CAPITULO 2

3074 Words
CAPITULO 2 Connie y Clifford se instalaron en Wragby en el otoño de 1920. La señorita Chatterley, disgustada aún por la deserción de su hermano, se había ido y vivía en un pequeño piso en Londres. Wragby era una antigua construcción alargada de piedra parda, comenzada hacia mediados del siglo XVIII y con añadidos posteriores, hasta haber llegado a convertirse en una especie de conejera sin mucha distinción. Estaba situada sobre una elevación en un apreciable parque de viejos robles; pero ¡ay!, no lejos de allí podía verse la chimenea del pozo de Tevershall, con sus nubes de humo y vapor, y, sobre la húmeda y neblinosa distancia de la colina, el burdo amasijo del pueblo de Tevershall, un pueblo que comenzaba casi a las puertas del parque y se arrastraba en una fealdad sin remedio a lo largo de una extensa y horrorosa milla: casas, filas de casas de ladrillo, miserables, pequeñas, tristes, con techos de pizarra negra como tapadera, ángulos agudos y una deliberada y vacía falta de solaz. Connie estaba acostumbrada a Kesington, o a las colinas de Escocia, o a las vegas de Sussex: aquella era su Inglaterra. Con el estoicismo de la juventud, comprendió de una mirada la desalmada frialdad de los Midlands con su minería del hierro y del carbón, y le aplicó su justo valor: algo increíble en lo que no había que pensar. Desde las deprimentes habitaciones de Wragby oía el ronroneo de las cribas de la mina, el chirrido de la cabria, el clac-clac de las vías de maniobra y el ronco y apagado silbido de las locomotoras mineras. La escombrera de Teverhall estaba ardiendo, había estado ardiendo durante años y costaría millones apagarla. Así que tenía que seguir ardiendo. Y cuando el viento soplaba de allí, cosa frecuente, la casa se llenaba de la peste de aquella combustión sulfurosa del excremento de la tierra. Pero incluso en los días sin viento el aire olía siempre a algo subterráneo: sulfuro, hierro, carbón o ácido. E incluso sobre las rosas de navidad las motas se asentaban de forma persistente, increíble, como un maná n***o de los cielos de la fatalidad. Bueno, allí estaba: ¡inevitable como el resto de las cosas! Era un tanto horrible, pero ¿por qué romperse la cabeza? No podía borrarse de un plumazo. Todo seguía allí. ¡La vida, como lo demás! Por la noche, sobre el bajo techo oscuro de nubes, los manchones rojos ardían temblorosos, jaspeantes, alargándose y contrayéndose como quemaduras dolorosas. Eran los hornos. Al principio fascinaban a Connie con una especie de horror; se sentía vivir bajo la tierra. Luego se acostumbró a ellos. Y por la mañana llovía. Clifford decía que Wragby le gustaba más que Londres. Aquella comarca tenía una personalidad propia y salvaje y la gente tenía huevos. Connie se preguntaba qué otra cosa tendrían: desde luego ni ojos ni cerebros. Eran tan silvestres, informes e incoloros como el paisaje, e igual de huraños. Sólo que había algo en su confuso chapurreo del dialecto y en el chapoteo de sus botas claveteadas sobre el asfalto cuando, en bandas, volvían a casa del trabajo, que era terrible y un tanto misterioso. No se había dado ninguna fiesta de bienvenida para el joven caballero, ninguna celebración, ninguna recepción, ni siquiera una flor. Sólo un húmedo viaje en coche por un camino oscuro y encharcado, entre un túnel de árboles melancólicos hasta salir a la pendiente del parque, donde pastaban ovejas grises y mojadas, y luego la cumbre donde la casa desplegaba su oscura fachada parda y el ama de llaves y su marido parecían flotar como inquilinos inseguros sobre la faz de la tierra, dispuestos a recitar entre dientes alguna fórmula de bienvenida. No había comunicación entre Wragby Hall y el pueblo de Tevershall, ninguna. Ni una mano al ala del sombrero, ni un gesto de cortesía. Los mineros miraban simplemente; los tenderos alzaban la gorra ante Connie como si fuera una conocida y hacían un imperfecto gesto de cabeza hacia Clifford; eso era todo. Un abismo sin puente, y una especie de silencioso resentimiento por ambas partes. Al principio la constante llovizna de resentimiento que venía del pueblo hacía sufrir a Connie. Luego se endureció y aquello se convirtió en una especie de tónico, algo que daba sentido a la vida. No era que ella y Clifford estuviesen mal vistos, simplemente pertenecían a una especie que no tenía nada que ver con la de los mineros. Golfo infranqueable, abismo insondable, tal como no exista quizás al sur del Trent. Pero en los Midlands y en