U N O-1

2184 Words
U N O Hay días en la vida que parecen perfectos. Hay otros en los que una cierta quietud cubre al mundo, cuando la calma nos cobija tanto que uno se siente como si pudiera desaparecer, cuando uno tiene una sensación de paz, que es inmune a todas las preocupaciones del mundo. En que somos inmunes al miedo. Al mañana. Puedo contar momentos como estos con una sola mano. Y éste es uno de ellos. Tengo trece años, Bree tiene seis y estamos en una playa de arena fina y suave. Papá sostiene mi mano, y mamá la de Bree, y los cuatro vayamos por la arena caliente, rumbo al mar. El fresco rocío de las olas le sienta bien a mi cara, disminuyendo el calor de este día de agosto. Las olas se estrellan alrededor nuestro y papá y mamá están riendo, sin preocupaciones. Nunca los había visto tan relajados. Los sorprendo mirándose con mucho amor y fijo esa imagen en mi mente. Es una de las pocas veces que los he visto tan felices juntos y no quiero olvidarlo. Bree grita en éxtasis, emocionada por el choque de las olas, que están en su pecho, en el tirón de la resaca, que llega hasta sus muslos. Mamá la sujeta con fuerza y papá me aprieta la mano, conteniéndonos del tirón del mar. “¡UNA! ¡DOS! ¡TRES!”, grita papá. Soy levantada en el aire mientras papá tira de mi mano y mamá la de Bree. Subo alto sobre una ola y grito cuando la paso y se estrella detrás de mí. Me sorprende que papá pueda estar ahí parado, tan fuerte como una roca, aparentemente ajeno a la fuerza de la naturaleza. Mientras me hundo en el mar, entro en él, impactada por el agua fría en mi pecho. Aprieto la mano de papá con más fuerza, cuando regresa la resaca, y nuevamente me sostiene con firmeza. Siento en ese momento que me protegerá de todo, por siempre. Se estrella una ola tras otra, y por primera vez desde que recuerdo, mamá y papá no tienen prisa. Nos levantan una y otra vez, Bree grita con más alegría que nunca. No sé cuánto tiempo ha pasado en este estupendo día de verano, en esta playa tranquila, bajo un cielo sin nubes, el rocío golpeando mi cara. No quiero que el sol se oculte nunca, no quiero que nada de esto cambie. Quiero estar aquí, así, por siempre. Y en este momento, siento que podría suceder. Abro mis ojos lentamente, desorientada por lo que veo frente a mí. No estoy en el mar, sino que estoy sentada en el asiento del pasajero de una lancha de motor, yendo a toda velocidad río arriba. No es verano, sino invierno y las orillas están revestidas de nieve. Frente a nosotros flotan ocasionalmente, pedazos de hielo. Mi cara recibe el rocío del agua, pero no es el rocío frío de las olas del mar de verano, sino el rocío helado del congelado Hudson en invierno. Pestañeo varias veces hasta que me doy cuenta de que no es una mañana de verano, sino una tarde nublada de invierno. Trato de pensar qué fue lo que pasó, cómo cambió todo. Estoy sentada, sintiendo escalofrío y miro a mi alrededor, poniéndome en guardia de inmediato. Que yo recuerde, no había dormido a la luz del día, desde que recuerdo, y me sorprende. Me oriento rápidamente y veo a Logan, de pie, impasible, detrás del timón, con los ojos fijos en el río, navegando por el Hudson. Volteo y veo a Ben, con la cabeza entre sus manos, mirando al río, perdido en su propio mundo. Al otro lado de la lancha está Bree, sentada, con los ojos cerrados, reclinada hacia atrás en su asiento, y su nueva amiga Rose, acurrucada, dormida en su hombro. Sentada en su regazo está nuestra nueva mascota, la perrita Chihuahua tuerta, dormida. También me sorprende haberme permitido dormir, pero cuando miro hacia abajo y veo la botella medio vacía de champaña en mi mano, me doy cuenta de que el alcohol, que no había tomado en años, debe haberme dejado fuera de combate— eso, junto con tantas noches sin dormir y tantos días de descarga de adrenalina. Mi cuerpo está tan golpeado, tan dolorido y magullado, que debe