Recuerdo el sudor sobre mi frente, gotas que debía quitarme continuamente con la mano izquierda mientras agarraba como los demás con el puño derecho la espada desenvainada: sabíamos que había lobos y onzas al acecho.
Nos aguardaba junto al camino mi antiguo superior, el caballero Rinaldi, ahora noble mayordomo de Su Santidad, que nos había dado las últimas instrucciones, pero ninguno de nosotros sabía dónde teníamos que encontrarle: nos habían dicho que él mismo nos encontraría en el momento oportuno. La operación era tan secreta que ni siquiera nosotros podíamos conocer con precisión todas sus fases.
Después de un largo camino, habíamos llegado a ese bosque inhóspito. El sol estaba casi en lo alto, como puede entrever levantando la vista hacia una rendija entre el espesor de las hojas. Era verdad, ese día no iba a poder visitar a mi Mora.
Con este pensamiento, vi al teniente comandante hundirse y desaparecer en un amén dentro del terreno: ¡arenas movedizas! Dos gendarmes y yo tratamos en vano de alcanzarle, primero introduciendo los brazos en el cieno, tumbados al borde del terreno sólido y luego removiendo el interior de la arenas con una larga rama que recogimos: el oficial había acabado en lo más profundo.
—¡La puerta del infierno! —gritó, sin poderse contener, el servil oficial vicecomandante del pelotón—. Está en manos del dia…
Le hice callar con una mirada glacial e inmediatamente le ordené:
—¡Asuma el mando de la escolta! Vaya rápido adelante y búsquenos otra vía.
Obedeció de bastante mala gana, como denunciaban la expresión del rostro y el paso indeciso.
Añadí para todos.
—¡Fuerza y esperanza! —Y dirigí a cada uno de ellos mi mirada segura y altanera.
—¡Soberbia! —me resonó en la cabeza. Miré a mi alrededor, para ver si tal vez los demás lo habían oído, pero ninguno parecía haberlo oído y experimenté temor: ¿quién había hablado?
Siguiendo la nueva dirección, después de un buen rato, casi al atardecer, encontramos en un pequeño claro al caballero Rinaldi, completamente solo.
—Por ahí —dijo, haciendo señales con el dedo de girar a nuestra izquierda hacia un sendero que se abría, a pocas varas, entre unos prunos muy altos y densos. Luego, sin hablar más, después de haberme lanzado una mirada de odio, se fue en la dirección opuesta como si me tuviera miedo.
Por ese camino, poco después, llegamos finalmente ante el mar, sobre una playa de arena clarísima, casi blanca.
Todos habíamos sido escogidos entre los que sabíamos nadar, ya que teníamos órdenes allí indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.
Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñísima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos había puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvía una gran laguna de agua salada.
Nadamos hasta esa playa, ya casi agotados, mientras nos rozaba un número aún mayor de reptiles y llegamos finalmente a la orilla.
¿Qué hacer ahora? Caímos sobre la arena, jadeantes, pero enseguida ordené imperioso:
—¡Sigamos! —Poniéndome en pie en un rápido acceso de orgullo. Ya estaba casi oscuro.
Eso hicimos; sin embargo, tras dar unos pocos pasos, un terremoto extrañamente silencioso sacudió por un momento la tierra a nuestros pies, abriendo un barranco que se tragó a Veniero Salati, que estaba junto a mí, y a todos los demás, aparte de mí: de hecho, en ese mismo momento, salió un brazo de una niebla lechosa que se había formado misteriosamente a mi lado y su mano, que llevaba en el dedo el anillo episcopal, me agarró.
En ese momento me desperté en mi dormitorio: todavía era la noche entre el lunes y el martes.
Solo más adelante entendería el sentido de esa pesadilla. Mostraba tanto los próximos acontecimientos como mi futuro y el de mis colaboradores: un año después, el papa Pablo IV, en competencia con iguales acciones de los protestantes, habría reanudado con la máxima diligencia, más horrenda que nunca, la caza de los errados. El futuro cardenal Micheli se sabe que trabajó en contra de la homicida voluntad papal, logrando al menos hacer condenar a una parte de los investigados a la prisión en lugar de la muerte: para acoger a todos los reclusos había sido necesario ampliar la prisión de la Inquisición. La masacre había sido espantosa de todos modos y también fueron ejecutados el teniente comandante Angelo Rissoni y Veniero Salati, convertido hacía tiempo en Juez General en mi lugar. El cardenal Micheli, por orden directa de Su Santidad, había sido encarcelado sin proceso hasta la muerte de aquel excelente Papa. Solo yo, que había entrado en un convento de clausura un año después de ese sueño dantesco, viviendo como un penitente sencillo e ignorado, había superado indemne hasta hoy cualquier persecución.
