicado por el cristianismo, generado eternamente por el Dios-Padre, sino de un hombre al que Dios elige asignándole una tarea concreta, que es por tanto un representante personal de Dios para cierta misión. Se había dado en su lugar la idea de un Mesías manso y no guerrero y de un Dios que ama incondicionalmente y no quiere un sumiso culto exterior, sino solo amor, algo que escandalizó a la mayor parte de los presentes, poseídos por las obsesivas enseñanzas de los doctores de la Ley. Por tanto, la mayoría habían dirigido duras palabras contra los apóstoles. Los pocos oyentes que no se habían escandalizado eran personas que habían quedado en el curso de su vida suficientemente libres del poder del diablo, o mejor dicho del diablo del poder, porque Jesús siempre se había referido al poder egoísta del hombre sobre el hombre llamándolo satanás. A contrario que la mayoría, estos se habían entusiasmado escuchando que, para estar en gracia de Dios, bastaba con amarlo y amar al prójimo, sin tener que someterse a los fatigosos y muy numerosos preceptos inventados por los escribas para tener al pueblo sometido por miedo y, con ello, sometido a su poder y al de los sacerdotes. Estas pocas personas habían seguido a Bernabé y Saulo fuera de la sinagoga y les habían preguntado dónde vivían porque deseaban ser educados. En los meses restantes, los dos apóstoles habían predicado en las restantes sinagogas de Salamina, consiguiendo otras conversiones, profundizando en la fe de los convertidos y bautizándolos. Después de un semestre y entendiendo haber hecho todo lo que les había sido posible, Bernabé había consagrado como conductor, es decir, como obispo, a un tal Jacob, para que asumiese la dirección de la que entonces era la iglesia más importante de Salamina y nombrase de entre los fieles más ancianos a sus colaboradores. Luego Saulo y él habían abandonado la ciudad con Marcos. Habían recorrido a pie, en diez días, las 128 millas de la carretera costera meridional que uní a Salamina con Pafos, ciudad sede del gobierno proconsular de Chipre y etapa inmediatamente anterior a la de Perga, tan importante para Marcos. También en la capital de la isla vivía una amplia comunidad hebrea en la cual, también esta vez, Bernabé y Saulo habían iniciado su tarea de evangelización, visitando las numerosas sinagogas de la ciudad, participando en la oración común, leyendo después una parte de la Torá y comentándola en sentido cristiano. La noticia de su predicación llegó a los oídos del procónsul de Roma, Sergio Pablo, un estoico interesado por la cultura judía. Al oír hablar de las novedades que traían los dos apóstoles, por curiosidad los había hecho buscar y convocar en su palacio. Capítulo VIII Bernabé y Saulo habían sido recibidos en la sala cuadrangular de las audiencias. Escoltados por dos guardias, habían encontrado al legado de Roma sentado en un sillón en forma de trono sobre cuatro escalones en una escalinata perfectamente semicircular, que medía en su base ocho codos de diámetro y cuatro de radio. Había dos soldados parados sobre el pavimento a la derecha e izquierda del procónsul, junto al escalón más bajo.
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