haberse quedado dormido por sí mismo. Me siento culpable: nunca dejo a Bree sin mi supervisión. Pero mientras miro a Logan, su presencia es tan fuerte, que me doy cuenta de que debo haberme sentido lo suficientemente segura con él, que por eso lo hice. En cierta forma, es como tener a papá otra vez conmigo. ¿Será por eso que soñé con él? “Me da gusto que hayas regresado”, se oye la voz grave de Logan. Él dirige la mirada hacia mí, con una sonrisita en la comisura de sus labios. Me inclino hacia adelante, contemplando el río frente a nosotros, al pasar por él como si fuera mantequilla. El rugido del motor es ensordecedor, y la lancha recorre la corriente, moviéndose hacia arriba y hacia abajo con un movimiento sutíl, meciéndose un poquito. El rocío helado golpea directamente mi cara y miro hacia abajo y veo que todavía traigo la misma ropa que he estado usando durante varios días. La ropa está prácticamente pegada a mi piel, cubierta de sudor y sangre y mugre —y ahora húmeda por el rocío. Estoy mojada, con frío y hambre. Daría lo que fuera por darme un baño caliente, tomar chocolate caliente, tener una chimenea encendida, y cambiarme de ropa. Veo al horizonte: el Hudson parece un vasto y amplio mar. Nos mantenemos en el centro, lejos de ambas costas; Logan sabiamente nos mantiene lejos de depredadores potenciales. Me acuerdo y de inmediato miro hacia atrás, buscando cualquier señal de los tratantes de esclavos. No veo ninguno. Miro hacia atrás buscando cualquier señal de alguna lancha en el horizonte, frente a nosotros. Nada. Exploro las costas, buscando cualquier señal de actividad. Nada. Es como si tuviéramos el mundo para nosotros solamente. Es reconfortante e inhóspito, al mismo tiempo. Lentamente, bajo la guardia. Siento como si hubiera dormido por mucho tiempo, pero por la posición del sol en el cielo, solamente es media tarde. No pude haber estado dormida más de una hora, cuando mucho. Miro alrededor buscando algún punto de referencia. Después de todo, estamos cerca de volver a casa. Pero no veo nada. “¿Cuánto tiempo dormí?”, le pregunto a Logan. Se encoge de hombros. “Tal vez una hora”. Una hora, pienso. Parece una eternidad. Reviso el indicador de combustible y está medio vacío. Eso no es un buen augurio. “¿Ves combustible por algún lado?”, le pregunto. Al momento de hacer la pregunta, me doy cuenta de que es una tontería. Logan me mira, como diciendo: ¿preguntas en serio? Desde luego que si hubiera visto algún depósito de combustible, ya lo habría utilizado. “¿Dónde estamos?”, pregunto. “Estos son tus rumbos”, contesta. “Iba a preguntarte lo mismo”. Exploro el río nuevamente, pero aún no puedo reconocer nada. Eso es lo que pasa con el Hudson—que es tan amplio y se extiende enormemente, que es muy fácil perder la orientación. “¿Por qué no me despertaste?”, pregunto. “¿Para qué? Necesitabas dormir”. No sé qué más decirle. Eso es lo que pasa con Logan: me agrada, y siento que le gusto, pero no creo que tengamos mucho que decirnos. No ayuda el hecho de que es reservado, y de que yo también lo soy. Continuamos en silencio, el agua blanca batiendo por debajo de nosotros y me pregunto ¿cuánto tiempo más podremos avanzar? ¿Qué haremos cuando se nos acabe el combustible? A lo lejos, veo algo en el horizonte. Parece una especie de estructura en el agua. Primero me pregunto si es una visión, pero después Logan estira el cuello, alerta, y me doy cuenta de que él también debe verlo. “Creo que es un puente”, dice. “Un puente caído”. Me doy cuenta de que tiene razón. Acercándose más está un altísimo pedazo de metal retorcido, imponente, sobresaliendo del agua, como si fuera un monumento al infierno. Recuerdo que este puente antes atravesaba bellamente el río; ahora es un enorme montón de chatarra, que se zambulle en ángulos dentados en el agua. Logan reduce la velocidad de la lancha, el motor se aquieta a medida que nos