Capítulo 8

2031 Words
NICOLAS Cierro la mano y le pego una piña al banco. Tomo aire y vuelvo a darle otro golpe, y otro, y otro. Al concreto no le hace ni mella mis puñetazos; a mí por el contrario me causa dolor. Un dolor sordo que me lleva a rechinar los dientes... Pero ni de asomo paro. Mis nudillos sangran y manchan el material. El pavimento rasguña mi piel. Y es la profunda rabia que estoy sintiendo en este momento lo que me hace querer moler a golpes lo que sea que tenga por delante. ¿Qué mierda fue lo que acabó de pasar? ¿Porqué tuvo que aparecer de nuevo? ¿Porqué carajo vino a mí? Me pongo de pie y empiezo a dar vueltas por el reducido espacio que tengo como jaula. Creí que estaba bien lejos. Creí que nunca volvería a tener la desgracia de toparme con ella. Supuse que habría retomado su vida así como yo lo hice con la mía. Paso mi mano por mi cabeza y mi nuca. La sangre de mis nudillos va manchando mi piel. Maldita sea. Creí que se habría olvidado de mí, así como yo la olvidé a ella. Estúpida. Después de ocho años, se presenta como si nada, sonriéndome como si no hubiera pasado un huracán entre nosotros, toda superada y mirándome como si fuera un bicho insignificante. Dios, la odio. La odio tanto como pude amarla una vez. La detesto. Le tengo rabia. Siento rencor. Nunca pude borrar de mi memoria lo que ella y mi padre me hicieron. Nunca pude quitar de mi alma el veneno, el recelo, el enojo por lo que principalmente ella me hizo. Jugó conmigo. Hija de puta. Jugó conmigo. Yo me fui abriendo a ella, ciegamente deposité mi confianza en ella, le di lo mejor y lo peor de mí, puse en ella mis miedos, mis sueños, mi amor. Me entregué como nunca he podido entregarme a otra, y me la jugó. Resultó ser una maldita traidora que mandó mi confianza a la mierda y le pasó información a la DEA cuando nuestras conversaciones eran nuestras, eran íntimas, eran mis descargos, mi oxígeno, mi calma. Me entregué a Charlotte cuando ella tenía dueño. Cuando mi jodido padre era su dueño. He estado imaginándola junto a él. Desvistiéndose frente a él, haciendo el amor con él. Me he enfermado de los celos al repetir en mi mente su jadeante voz cuando se corría, pero suspirando su nombre y no el mío. Yo me quedé con su inocencia, yo la llevé al mundo del sexo, yo me quedé con sus bragas aquella noche, en el cuarto de un hotel en Napa, ¿pero y él? Él la poseyó aunque ella se negó en aceptarlo. Me he convencido de eso. Me he enloquecido con eso. Mi cerebro no paró nunca de dibujar una escena tras otra de ellos. Él comprándola, exigiéndola, teniéndola y yo siendo el reverendo idiota que se enamoró de una mujer que ya tenía hombre: mi padre. —¡Ay Dios como te odio maldita bruja! —aúllo en la soledad de mi celda y el pasillo. Me ha costado tanto hacerme a la idea de no seguir pensándola. Me ha costado tanto coger con otras y no venirme con su cara en mi mente. Me ha costado tanto apaciguar la furia que me envenenaba día tras día que ahora estoy igual que al principio. Haberla visto me ha dejado igual que hace ocho años atrás. Como si no hubiera pasado el puto tiempo. Desconcentrado, enojado, frustrado, ardiendo en odio. Cierro los ojos un momento y vuelvo a visualizarla como hace unos minutos atrás. Su voz sigue tal cuál como la recuerdo: igual de dulce y melodiosa. Pero su actitud... Carajo, su actitud. Su presencia, su altanería, su arrogancia, toda su determinación... ¿Qué se creyó? ¿Venir a salvarme? ¿Venir a darme un ultimátum y encima tener el tupé de lanzarme advertencias? Abro los ojos y me apoyo en una de las frías y oscuras