En ese momento no entendí de inmediato el sentido de la alegoría, pero advertí enseguida con seguridad que la exclamación que había oído hacia la mitad del sueño, «Soberbia» era una advertencia y que provenía del Bien, no de Satanás.
Capítulo IV
Al día siguiente, por la tarde, mientras estaba con el cuerpo de guardia atento a la conversación con el teniente comandante, un policía funcionario del ayuntamiento de Grottaferrata acudió a mí en el tribunal. Me comunicó delante de los hombres de armas que el párroco de su pueblo sentía que su vida estaba acabándose y que quería hablarme de algo muy grave antes de expirar.
En realidad tenía previsto visitar a Mora ese día. Por tanto, aunque de mala gana y después de no pocas vacilaciones, dije que sí al funcionario, aunque estando delante de tantos testigos no habría podido hacer otra cosa: como Juez General debía dar ejemplo del sentido del deber moral y de la caridad. Le pedí sin embargo que me esperara, porque no pretendía cabalgar solo por un camino inseguro, ni tampoco apartar a los guardias del tribunal de su tarea por motivos no oficiales y obtuve también la promesa de que me acompañaría de vuelta a Roma.
No pude advertir a mi amada, pero al no ser la primera vez que me entretenían mis obligaciones, estaba seguro de que no se preocuparía. Por otra parte, ella sabía bien que me lo debía toda a mí y nunca se había quejado.
No tuvimos ningún percance en el viaje y llegamos al pueblo hacia el anochecer.
El policía me condujo directamente a la casa del párroco. Allí me abrió un sacerdote que sufrió un evidente sobresalto cuando me reconoció.
—El párroco acaba de confesarse y todavía esta lúcido —me dijo en voz baja al conducirme por las escaleras en dirección a la habitación de su superior—. Ya le he dado la eucaristía y la unción y parece que esta le ha fortificado, porque ha recuperado la palabra más fuerte y clara.
La mejora que habitualmente precede a la muerte, pensé espontáneamente y me turbé de inmediato: como buen cristiano, aceptaba con fe la capacidad taumatúrgica del santo óleo; ¿por qué entonces me había venido a la mente ese pensamiento blasfemo? No cabía la menor duda, seguro que había sido el diablo. ¿Tal vez no quería que hablara con el párroco? Hice la señal de la cruz y empecé a rezar mientras entraba donde estaba el moribundo, imitado por el sacerdote y el guardia, que subía detrás de mí. Seguro que pensaban que era una oración para aquel moribundo, aunque por el contrario no había tenido esa intención.
La habitación, muy pequeña, estaba miserablemente amueblada, con un banco monacal, unas estanterías de madera para libros y, como catre, tres tablas recubiertas de paja colocadas sobre caballetes. El local estaba apenas iluminado por dos cirios.
El párroco parecía adormilado, pero con nuestros rezos abrió los ojos y se volvió hacia mí con expresión de alivio y emitiendo un lamento.
—Es el cilicio —susurró el cura joven en cuanto terminamos la oración—, lo lleva desde hace muchos años y no ha querido quitárselo ni siquiera ahora.
—Déjanos solos y vete —le ordené—. También tú —me dirigí al policía—. Por hoy, ni hablar de volver. Dormiré aquí. Venid a buscarme al alba y entretanto pedid la debida autorización al burgomaestre en mi nombre.
Una vez a solas, el párroco me hizo señas para acercar el banco a su catre.
En cuanto estuve junto a él, empezó a hablarme y a medida que me iba contando yo iba quedándome cada vez más boquiabierto.
Me habló de Elvira, la bruja contra la que había prestado testimonio años antes.
