Durante catorce años, Elvira había vivido bastante tranquila. Es verdad que alguno le había llamado alguna vez bruja bromeando, pero no había sufrido persecuciones. Incluso había tenido propuestas de matrimonio. Pero ella, harta de los hombres, había rechazado todas. En los primeros tiempos había tenido que defenderse del hermano del notario, que, impenitente, había ido a su hogar a abrazarla, sin conseguirlo, por la habitual defensa de la mujer. Por eso había nacido en él un rencor enorme, mientras que su deseo iba aumentando igualmente. Por suerte, los parientes le habían encontrado por fin un trabajo respetable en Roma y se había ido, dejándola en paz. Entre los cortejadores había estado ese Remo Brunacci que le había arruinado, el borracho del pueblo, al que siempre había echado burl