Encorvada, con sus rodillas contra su barbilla, Cynethryth estaba sentada en el piso de madera en la esquina de su celda. Desde la partida de su padre tres días atrás ella había estado inconsolable, inquietando a Rowena con su falta de respuesta y su llanto. La mujer del Suth Seaxe caminaba de un lado al otro por la pequeña habitación, sus brazos cruzados sobre su pecho. Por un momento ella vacilaba, para deslizarse contra la pared al lado de la Wihtwara. Con cautela y gentileza, ella apretó la mano flácida de su amiga. “¿Quieres conocer mi secreto?” Segura de haber despertado la curiosidad de su compañera, ella esperó. Sin palabras, apática Cynethryth volvió sus ojos enrojecidos hacia ella y asintió. “Bien” dijo ella, “en mi pueblo, todos bajaron al río con un sacerdote que nos puso a