La mujer había llegado siendo todavía joven de Benevento, lugar tristemente famoso de mujeres malignas en sus alrededores en donde, según había contado el teólogo Spina en su tratado, se reunían debajo un nogal a realizar cosas horribles y concertar otras nuevas. Su madre había sido una de ellas. Ya conocía a esa bruja al haberlo leído en el libro de aquel docto dominico. Apoyada un día, como un buitre, encima de una rama del nogal, había pasado cerca de ella, solo, un joven comerciante, jorobado pero de bellas facciones y noble parla, que, al ver a la bruja, mujer por otro lado bastante bella aunque no muy joven, se había acercado a conversar con ella. Ella le había deseado de inmediato de acuerdo con la voluntad más bestial y le había prometido quitarle la joroba para siempre si aceptaba satisfacerle. Así había sucedido. Al pasar por Benevento, en la posada, después de muchos brindis, el comerciante, entre risas, había contado el hecho para luego alejarse hacia su destino sin poder ser interrogado antes por las autoridades. Así que no se habían podido conocer las facciones de la bruja para arrestarla. Sin embargo había sucedido que, habiéndose corrido rápidamente la voz, un vecino de los alrededores, también jorobado, había ido al nogal esperando encontrarse con la hechicera y conseguir también ese acuerdo. Estaba allí, pero el hombre era tan feo y su aliento olía tanto vino que la bruja, molesta, en lugar de quitarle la joroba, le había añadido otra sobre la que ya tenía. Al volver desesperado al pueblo, el campesino había contado su desventura. Según algunos de aquellos que le habían visto y escuchado, su joroba se había doblado con creces; según otros, había aumentado, pero solo un poco; para otros más, que según Spina trataban de consolar a la víctima, el bulto era casi casi casi el mismo. Dos guardias le habían escuchado y, de inmediato, para que no huyese como el otro, le habían tomado declaración. Obtenida la descripción de la bruja, esta había sido identificada y arrestada inmediatamente en su casa: había explicado a Spina que, habiendo tenido como todas sus iguales la facultad de volar, la bruja había llegado su morada antes incluso de que llegase de Benevento el pobre hechizado. También resultaba del tratado que la hechicera, soltera, tenía una hija, fruto indubitable, según la intuición inmediata de la gente, de la cópula entre ella y el demonio, a la cual, sin embargo, no se había podido capturar. Como supe por el párroco, la niña, que estaba fuera de casa en el momento del arresto, al volver había sido vista y arrastrada por la fuerza a la tienda del joven sastre del pueblo, un judío mal visto y a menudo insultado por todos, que la había escondido por solidaridad hacia los perseguidos y también por estar cautivado desde hacía tiempo por la belleza de la joven. Allí Elvira había tenido que sufrir los gritos horribles de la madre torturada en el vecino tribunal, la cual, solo después de dos días, había sido condenada e inmediatamente quemada para calmar al agitado vulgo. Esa tarde, aprovechando la aglomeración de los alterados campesinos en torno al fuego, la joven había huido, acompañada por el sastre, que, por prudencia y disgustado con aquel pueblo, había preferido también irse de Benevento. Desde lejos, la joven había visto arder a su madre y había oído sus desgarradores gritos. Habían vivido como vagabundos, él cosiendo ropas de un pueblo a otro, ella vendiendo un licor de color pajizo de gusto exquisito que el párroco aseguraba haber probado muchas veces, cuya fabricación había aprendido de la madre, herborista y lavandera. Todo esto se lo había contado ella misma al arcipreste tiempo después, al que había llegado finalmente encinta después de muchas peripecias, pidiéndole que le acogiera por un tiempo. Acababa de huir de un grupo de bandoleros donde había permanecido como esclava durante años después de que, por el camino, la hubieran capturado después de haber matado a su compañero. El párroco, conmovido, le había encontrado un trabajo como sirviente en la piadosa familia de un notario, donde había podido dar a luz en paz una niña, consiguiendo permiso para quedarse con ella en el desván y criarla. Desgraciadamente con ellos habitaba un hermano del jefe de familia, también jurisperito pero de un carácter muy distinto: era un vago que, habiendo conseguido a duras penas el doctorado, no había querido ejercerlo y se había gastado todo el patrimonio del padre en vicios. Así que era mantenido y vestido por su hermano por caridad, mientras se trataba de encontrarle una ocupación decorosa y que no le cansara mucho. En cuanto Elvira recuperó sus formas naturales, ese depravado le había atacado y había tratado de poseerla brutalmente, pero la mujer, de complexión fuerte y aún más fortalecida por su vida vagabunda, le había golpeado y aturdido con un candelabro. La patrona de la casa había asistido a las últimas fases de la pelea, sorprendida por los gritos de su sirvienta. Las ropas de ellas estaban desgarradas, los moratones no dejaban dudas sobre la culpabilidad del hombre, pero era el hermano del notario. ¿Qué hacer? Esos buenos cristianos no querían que la mujer sufriera ninguna maldad ajena, pero el otro siempre sería un pariente. Tras meditar y vacilar, vacilar y meditar, le habían entregado por fin una suma para que se fuera de la casa y, si era posible, del pueblo. Sin embargo, la desventurada, ya cansada de vagar y siendo su hija todavía demasiado pequeña, había preferido quedarse en una casita cercana al bosque. Allí había perfeccionado el arte aprendido de su madre, la preparación y venta de su licor y de infusiones medicamentosas y la ayuda en el parto a las mujeres del pueblo. El trabajo elegido fue una de las causas de su mal. También influyó el que se dedicara asimismo a la venta de pájaros migratorios que sabía capturar con redes y conservaba vivos, a la espera de compradores, en una gran jaula.