el norte industrial existía un golfo infranqueable a través del cual no podía establecerse ninguna comunicación. ¡Quédate en tu lado y yo me quedaré en el mío! Una extraña negación del sentir común de la humanidad. Y, sin embargo, el pueblo simpatizaba con Clifford y Connie en abstracto. Pero en la vida diaria era «¡Déjame en paz!» por ambos lados. El rector era un hombre agradable de unos sesenta años que sólo vivía para su oficio y casi reducido personalmente a la inexistencia por el mudo «¡Déjame en paz!» del pueblo. Las mujeres de los mineros eran casi todas metodistas. Los mineros no eran nada. Pero lo poco de uniforme oficial que llevaba el sacerdote era suficiente para ocultar por completo el hecho de que se trataba de un hombre como cualquier otro. No, era el señor Ashby una especie de institución automática de rezos y sermones. Este obstinado e instintivo «Somos tan buenos como usted, por muy Lady Chatterley que usted sea» desconcertaba y confundía enormemente a Connie al principio. La curiosa, suspicaz y falsa amabilidad con que las mujeres de los mineros respondían a sus intentos de contacto; aquel curiosamente ofensivo matiz de «¡Cielos! ¡Ahora soy alguien, puesto que Lady Chatterley se digna dirigirme la palabra! ¡Pero que no se crea que yo soy menos que ella!», que siempre oía como una vibración en las voces semiaduladoras de las mujeres, era insoportable. No había manera de ignorarlo. Demostraba una desesperante y ofensiva rebeldía. Clifford les ignoraba y ella aprendió a hacer lo mismo: pasaba sin mirarles y ellos la miraban como si fuera una figura de cera en movimiento. Cuando tenía que hablar con ellos, Clifford era más bien altivo y adoptaba un tono de desprecio; no valía la pena seguir siendo amable. En realidad y en general se mostraba con un cierto engreimiento y desprecio ante cualquiera que no fuera de su clase. Permanecía en su terreno, sin ningún intento de conciliación. Y la gente ni le quería ni dejaba de quererle: era parte de las cosas, como la mina o como Wragby mismo. Pero en realidad Clifford era extremadamente tímido y susceptible ahora que estaba impedido. Le disgustaba ver a cualquiera, a excepción de los criados personales, puesto que tenía que permanecer sentado en una silla de ruedas o en una especie de moto de inválido. En cualquier caso seguía vistiendo con el mismo cuidado la ropa confeccionada por sastres caros y llevaba las distinguidas corbatas de Bond Street como antes; de arriba abajo mantenía la misma elegancia y distinción de siempre. Nunca había sido uno de esos jóvenes modernos afeminados: era incluso más bien campestre, con su cara curtida y sus anchos hombros. Pero su voz, muy suave e insegura, y sus ojos, al mismo tiempo asustadizos y audaces, llenos de seguridad e indecisos, revelaban su naturaleza. Su comportamiento era a menudo ofensivamente engreído, para volver a ser luego modesto y comedido, casi tembloroso. Connie y él estaban unidos a la distante manera moderna. Había llegado a herirle demasiado el tremendo golpe de su invalidez para poder ser abierto y chispeante. Era una cosa lesionada. Y como tal, Connie permanecía apasionadamente a su lado. Pero ella no podía evitar sentir que estuviera tan aislado de la gente. Los mineros, en un sentido, le pertenecían; pero él los veía como objetos, más que como seres humanos; parte de la mina, más que parte de la vida; descarnados fenómenos naturales, más que hombres semejantes a él. En cierto sentido le daban miedo; no podía soportar que le miraran ahora que estaba paralítico. Y su extraña y dura vida le parecía tan innatural como la de los erizos. Sentía un remoto interés, pero como un hombre que mirara por un microscopio o un telescopio. No estaba en contacto. No tenía una conexión real con nadie, excepto, por tradición, con Wragby y, a través del fuerte lazo de la defensa familiar, con Emma. Fuera de eso nada le afectaba realmente. Connie se daba cuenta de que ella misma no le afectaba realmente, no de verdad: quizás no había en él nada que pudiera conmoverse; simplemente una negación del contacto humano. Sin embargo, dependía absolutamente de ella, la necesitaba en todo momento. A pesar de su fortaleza y estatura, era un ser indefenso. Podía moverse en una silla de ruedas y tenía su silla motorizada con la que podía recorrer lentamente el parque. Pero cuando se quedaba solo era como un objeto abandonado. Necesitaba que Connie estuviera allí para tener la seguridad de existir. Aun así era ambicioso. Había