Guido Pagliarino, El juez y las brujas (Una investigación del siglo XVI), novel-2

2021 Words
Debo añadir sin embargo una cosa, en nombre de la verdad: no he pretendido, al manifestar remordimiento, que los fenómenos diabólicos hayan sido y sean siempre mera apariencia. Así, yo en persona asistí una vez atónito a un caso indudable de posesión, que narraré más adelante, y seguramente a un proceso, que también contaré, a verdaderos siervos de Satán. Sin embargo sigo estando seguro de que, en su mayor parte, brujas y hechiceros no fueron tales y, por tanto, de que me equivoqué en casi todos los casos. Capítulo II Las dudas empezaron a aparecer cinco años después de la publicación de mi libro. Era ya el final de la tarde de un día templado de finales de invierno, casi al atardecer. Volviendo a casa, como de costumbre a pie, me había parado en el gran mercado de alimentos y tejidos que ocupa toda la plaza del tribunal. Era esa hora en que se quitan los puestos y se puede conseguir comida a precios más bajos. Tras comprar un buen pollo vivo, que tenía que matar, lo llevaba a casa sosteniéndola delante de mí agarrado con la mano derecha mientras que con la izquierda aferraba, como siempre cuando caminaba, la empuñadura de mi espada. Como era habitual, pretendía parecer fiero y fuerte a pesar de la molestia de esa ave y así todos me habían dejado pasar y me habían saludado, tanto en la plaza como en el resto del camino; salvo… ¡Bueno, un chico desconocido cuando ya estaba casi a la puerta de mi hogar, no se había apartado! Más bien había chocado conmigo y se había ido sin pedir perdón a pesar de la ofensa: —¡Pues vaya! Además, cuando estaba a varios brazos lejos confundido con la muchedumbre, tuve que sufrir la vil deshonra de una clarísima pedorreta. Solo después me di cuenta de que había sido una señal del Cielo contra mi soberbia y tal vez también de la visita que iba a recibir enseguida, pero en ese momento me puse lívido. Una vez en casa, un piso cerca del tribunal en el que vivía solo con un sirviente, tras apagar la ira mojándome la cabeza con agua fría, ordené al sirviente que cocinara con cuidado el pollo. No era la estación, porque si no le habría ordenado freírlo en el zumo de ese novísimo fruto al que algunos llaman manzana de oro, pero en realidad, cuando está correctamente madurado, tiene el color rojo del infierno, hasta el punto de que, como me había dicho hacía meses una espía, el populacho, por supuesto cuando sabe que lo le pueden oír, suele llamar a ese espléndido plato «el pollo al demonio».1 Pero los demonólogos, a los que interpelé rápidamente, una vez probada esa comida con absoluto escrúpulo y repetidamente, habían concluido que el diablo no se encontraba en esa magnífica pitanza y que cualquier cristiano podía comerla sin pecar, siempre que no fuera con gula. Acababa de ponerme cómodo con las ropas de casa y de sentarme en la silla de mi estudio y esperando a la comida me disponía a reanudar una lectura que había dejado a medias del Orlando furioso, cuando llamaron a la puerta. El sirviente me anunció la visita del abogado Gianfrancesco Ponzinibio. Este era un hombre de mala fama, autor de un tratado contra la caza de brujas, publicado una década antes, que yo no había leído, pero conocía por los vehementes ataques del teólogo Bartolomeo Spina, dominico y gran cazador de malignas, incluidos en su Quaestio de Strigibus, publicada dos años después de ese libro impío. Las críticas del monje habían puesto en peligro al descarado abogado, también porque Spina era un funcionario importante y escuchado por el Médicis de Milán que, en ese mismo año 1523, había sido elegido papa con el nombre de Clemente VII y que le había ascendido rápidamente a cardenal y, no mucho después, a Gran Inquisidor. No hace falta decir que yo ya no era un magistrado inexperto, sino todo lo contrario: estaba colocado como Juez General en el Tribunal de Roma y además también había aumentado la estimación de Clemente por mí, desde hacía tres años. De hecho, durante el gran saqueo de la ciudad realizado por las tropas imperiales en 1527, me había utilizado, arriesgando mi vida, para poner a