Capítulo 15

1584 Words
Lena Al salir de la oficina del rector, el peso de sus palabras aún resonaba en mi mente, mezclándose con el latido acelerado de mi corazón. La luz del pasillo parecía más tenue, o quizás era mi percepción, nublada por la incertidumbre y el temor de enfrentar lo desconocido. Mis compañeros estaban allí, formando un semicírculo de expectación y preocupación. Sus rostros, iluminados por la luz suave del corredor, reflejaban una mezcla de emociones que iban desde la curiosidad hasta la ansiedad. Elias, con su mera presencia siempre había sido un faro de calma y seguridad, dio un paso adelante, su expresión seria pero llena de apoyo. —¿Cómo estás? —Su voz era suave, un ancla en el mar tormentoso de mis pensamientos. —Confundida, —admití, dejando que la verdad de mis sentimientos se mostrara. —Y asustada. Julian, con su habitual mezcla de seriedad y luz en los ojos, se acercó. —Lo que sucedió... fue increíble, Lena. Nunca había visto nada parecido, —dijo, y aunque sus palabras eran de admiración, no pude evitar sentir el peso de la expectativa. Marco, siempre el más directo, asintió con una sonrisa de complicidad. —Estamos contigo en esto, Lena. Si hay algo que este número significa, es que tienes un potencial enorme. Y eso es algo bueno, ¿verdad? