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La ciudad prohibida

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El Marqués de Anglestone encontró la manera de escapar del enredo en el que quería envolverlo Lady Hester, quien pretendía hacer creer a todos que el niño que iba a tener era de él… algo totalmente falso. La forma de escapar consistía en aceptar una apuesta en la que el Marqués se comprometía a entrar a la Meca. Como viajó a Egipto y posteriormente a un oscuro puerto de Arabia Saudita, guiado por un jovencito llamado Alí y como descubrió el noble inglés el secreto que rodeaba al joven árabe, es relatado en esta fascinante novela de Barbara Cartland.

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Capítulo 1 1881-1
Capítulo 1 1881EL Marqués de Anglestone volvió a su Casa de Park Lane pensando, con asombro, que había disfrutado de la comida. Por lo general, cuando le invitaban al Número Diez de la Calle Downing, residencia del Primer Ministro, el corazón se le encogía. Por supuesto que había excepciones como Benjamín Disraeli, pero desafortunadamente éste había durado sólo seis años y, en general, el Marqués encontraba a los Primeros Ministros muy aburridos. Por lo tanto, no había asistido con mucho entusiasmo a aquella comida cuyo anfitrión era el Señor Gladstone. Para alivio suyo, el resto de los invitados resultaron ser muy amenos. Hablaron, principalmente de asuntos de Política Exterior la cual a él le interesaba mucho más que la interior. También participó en una animada discusión con el Secretario de Estado para la India sobre las condiciones del Este. Como el Embajador Ruso se encontraba presente, tuvieron que hablar en voz baja y eso lo había hecho más emocionante. El Marqués era una hombre inteligente y aunque pocos de sus amigos lo sabían, él estaba muy interesado por los asuntos relacionados con Oriente. Tenía la secreta esperanza de que algún día la Reina lo nombrara Virrey de la India ó Gobernador de alguna parte de su vasto Imperio. Sin embargo, sabía que en ese momento él era considerado demasiado joven y frívolo por la mayoría de la Sociedad. Siendo tan bien parecido, rico y con innumerables posesiones, era imposible que las mujeres no se sintieran atraídas por él. Pero hacía mucho tiempo que el Marqués había decidido no casarse. No obstante, eso era algo de lo que no hablaba jamás con otras personas. Su infancia se había visto ensombrecida por la separación de sus Padres, aunque éstos en público guardaban las apariencias. Solamente las personas más allegadas se daban cuenta del abismo que los separaba. El Marqués había adorado a su Madre, la cual fue una mujer muy bella, y había admirado y respetado a su Padre. Por lo tanto, el hecho de que ellos no se llevaran bien le había dejado una cicatriz que aún persistía a sus treinta y tres años. Todo su ser se alteraba sólo de pensar en tener que convivir con una mujer a la cual no amara, por el simple hecho de guardar las apariencias y estaba seguro de que ella sentiría lo mismo. Pero eso no era muy probable dado que la mayoría de las mujeres lo encontraban irresistible. Solían arrojarse en sus brazos antes de que él les hubiera preguntado siquiera sus nombres. Como era un hombre sincero, admitía que sus romances eran demasiado efímeros. Era él quien se aburría primero. Le parecía extraordinario que una mujer bella, que en un principio parecía muy deseable, después de conocerla mejor dejara de despertar el más mínimo interés en él. Pronto se sorprendía adivinando exactamente qué era lo que ella iba a decir y hasta lo que estaba pensando. Pretendía convencerse de que el único papel de una mujer en la vida era adornar la mesa de un hombre y, por supuesto, su cama. Cuando se hallaba entre sus amigos masculinos sentía que su inteligencia se agudizaba. Ya había descubierto por sí mismo que la belleza no era suficiente. Por lo tanto, estaba cansado de descubrir, una y otra vez, que cuando no estaban haciendo el amor, la mayoría de las mujeres bellas no sabían hablar de nada. —¿Qué es lo que me pasa? —se preguntaba a menudo. Pero nunca había encontrado respuesta a su pregunta. Al bajarse de su elegantísimo carruaje, que por lo