salvo los documentos de los procesos en vigor y de todos los posibles del pasado. Entendía que tal vez Ponzinibio había acudido a mí por este poder en el tribunal. Este se había atrevido porque, además, tenía la fuerte protección de otro dominico, el austero monseñor Gabriele Micheli, entonces de veintiséis años, pero muy docto, fuerte y estimado en la ciudad. Por respeto al obispo, que por otro lado ya gozaba de fama de santo, recibí a Ponzinibio. En su tratado, el abogado había negado la realidad de los aquelarres y las cabalgadas volantes y condenado la utilización de la tortura para las confesiones. Pues bien, parece increíble pero, inmediatamente después de los saludos, nada más que formales, empezó: —¡Incluso usted, Señoría, confesaría ser un hechicero si le martirizaran los testículos con tenazas candentes! Me indigné enormemente: ¿cómo osaba hablarme así, sin corteses preámbulos, sin el debido respeto, sin perífrasis? ¡¿Tenazas candentes a mí?! —Sepa con seguridad, mi docto señor —le respondí con rostro sombrío, pero no sin cortesía en la voz y sin descomponerme en absoluto—, que muchas brujas confiesan no solo sin haber sufrido tortura, sino incluso sin haber recibido siquiera la amenaza. Había exagerado, porque solo Elvira se había comportado así, pero recordaba la confirmación absoluta que había sabido dar a mi conciencia, por otro lado ya convencida. —Si me lo permite, doctísimo juez —continuó el infatuado como si tampoco hubiera escuchado—, me remontaré varios siglos, para que lo pueda entender mejor. ¡Una nueva impertinencia! Tuve el impulso de que mi sirviente lo echara de casa, pero me contuve pensando en la noble figura de su protector. —Vayamos al inicio del siglo X —prosiguió—, a un manuscrito del monje Regino de Prüm, hoy en manos del sabio padre monseñor Micheli, es decir, a la transcripción del Canon episcopi, a su vez anterior en muchos siglos. —¿El Canon episcopi —repetí, comenzando a estar interesado—, de los primeros siglos de la Iglesia? —Sí, puede leerlo en casa del actual poseedor, del cual soy mensajero; pero entretanto, si me lo permite, le haré un resumen. Hasta entonces le había mantenido en pie, junto a la puerta de mi estudio. Sabiéndole embajador de un protector tan importante y habiéndome picado la curiosidad, le hice sentarse y también yo me senté. —Magia y brujería —continuó en cuanto se sentó—, siguen a la historia del hombre, desde mucho antes del cristianismo. Se describen rituales de brujería en la literatura antigua, por ejemplo en Apuleyo, ahora de nuevo objeto de lectura y estudio por parte de distintos eruditos; y también el descubrimiento y la investigación de textos antiquísimo como la hermética y la cábala, por parte de Ficino, de Pico della Mirandola... Le interrumpí, de nuevo con fastidio: —Mi sabio señor, ¡por supuesto que esas cosas son verdad! y bien conocidas por pobres ignorantes como este Juez General que le está escuchando pacientemente. ¡Verdaderamente el demonio ha estado activo durante toda la historia! ¿Piensa decirme algo nuevo? ¿Cree que no sé, por ejemplo, de la viejísima bruja de Endor que predijo la desventura al rey Saúl? —añadí como muestra de mi saber, citando el primer ejemplo que me vino a la mente y, torciendo el gesto, le miré fijamente a los ojos para hacerle bajar la vista, pero no lo hizo del todo y me sonrió; luego inclinó la cabeza asintiendo como para excusarse y, tras levantarla, contestó: —Perdóneme, señor juez, pero solo pretendía ser una inocente introducción. No he dudado en absoluto de su sapiencia. Mostré mi aceptación de las excusas bajando la cabeza por un momento, aunque más breve que el suyo: —Vamos con el Canon episcopi —le ordené—, o no hablaremos más —Y comencé a tamborilear con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de mi sillón. Apresurándose casi hasta el punto de atropellarse con las palabras, Ponzinibio continuó: —El canon, con la venia, señoría, afirma que existen mujeres malignas que creen cabalgar animales de noche con la diosa Diana y cubrir grandes distancias en breve tiempo y desarrollar ceremonias blasfemas en lugares secretos con espíritus encarnados, pero