Cuando entré a la pequeña habitación de esa maldita prisión, la mujer de mis sueños, anhelos y esperanzas, estaba sentada en la cama de visita conyugal, cruzada de piernas, con la fija mirada en la inerte puerta de metal, las manos en sus muslos y el taheño cabello cayendo sobre sus hombros de forma espectacular. Lucía tan sensual sin ser singular, que el solo mirarla alteró mi sangre en segundos. Tragué la inexistente saliva en mi boca, mientras las piernas de Andrea se desenroscaban y elevaba de la cama. Ella batió un poco su cabello y sacudió las posibles motas de polvo que pudieron quedar adheridos a su pantalón, aun cuando el lugar era limpiado cada día, cuando cientos de los convictos la usaban en sus fines. El solo pensarlo revolvió mi estómago, pero no se trataba de pensar en ell