paredes de la celda. Vino a darme un ultimátum. Es una descarada. Respiro profundo y no me contengo de sonreír. Es una arpía, una idiota pero... Está bien bonita la condenada. Tuve que concentrarme para no reparar demasiado en sus muslos torneados, envueltos en ese espectacular pantalón, ni en las transparencias de su blusa, su escote o su sostén. Humedezco mis labios. Sentí su perfume, vi su pelo tan largo, tan rubio y tan dorado, observé lo deliciosa que se ve su boca pintada de rojo y de inmediato me enloquecí. Me enloquecí de deseo, de ganas de poseerla, de llevarla a la pared y quedarme con su maldito labial en la boca. Esa boca carnosa que me dio placer, que me hizo gemir, que estuvo en mis labios, en mi cuerpo, en mi polla, robándose mi aliento, mis suspiros, mi razón. Dios santo. Está para comérsela a la maldita. Y ella lo sabe. Sabe que es una reina. Se le nota al caminar, al hablar, en sus gestos, en su mirada celeste. Muerdo mi labio sin poder controlar el ardor que siento por dentro. La odio pero es que, ¡joder! ¿Cómo no reaccionar ante semejante mujer? Me dejó idiotizado de nuevo, con los latidos a mil, caliente sólo de revivir en mi mente su figura exquisita. Suelto un chiflido, me limpio los nudillos en mi camiseta y cuando estoy por sentarme escucho a la distancia la voz de dos tipos y pasos que se acercan. Me quedo quieto en el lugar, parado, con los sentidos alerta y mirando fijo las rejas. No he escuchado a más detenidos en las celdas contiguas así que eso significa que estoy solo, que vienen por mí. Quizá me traigan el puto papel para que firme. Quizá se mueren de las ganas de mandarme derecho a la cárcel y es que en realidad me vale un cuerno lo que hagan. Ni de puta broma voy a aceptar que Charlotte me represente. La refinada, soberbia y caliente como el infierno, Charlotte Donnovan no va a ser mi abogada. Volver a tenerla cerca, sentirla cerca, oler su perfume y ver su delicioso cuerpo para caer de nuevo... No. ¿Otra vez revivir con ella paso a paso y con lujo de detalles cómo Rafael asesinó a mi hermano? Noo, prefiero la cárcel. Al menos será la forma de compensar las malas decisiones que tomé en el pasado. Respiro profundo, y exhalo despacio. —Te espero al final del corredor —ese es el jodido detective. Se cree la gran cosa porque le chupa las bolas al subjefe de este inmundo lugar—. Cualquier problema que tengas, llámame, Hayden. Hayden... Me tenso enseguida. —No te preocupes, Roger, puedo manejarlo —se aparece frente a mí, abren la reja y el fiscal entra en la celda. Este caribonito me cae como una patada en el estómago. Desde que me detuvieron, no ha dejado de asediarme, de querer amedrentarme, de juzgarme como si fuera Dios. Le tengo asco y unas terribles ganas de darle una paliza. La cara que puso cuando la policía me sacó de la camioneta y me llevó a sala de interrogatorios fue inolvidable. Fue una cara de triunfo, de odio. Luego vino a hablarme, y lo hizo como si fuera la peor mugre de este planeta, la peor basura, una lacra, un parásito, el criminal más peligroso del mundo. Este, con aires de supremacía, trajes caros y un alto puesto en la jerarquía jurídica se presento ante mí y alardeó frente a los detectives por mi captura. Como si hubiera agarrado a Pablo Escobar. Pobre idiota. No se cuánto dijo que llevaba siguiéndome. Si tan peligroso suponía que era porqué no me detuvo antes. Qué pelele. Se la da de gran fiscal y le costó buen tiempo atraparme. A mí, que le sirvo en bandeja mi propia condena. Me sonríe y me aguanto de darle una piña que le rompa la nariz. No me creo