empezado a escribir narraciones; historias curiosas y muy personales sobre gente que había conocido; ingeniosas, malintencionadas y, sin embargo, de forma un tanto misteriosa, sin sentido. Sus dotes de observación eran extraordinarias y personales. Pero no tenían garra, no había contacto real. Era como si todo se desarrollara en el vacío. Aunque, dado que el terreno de la vida es hoy un escenario iluminado artificialmente, los cuentos tenían una curiosa fidelidad a la vida moderna, a la psicología moderna más bien. Clifford era morbosamente sensible cuando se trataba de estos cuentos. Quería que a todo el mundo le parecieran buenos, de lo mejor, non plus ultra. Se publicaban en las revistas más modernas y eran alabados o criticados como de costumbre. Pero para Clifford las críticas negativas eran una tortura, como cuchillos clavados en sus entrañas. Era como si todo su ser estuviera en sus cuentos. Connie le ayudaba todo lo que podía. Al principio era apasionante. Él lo consultaba todo con ella de forma monótona, insistente, constante, y ella tenía que responder con toda su capacidad. Era como si todo su cuerpo, su alma y su sexo despertaran y pasaran a sus cuentos. Aquello la emocionaba y la absorbía. Vida física apenas la vivían. Ella tenía que supervisar los asuntos de la casa. Pero el ama de llaves había servido a Sir Geoffrey durante muchos años, y aquel ser —apenas podría llamársele doncella, ni siquiera mujer—, seco, sin edad definida, absolutamente correcto, que servía la mesa había estado en la casa durante cuarenta años. Ni siquiera las muchachas de la limpieza eran jóvenes. ¡Era horrible! ¡Qué podía hacerse en un sitio así, excepto dejarlo como estaba! ¡Todas aquellas habitaciones infinitas que nadie usaba, toda aquella rutina de los Midlands, la limpieza mecánica y el orden mecánico! Clifford había insistido en contratar una nueva cocinera, una mujer de experiencia que le había servido en su piso de soltero en Londres. Por lo demás, la anarquía mecánica parecía presidir las cosas. Todo funcionaba dentro de un orden, con una estricta limpieza y una puntualidad estricta; incluso con una estricta honestidad. Y, sin embargo, para Connie era todo una anarquía metódica. Ningún calor, ningún sentimiento proporcionaban un nexo orgánico. La casa tenía el mismo aspecto desolado que una calle por donde no pasa nadie. ¿Qué otra cosa podía hacer más que dejar las cosas como estaban? Así que lo dejó todo como estaba. La señorita Chatterley venía a veces, con su cara fina, aristocrática, y saboreaba el triunfo al ver que todo seguía igual. Nunca le perdonaría a Connie haberla apartado de su unión espiritual con su hermano. Era ella, Emma, quien debería estarle ayudando a sacar adelante aquellas historias, aquellos libros; las narraciones de los Chatterley, algo nuevo en el mundo, algo que ellos, los Chatterley, habían creado. No existía ningún otro tipo de baremo. No había ninguna relación orgánica con el pensamiento ni la expresividad de hasta entonces. Algo nuevo había nacido a la luz del mundo: los libros Chatterley, absolutamente personales. El padre de Connie, en sus fugaces visitas a Wragby, le decía en privado a su hija: —En cuanto a lo que escribe Clifford, es ingenioso, pero no tiene nada dentro. No aguantará el paso del tiempo… Connie miraba al fornido caballero escocés que había sabido arreglarse tan bien en la vida, y sus ojos, sus siempre asombrados grandes ojos azules, adquirían un matiz de ambigüedad. ¡Nada dentro! ¿Qué quería decir con nada dentro? Si los críticos le alababan, y el nombre de Clifford era casi famoso y hasta ganaba dinero…, ¿qué quería decir su padre con que no había nada dentro de las obras de Clifford? ¿Qué otra cosa podía haber? Porque Connie había adoptado la forma de valorar de los jóvenes: lo del momento lo era todo. Y los momentos se sucedían sin estar necesariamente relacionados entre sí. Era su segundo invierno en Wragby cuando su padre le dijo: —Espero, Connie, que no dejarás que las circunstancias te conviertan en una demi-vierge. —¡Una demi-vierge! —replicó Connie vagamente—. ¿Por qué? ¿Por qué no? —A no ser que te guste, desde luego —dijo su padre precipitadamente. A Clifford le dijo lo mismo cuando ambos se vieron a solas: —Me temo que no vaya mucho con Connie convertirse en una demi-vierge. —¡Una semivirgen! —contestó Clifford, traduciendo la expresión para estar seguro. Lo pensó un instante, luego se puso muy rojo. Estaba enfadado y ofendido. —¿En qué sentido