Nicola
No buscaba la atención de nadie más, solo los de dos hombres que se movieron hacia nosotros como lobos acechando a su presa.
El padre de Valentina y Antonio.
Avanzaron hacia nosotros con rapidez, empujando a cualquiera que se interpusiera en su camino. Mi cuerpo reaccionó de inmediato, tensándose antes de la inevitable confrontación.
—¿Qué mierda es esto, Valentina? —gruñó Antonio cuando estuvo a pocos pasos de nosotros.
Su voz era un veneno rasposo, lleno de desprecio. Su mirada no estaba en mí, sino en ella, como si tuviera algún tipo de derecho sobre mi mujer, como si pudiera dirigirse a ella de esa manera y salir impune.
—¿Tan puta eres? —escupió Antonio con un tono cargado de desprecio.
El odio en su voz era evidente, y antes de que pudiera dar un paso más, puse mi mano firme en su pecho, deteniéndolo en seco.
—Vuelve a insultar a mi prometida, —gruñí entre dientes, sintiendo cómo la furia se agolpaba en mi garganta, —y te cortaré la lengua para dártela de comer.
Antonio se quedó inmóvil. Su rostro cambió de ira a algo más cercano al miedo.
Sabía que no estaba bromeando. Mis ojos lo perforaban, y su respiración se volvió más errática.
El padre de Valentina, que hasta ese momento estaba observando la situación con la cara desfigurada por la rabia, avanzó un paso más.
—¿Tú qué? —espetó, su voz carente del respeto que debería haber mostrado. —Eso no puede ser. —Miró a Valentina como si fuera menos que un insecto. —Ella está prometida a Antonio.
La risa de mi padre resonaba en el fondo, pero mi atención estaba clavada en ese hombre frente a mí.
El padre de Valentina no me intimidaba, era un hombre que se escondía detrás de la fuerza de los demás, pero no tenía el poder para detenerme.
—No, —respondí con calma. —Él no la ha reclamado públicamente, y, lo más importante, no ha colocado un anillo en su mano.
Valentina me había contado que, en su fiesta de cumpleaños, iban a hacer público su compromiso, pero al concretar ese maldito trato con Antonio todo quedó en pausa.
—Pues tú tampoco. —Recriminó con una sonrisa de suficiencia, mirando la mano vacía de su hija como si ya hubiera ganado la discusión.
Mi rabia se convirtió en una especie de calma peligrosa. No necesitaba hablar más.
Con un gesto lento y deliberado, saqué una pequeña caja de mi bolsillo. El estuche era del mismo color púrpura vibrante que el vestido de Valentina, una elección intencionada.
El salón se llenó de murmullos, pero no presté atención a nada más que a lo que estaba por hacer.
Abrí la caja frente a Valentina, mi mirada fija en la suya. No le hice ninguna pregunta. No lo necesitaba. Esto no era una negociación.
Tomé el anillo y, sin titubear, lo deslicé en su dedo.
Vi cómo sus ojos se agrandaban, cómo su cuerpo se tensaba aún más bajo mi mano, pero no hizo nada por detenerme. Sabía que esto era inevitable.
—Mía, —dije en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que su padre y Antonio lo escucharan.
Mis ojos se fijaron en los de su padre, desafiándolo sin palabras. Ella ya no era de ellos. Era mía.
El padre de Valentina apretó los labios, su rostro enrojeciendo mientras intentaba comprender lo que acababa de pasar, mirando a las personas que murmuraban a nuestro alrededor.
Antonio, en cambio, permanecía inmóvil, su rostro pálido, incapaz de articular palabra.
Aunque sabía que esto no terminaría en silencio.
Cuando vieron el anillo en su dedo, sus expresiones se volvieron de una furia contenida a un odio explosivo.
Antonio fue el primero en reaccionar.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gruñó, su rostro rojo de ira. —¡Ella es mía! —Su voz rasgó el aire, cargada de odio.
Dio un paso hacia nosotros, sus ojos fijos en Valentina con una mezcla de desprecio y rabia.
