—¡Gloria a Dionisio, gloria al gran sacerdote Hadi! Después de una treintena de pasos, los viajeros habían visto, por fin, sobre un terreno herboso que flanqueaba la vía a su izquierda hacia el interior de la isla, unas cuarenta mujeres de diversa edad, con el cuerpo desnudo y embadurnadas de sangre, los cabellos en desorden coronados de yedra, marchando en círculo en torno al único árbol que se erguía en ese prado, un alto nogal, en torno a cuyo tronco se habían colocado sobre la hierba cuerpos de corderitos y cabritas degollados. Cinco bacantes tenían las manos dedicadas a tocar, cada una, una flauta doble, cinco portaban el mismo número de panderos y las restantes agitaban el brazo derecho en alto con la mano abierta y llevaban en la otra una copa semitransparente que a los dos apóstol