no va mucho con ella? —preguntó fríamente. —Se está poniendo delgada…, angular. No es su estilo. Ella no es el tipo de mocosa menudita como un jurel, es una jugosa trucha escocesa llena de carne. —¡Sin pintas, desde luego! —dijo Clifford. Más tarde quería decirle algo a Connie sobre el asunto de la semivirgen… y en qué situación se encontraba. Pero no pudo decidirse a hacerlo. Vivía al mismo tiempo en una relación demasiado íntima con ella y no lo suficientemente íntima. Espiritualmente él y ella, eran una sola cosa, pero corporalmente eran extraños y ninguno podía soportar la idea de sacar a la luz el corpus delicti. Tan íntima y al mismo tiempo tan distante era su relación. Connie adivinó, sin embargo, que su padre había dicho algo y que ese algo daba vueltas en la cabeza de Clifford. Sabía que a él no le importaba que fuera una semivirgen o una semifulana, siempre que no tuviera que enterarse ni nadie se lo hiciera ver. Ojos que no ven, corazón que no siente. Connie y Clifford llevaban ahora casi dos años en Wragby, viviendo su difuminada vida de concentración en Clifford y su trabajo. Sus intereses no habían dejado de confluir en sus obras. Hablaban y forcejeaban sobre las congojas de la composición literaria, y sentían como si estuviera sucediendo algo, sucediendo realmente, realmente en el vacío. Y hasta el presente era una vida… en el vacío. Por lo demás era una no-existencia. Wragby estaba allí, allí estaban los sirvientes…, pero de un modo espectral, sin existencia efectiva. Connie daba paseos por el parque y por el bosque que rodeaba al parque, disfrutaba de la soledad y del misterio, pisando las hojas muertas en otoño y cogiendo prímulas en primavera. Pero todo era un sueño, o más bien, un simulacro de realidad. Las hojas de roble eran para ella como hojas de roble deformadas por un espejo, ella misma era un personaje leído por alguien, recogiendo prímulas que no eran más que sombras, o recuerdos, o palabras. ¡Sin sustancia para ella, sin nada…; sin presencia, sin contacto! Sólo existía aquella vida con Clifford, aquel interminable entramado de historias, aquel puntillismo de la consciencia, aquellos cuentos de los que Sir Malcolm decía que estaban vacíos y que no pervivirían. ¿Por qué habían de tener un contenido, por qué habrían de pervivir? A cada día le basta con su propia insuficiencia. A cada momento le basta con la apariencia de realidad. Clifford tenía no pocos amigos, conocidos más bien, y los invitaba a Wragby. Invitaba a todo tipo de gente, críticos y escritores, gente que ayudaría a alabar sus libros. Y se sentían halagados por la invitación a Wragby y los alababan. Connie lo comprendía todo perfectamente. Pero ¿por qué no? Aquella era una de las figuras borrosas del espejo. ¿Qué había de malo en ello? Ella era la anfitriona de aquella gente…; casi todos hombres. Era también anfitriona de las escasas amistades aristocráticas de Clifford. Siendo una muchacha dulce, colorada, campestre, con tendencia a las pecas, de grandes ojos azules y pelo castaño ondulado, con una voz suave y potentes caderas de mujer, la consideraban «femenina» y un poco pasada de moda. No era el «tipo de mocosa menudita como un pez», como un muchacho, con el pecho plano como un chico y el culo estrecho. Era demasiado femenina para estar bien. Así que los hombres, en especial los que ya no eran tan jóvenes, eran muy atentos con ella. Pero sabiendo la tortura que significaría para Clifford la menor señal de coqueteo por su parte, no les daba pie en absoluto. Permanecía callada y ausente, no tenía contacto con ellos ni trataba de tenerlo. Clifford estaba extraordinariamente orgulloso de sí mismo. Los parientes de Clifford la trataban con amabilidad. Ella se daba cuenta de que su amabilidad significaba que no la temían y de que aquella gente no sentía ningún respeto por uno a no ser que uno les diera un cierto miedo. Pero también en esto faltaba el contacto. Les dejaba ser amables y desdeñosos, les dejaba sentir que no había necesidad de desenvainar el acero y ponerse en guardia. No tenía ninguna relación real con ellos. El tiempo transcurría. Sucediera lo que sucediera, no pasaba nada, porque ella permanecía tan deliciosamente fuera de contacto con todo. Ella y Clifford vivían en las ideas de ambos y en los libros de él. Ella recibía… Siempre había gente en la casa. El tiempo seguía su curso a la manera del reloj, las ocho y media en lugar de las siete y media.
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