Mi mirada no se apartó de él. Mi mano la mantuvo firme a mi lado, pero pude sentir cómo su cuerpo temblaba. Sabía que la situación estaba a punto de estallar.
—Tú nunca la tuviste. —Mi voz salió fría, casi mortal. —No tienes ningún derecho sobre ella.
Eso solo lo enfureció más. Su puño se apretó, y por un segundo pensé que llevaría la discusión a una pelea. Cobarde.
—¡Tú no puedes hacer esto! —gritó el padre de Valentina, su rostro contorsionado por la furia.
Se movió hacia ella, como si la estuviera culpando de todo esto, como si ella fuera la causa de su humillación. Su puño se levantó, con la clara intención de golpearla.
Solté a Valentina y me puse delante de ella, bloqueando su camino justo a tiempo. Sentí el golpe en mi rostro, un puño cerrado lleno de rabia que impactó en mi mandíbula. El dolor fue instantáneo, pero lo ignoré.
La mirada de sorpresa en el rostro de su padre fue satisfactoria. No había esperado que me interpusiera, no había esperado que tomara el golpe destinado a su hija.
—No te atrevas, —gruñí, mi voz baja pero llena de amenaza. El dolor latía en mi mandíbula, pero no le di importancia. —Si vuelves a levantar la mano contra mi mujer, te aseguro que no vivirás para ver el amanecer.
El salón entero se había detenido, todos los invitados observaban la escena con los ojos muy abiertos, sin poder creer lo que estaba pasando. El murmullo se había convertido en un silencio incómodo, roto solo por la respiración agitada de los dos hombres frente a mí.
Antes de que pudieran hacer algo más, la puerta principal del salón se abrió de golpe y Lorenzo apareció, acompañado por dos de mis hombres de confianza.
Sus ojos se movieron rápidamente entre Antonio, el padre de Valentina y yo. En cuestión de segundos, entendió lo que estaba ocurriendo.
—Señor Moretti, —dijo con su calma profesional, pero sus ojos me decían que estaba listo para actuar, —¿hay algún problema aquí?
Antonio dio un paso hacia mí, aún lleno de rabia.
—¡Esto no se va a quedar así! —gritó, con la cara enrojecida y el odio ardiendo en sus ojos. —¡No me puedes arrebatar lo que es mío!
—Llévenselos, —ordené sin necesidad de elevar la voz.
Lorenzo se mantuvo impasible. Sus ojos oscuros pasaron de Antonio al padre de Valentina, y sin mediar palabra, asintió.
—Creo que es hora de que estos caballeros se retiren, —dijo a los hombres que lo acompañaban. No era una sugerencia, era una orden.
Los dos hombres detrás de Lorenzo avanzaron, y en un movimiento rápido, los agarraron por los brazos.
—¡Suéltame! —gritó Antonio, forcejeando, pero mis hombres lo inmovilizaron con facilidad. La rabia en su voz se volvió desesperada.
El lugar se llenó de murmullos, pero nadie se atrevió a intervenir. Sabían lo que ocurría cuando alguien desafiaba a un Moretti.
—¡Esto no ha terminado, Nicola! —gritó Antonio mientras lo arrastraban fuera del salón. —¡Juro que no ha terminado!
Lo observé en silencio, sin moverme, mientras desaparecía de mi vista.
Cuando sacaron a los dos hombres, me giré hacia Valentina. Estaba pálida, sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y confusión. Su respiración era rápida, y aunque intentaba mantener la compostura, sabía que estaba al borde de romperse.
—Está bien, —le susurré, colocando mi mano suavemente en su mejilla. —No volverán a molestarte.
Ella asintió débilmente, y vi cómo las lágrimas empezaban a llenar sus ojos.
—Todo está bajo control, jefe, —dijo Lorenzo en voz baja, pero mi mirada estaba fija en Valentina. —¿Alguna otra instrucción?
—Avísame si hay problemas, —respondí ya en movimiento para sacar a mi prometida del ojo de la tormenta.