general sólo utilizaba por las noches, advirtió que el aire era frío, aunque el sol todavía calentaba ligeramente y el tiempo era muy bueno para el mes de marzo. "Saldré a montar", decidió el Marqués. Una gran alfombra roja había sido extendida sobre los escalones de la entrada cuando sus caballos llegaron a la puerta de su Casa. Cuando cruzó la puerta, el Mayordomo, un hombre mayor quien había servido también a su Padre, se acercó para decirle: —Lady Hester Wynn está esperando a Su Señoría en el Salón. El Marqués frunció el ceño. —¿No ha dicho usted a la Señora que había salido? — preguntó después de un momento. —Ya le he dicho que no estábamos seguros de la hora en que iba a volver Su Señoría, pero ha insistido en esperarle. El Marqués entregó el sombrero y los guantes a un Lacayo. Luego subió con calma por la escalera que conducía hasta el primer piso, donde se encontraba el Salón. Esta era una habitación diseñada para recibir a un gran número de personas. El Marqués comprendió el motivo por el cual Lady Hester no había sido llevada a su Despacho. Este era mucho más íntimo; sin embargo, el Mayordomo, así como el resto de su Servidumbre, sabían que ella ya no jugaba un papel importante en la vida de su Amo. Habían vivido un tórrido romance aunque no muy satisfactorio durante el otoño anterior. Lady Hester era muy bella e indudablemente tenía la figura más perfecta de todas las mujeres de Londres. El Marqués había encontrado que ella, como todas las demás, era un estímulo para su cuerpo mas no para su mente. A fines de octubre, cuando comenzó la Temporada de Caza, él se había retirado al Campo, y a su vuelta no había hecho ningún esfuerzo por reanudar sus relaciones con Lady Hester. En realidad aquél había sido uno de sus pocos romances que habían terminado sin lágrimas ni recriminaciones. La mayoría de las mujeres le suplicaban y lloraban, pero esas escenas, le resultaban tan familiares que ya no le conmovían. Ahora, cuando el Lacayo le abrió la puerta, se preguntó a que se debería la visita de Lady Hester. Recordó que desde las Navidades ella mantenía relaciones con el Embajador Italiano. Y poco antes había sido amante de un hombre muy bien parecido cuyo nombre no podía recordar en aquel momento, pero que a menudo iba a White, su Club de Londres. La puerta se abrió y él entró en el Salón. Lady Hester se encontraba de pie junto a la ventana. Había corrido las cortinas y estaba contemplando el jardín que durante el Verano estaba precioso. En él había varios rincones muy románticos donde no se podía ver a las personas que allí se sentaban. El Marqués imaginó que Hester estaría recordando como él la había besado en uno de ellos, la noche en que se conocieron. La mujer no había puesto la menor resistencia. Cuando sus labios se encontraron con los de ella, él se había dado cuenta de que la pasión ya ardía en su cuerpo. Más tarde comprobaría que aquella pasión era insaciable. Ahora cuando atravesó la habitación, pensó que Hester estaba muy bonita. Muchos hombres alababan la perfección de sus facciones clásicas y se escribían poemas acerca del azul cielo de sus ojos y del color oro viejo de su cabello. El Marqués pensó que parecía una diosa intocable y altiva que acababa de descender del Olimpo. No obstante, estando con él, ella se volvía tan pegajosa como Medusa. Recordó, que además, era extremadamente celosa. En cierta ocasión él llegó a temer por la integridad física de una mujer a quien le había prestado atención durante unos momentos. Los seis meses que pasaron juntos ciertamente habían sido inolvidables. Sin embargo, por muy hermosa que fuera, el Marqués se alegraba de que ya no formara parte de su vida. Deliberadamente ella esperó hasta que él se le acercó para volverse. —¡Vaya una sorpresa, Hester! —dijo él. —Suponía que dirías eso —respondió ella—, pero tenía que verte para hablar de un asunto muy importante. —Espero que no te parezca que soy descortés si te pido que seas breve porque estoy a, punto de salir a montar. Hester emitió una risa seductora aunque algo artificial. —¡Los caballos! ¡Siempre los caballos! —exclamó—. ¿Cómo puede una mujer intentar competir con una yegua árabe de pura sangre? El Marqués