subraya que se trata solo de alucinaciones o de sueños, provocados por el diablo para apoderarse de la mente de las personas y ¿sabe cuáles son los remedios propuestos? —No me dio tiempo a hablar y prosiguió—: Penitencia y oración. Eso dice el canon y así actúa la Iglesia hasta el año 1000; luego bastan unos pocos años: un siglo después, como se deduce de otros documentos en poder de monseñor Micheli, gran parte del clero acepta entonces, por el contrario, la realidad externa de esos hechos, mientras que el pueblo tiene una certeza absoluta; y la magia del diablo, su aparición en persona, visible, en reuniones de brujas y hechiceros se convierte en esos siglos en algo indiscutible. —En efecto, es indudable y puede costar muy caro pensar otra cosa —repliqué con gran severidad. Estaba a punto de añadir una amenaza mayor a Ponzinibio cuando me acordé de su poderoso protector y, habiendo entendido que también él pensaba así de mal, me callé. Al callar, el abogado replicó: —Y sin embargo, mi justo señor, ¿la actitud moderada del Canon episcopi tal vez indicaría que nuestros antiguos padres estaban mal preparados? ¿Es posible que hasta el siglo XI, sin que la tortura fuera legal y se garantizara a los investigados un proceso justo —Ponzinibio, mirándome directamente a los ojos, recalcó la palabra justo—, brujas y hechiceros fueran un fenómeno de importancia absolutamente secundaria y, por el contrario, con el paso del tiempo hayan aumentado en número hasta ser considerados como uno de los peligros más grandes? ¿Es posible que lo que parece el remedio sea por el contrario la causa? Como dije, ¿quién podría resistirse al dolor o aunque solo sea a su amenaza sin declararse culpable? ¿Es posible que en los últimos siglos que tanto muestran glorificar la sabiduría y en esto en concreto se haya perdido la razón, gloria del cristianismo en el primer milenio? —finalmente concluyó—: Monseñor Micheli reza por usted y desea ardientemente verle, señor Juez General. Le espera el jueves en su casa, dos horas después de salir el sol. ¿Qué debo decirle? —Mi obediencia hacia monseñor es absoluta. Comuníquesela y dígale que iré. Capítulo III Era la mañana siguiente, martes. Quedaban dos días para mi cita con monseñor Micheli. Estaba realizando una tarea importante, por supuesto por orden del Papa, asignada por el príncipe de Biancacroce en persona, su portavoz secular. Esperaba cumplir con el encargo al principio de la tarde, para poder luego ir, como le había prometido, a casa de Mora, hija del vulgo bastante más joven que yo, veintitrés años recién cumplidos, cabellos negros y tupidos, rostro y cuerpo de ninfa, a la que mantenía en secreto y con la que fornicaba sin confesarme nunca por temor a tener gravísimas penitencias. De hecho no sabía de quién fiarme y en esos tiempos no se había instituido el confesionario, mueble que, después del Concilio de Trento, había garantizado algo de anonimato al penitente. Sin embargo dudaba bastante de poder acabar mi tarea a tiempo para ir a casa de mi Mora, aunque fuera con retraso. Sentía una inquietud imprecisa. Estaban conmigo, todos en pie dentro de un alto, oscuro e intrincado bosque, unos de mis jueces adláteres, Veniero Salati, seis gendarmes de escolta y delante, para abrir camino con su espada entre ramas y troncos, el teniente comandante de la guardia del tribunal, Angelo Rissoni. Todos sabíamos que los problemas de la Iglesia habrían tenido finalmente solución si teníamos éxito en la empresa: la herejía protestante se habría extinguido y se habría reabierto el espléndido camino evangélico para la población cristiana, por fin reunificada. Por tanto sentía una gran alegría en mi ánimo y seguramente en los de los demás, como había entendido de las palabras pronunciadas por los guardias y mi ayudante. Ese contento sabía contener nuestra ansiedad: ninguno de nosotros sabíamos el camino a seguir y se avanzaba a tientas. Rissoni abría el camino cortando la maleza, concentrado completamente en su tarea de vanguardia: los pantanos estaban cerca y hacía falta evitarlos antes de llegar finalmente a la meta.
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