un santo pero su cara victoriosa me repele. Parece disfrutar de lo que está pasando. —Traje personalmente la declaración que detalla que renuncias libremente a tu defensa en la corte —de la chaqueta saca un papel doblado y me lo da. Ni siquiera me molesto en leerlo. No puedo mover la vista de su repugnante y feliz rostro—. Parece estar apurado por encerrarme, fiscal. Se arregla la chaqueta y suspira—. Hago mi trabajo con mucho placer. Le doy a criminales lo que merecen. —Interesante dato —mascullo y me siento en el banco. El tipo ricachón, de porte pedante, soberbio y desagradable se apronta para así como llegó, largarse. —El detective le traerá un bolígrafo para firmar su renuncia y luego, irá a sala de interrogatorios para detallar su confesión —sale de la celda y vuelve a girarse hacia mí—. Por cierto, estoy al tanto de que recibió la cordial oferta de mi esposa, para ser representado en la corte. Sé que la rechazó y se lo agradezco. El fracaso en su primer juicio no es lo que deseo para ella. Con que la bruja desgraciada, traidora, caliente y descarada se acuesta con este tipo asqueroso. Subió de nivel evidentemente y no ha perdido el tiempo. Maldita. Esbozo una media sonrisa y me río entre dientes. Si quería ponerme nervioso no lo logró. Charlotte no es una monja claro está. No iba a pasar el resto de su vida lejos del sexo, no cuando está tan apetecible que cualquiera sería capaz de pretenderla. —Qué curioso —levanto un poco la voz y me pongo de pie—. Porque el único anillo que lleva en las manos es el que yo le regalé antes de separarnos —no disimulo mi satisfacción al ver su cara. Enfurecido, celoso—. No se preocupe fiscal, es toda suya si ese es su temor. Yo ya no la quiero. Mi disfrute aumenta cuando vuelve a entrar a la celda, desfigurado por la ira. —Extraoficialmente, Henderson, me voy a encargar de que su culo se pudra en prisión —me amenaza—. No volverás a poner los ojos en mi mujer. Mi media sonrisa se ensancha. ¿Su mujer? Pobre imbécil. Del único hombre que fue esa condenada, pues, he sido yo. Me alcanzó ver el infinito que le obsequié en París. Puede coger con otros, pero su alma sigue siendo mía. Qué jodido placer que este troglodita se retuerza de rabia. —Yo no estaría tan seguro —le provoco, tomando distancia y metiendo las manos en mis bolsillos. Veo cómo se pone. Se muere por golpearme y juro que si lo hace lo mato a patadas. —De lo que sí estarás bien seguro —de repente, como si otro sujetito tomara posesión de su cuerpo, se pone bien tranquilo y sereno—. Es que a mi hija, Madison, no la volverás a ver en lo que te queda de vida. Toda mi complacencia se va a la mierda y mi cara se descompone cuando menciona su nombre. Ya sabía yo que lo había visto en otro lugar, que ya había tenido el desagrado de conocerlo, sólo que no podía recordar de dónde. Tomo aire, y amenazante me acerco tan rápido que ni se lo ve venir. Le agarro de las solapas de la chaqueta y dejo a centímetros su cara de la mía. —Voy a ver a esa niña todo lo que se me de la recalcada gana, hijo de puta —espeto, bufando como un toro embravecido—. Ni tú ni nadie me lo va a impedir. Ni ver a Madison, ni volver a meterme entre las piernas de Charlotte. Lo suelto como si de una cosa infecciosa se tratara. La cabeza está empezando a darme vueltas de nuevo y los hilos de los nombres se me enredan volviéndome un maldito lío. —¿Sabe qué? —el papel doblado que me dio, lo tiro al piso, cerca de sus mocasines—. Acabo de cambiar de parecer. No voy a firmar nada; quiero a mi abogada.
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