no se dignó a responder. Simplemente se colocó de espaldas a la chimenea y esperó a que Hester llegara junto a él. Ella se le acercó lentamente. Sabía que lo hacía con deliberación para que él pudiera admirar su estrecha cintura, y la forma en que su ajustado vestido dejaba ver las curvas de sus senos. Su largo cuello se alzaba como el de un cisne por encima de las hermosas perlas de su collar de tres vueltas. Pero el Marqués no le miraba el cuerpo sino la cara. La expresión de Hester le hizo comprender que estaba metida en un lío. La invitó a sentarse en una de las sillas doradas y tapizadas. Sin embargo permaneció de pie, frente a él, y le miró directamente a los ojos. Aquella era una pose ya conocida por el Marqués y sabía que a la mayoría de los hombres le resultaba casi imposible resistirse a besar la curva de sus labios. Los brazos masculinos automáticamente se extendían para rodear su cuerpo. Pero él le dijo con tono burlón: —Bien, Hester, ¿de qué se trata? —De algo muy sencillo, Virgil —respondió ella—, y espero que te alegres de la noticia. ¡Voy a tener un hijo! Por un momento, reinó el silencio y luego el Marqués arqueó las cejas. —¡Te felicito! —dijo—. ¿Quién es el afortunado Padre? —¡Quién sino tú! —¡Eso es imposible como tú bien sabes! —respondió el Marqués—. Si éste es uno de tus chistes, Hester, a mí no me parece gracioso. —No estoy bromeando, Virgil —respondió la mujer—, y no puedo imaginar un destino mejor para mi hijo, sobre todo si es varón, que poder llamar Papá al Marqués de Anglestone. El Marqués la miró y sus ojos grises se tornaron duros como el acero. —¿Estás tratando de chantajearme? —preguntó iracundo. —Una palabra altisonante para una simple petición de que seas tan justo como generoso. —¡Si esperas que yo me haga cargo del hijo de otro hombre, estás muy equivocada! —dijo el Marqués con voz dura. —Me temo que no tienes otra alternativa —respondió Lady Hester. Entonces se sentó en el sofá. Los cojines azules resultaron un marco perfecto para su vestido que era ligeramente más claro. Éste estaba adornado con un ramillete de orquídeas en la cintura. —Necesitas aclararme qué pretendes hacer exactamente — dijo el Marqués. —Yo pensaba que tú entendías el inglés —respondió Lady Hester—. Voy a tener un hijo y como mi actual amante no puede hacerse cargo de él, te sugiero que nos casemos y seamos tan felices como el Verano pasado. La mujer habló con tal convicción que el Marqués se dio cuenta de que no bromeaba sino que hablaba muy en serio. Aunque parecía increíble, tuvo la sensación de que ella realmente esperaba que él accediera a aquella absurda petición. —Si eso es lo único que tienes que decirme, Hester —habló él después de una pausa—, estás perdiendo el tiempo. Yo me voy a montar. Hester se echó a reír. —¡Ya me esperaba que te ibas a defender como un tigre para evitar que te lleven al Altar, Virgil, pero esta vez el soltero empedernido se ha encontrado con la horma de su zapato! El Marqués no respondió, simplemente se dirigió hacia la puerta. Entonces Hester le advirtió: —Si me abandonas, iré a decírselo a la Reina. El Marqués se detuvo pero no se dio la vuelta. —Ya he pedido a mi Padre que venga —continuó Hester—. Estoy segura de que te gustaría que él estuviera presente en nuestra Boda y yo quiero que sea él quién me entregue. El Marqués continuaba inmóvil y ella añadió con una voz grave que tenía un cierto toque de veneno: —¡Yo sé que él estará dispuesto a ir directamente al Castillo de Windsor! El Marqués respiró hondo. Lentamente y con mucha dignidad, se dio la vuelta. —¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó él. —Resulta obvio —respondió ella—. Ya te he explicado que en estos momentos no hay nadie en mi vida que pueda ser un Padre digno para mi hijo. —Debes ser consciente de que ningún hombre en sus cinco sentidos aceptaría una propuesta tan absurda. —No tiene sentido que luches contra lo inevitable — respondió Hester—. No me gustó nada la forma en que me echaste de tu vida cuando encontraste a otra mujer que te pareció más atractiva. Jamás podré entender qué fue lo que viste en la lánguida cara de Mary Cowley.

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