acercamos. Nuestra velocidad baja y la lancha se mece fuertemente. El metal dentado sobresale en todas direcciones y Logan navega, maniobrando la lancha a la izquierda y a la derecha, creando su propio sendero. Miro hacia arriba conforme avanzamos hacia los restos del puente, que emerge sobre nosotros. Parece que se eleva cientos de metros de altura, como testimonio de lo que fue la humanidad, antes de empezarnos a matar unos a otros. “El Puente Tappan Zee”, comento. “Estamos una hora al norte de la ciudad. Llevamos una buena ventaja sobre ellos, si nos persiguen”. “Nos están persiguiendo”, dice él. “De eso puedes estar segura”. Lo miro. “¿Cómo puedes estar tan seguro?”. “Los conozco. Ellos nunca olvidan”. Al pasar por el último pedazo de metal, Logan aumenta la velocidad y me inclino hacia atrás cuando aceleramos. “¿Qué tan lejos crees que estén de nosotros?”, pregunto. Él mira hacia el horizonte, impasible. Finalmente, se encoge de hombros. “Es difícil saberlo. Depende del tiempo que les tome reunir a las tropas. La nieve es espesa, lo cual es bueno para nosotros. ¿Unas tres horas? Tal vez seis, si corremos con suerte. Lo bueno es que esta lancha es rápida. Creo que podemos escapar de ellos, mientras tengamos combustible”. “Pero no lo tenemos”, digo, señalando lo obvio. “Salimos con tanque lleno—ya gastamos la mitad. Se nos acabará en unas cuantas horas. Canadá queda muy lejos. ¿Cómo sugieres que encontremos combustible?”. Logan se queda mirando al agua, pensando. “No tenemos elección”, dice. “Tenemos que conseguirlo. No tenemos otra alternativa. No podemos detenernos”. “Tendremos que descansar en algún momento”, digo. “Vamos a necesitar comida y un lugar dónde dormir. No podemos quedarnos afuera, con este clima, todo el día y toda la noche”. “Será mejor morir de hambre y congelarnos, que ser atrapados por los tratantes de esclavos”, dice él. Pienso en la casa de papá, río arriba. Vamos a pasar cerca de ella. Recuerdo mi promesa a mi vieja perra, Sasha, de enterrarla. También pienso en toda la comida que hay allá arriba, en la cabaña de piedra—podemos rescatarla y nos podría mantener durante varios días. Pienso en todas las herramientas que hay en el garaje de papá, en todas las cosas que podemos utilizar. Y ni qué decir de la ropa adicional, mantas y fósforos. “Quiero hacer una parada”. Logan voltea a verme como si estuviera loca. Noto que no le gusta esto. “¿De qué hablas?”. “De la casa de mi papá. En Catskill. Está una hora al norte de aquí. Quiero que nos detengamos ahí. Hay muchas cosas que podemos rescatar. Cosas que necesitaremos. Por ejemplo, la comida. Y…”, hago una pausa, “quiero enterrar a mi perra”. “¿Enterrar a tu perra?”, pregunta, alzando la voz. “¿Estás loca? ¿Quieres que nos maten a todos por eso?”. “Se lo prometí a ella”, le digo. “¿Lo prometiste?”, responde. “¿A tu perra? ¿A tu perra muerta? Debes estar bromeando”. Sostengo la mirada y se da cuenta rápidamente de que no estoy bromeando. “Si prometo algo, lo cumplo. Te enterraría, si te lo hubiera prometido”. Él niega con la cabeza. “Escucha”, digo con firmeza. “Querías ir a Canadá. Podríamos haber ido a cualquier lugar. Ese era tu sueño. No el mío. ¿Quién sabe si existe siquiera esa ciudad? Te estoy siguiendo en tu capricho. Y esta lancha no es solo tuya. Sólo quiero detenerme en la casa de mi papá. Buscar algunas cosas que necesitamos y enterrar a mi perra. No tardaremos. Llevamos una gran ventaja sobre los tratantes de esclavos. Además de que tenemos un pequeño bote de combustible allá. No es mucho, pero nos servirá”. Logan niega lentamente con su cabeza. “Preferiría no ir por ese combustible y no correr tal riesgo. Estás hablando de las montañas. Estás hablando de unos treinta y dos kilómetros hacia el interior, ¿cierto? ¿Cómo supones que llegaremos ahí una vez que atraquemos? ¿Caminando?”
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