Connie volvió en sí con una desazón repentina. Se puso en pie. La tarde se estaba transformando en atardecer, y sin embargo no era capaz de irse. Se acercó al hombre, que se puso firme, la cara de rasgos maduros rígida e inexpresiva, sus ojos vigilándola. —Es tan agradable este sitio, tan tranquilizante —dijo ella—. Nunca había estado aquí. —¿No? —Creo que vendré a sentarme aquí de vez en cuando. —¿Sí? —¿Cierra usted la choza cuando no está? —Sí, excelencia. —¿Y cree que podría conseguir una llave para que yo pueda venir? ¿Hay dos llaves? —No, yo sólo sé de una. Había vuelto al dialecto local. Connie dudó; notaba su resistencia. Después de todo, ¿era de él la choza? —¿Podríamos conseguir otra llave? —preguntó con una voz dulce, teñida en parte por el timbre de una mujer dispuesta