Rowena vaciló en el umbral, insegura entre ofrecer consuelo o dejar a Cynethryth sola en su angustia. La compasión por la figura acurrucada en su jergón, con los hombros agitados, la llevó a cruzar la habitación hasta el extremo de la cama, para acariciar el cabello rojo dorado, “¡Shhh! Dulce dama, derramar lágrimas no curará a tu marido”. El llanto cesó y ella se volvió con los ojos enrojecidos, las mejillas tensas y húmedas, con una expresión tan angustiada que Rowena la abrazó y la acunó como si fuera un niño. “¡Silencio, silencio! ¡Todo estará bien!” Cynethryth, como siempre, delicada en sus movimientos, se separó del abrazo consolador y se enderezó. “Es cruel”, se secó un ojo con la manda, “la herida cerrada, parece curada y cuatro lunas han pasado sin fiebre, solo para retornar”.
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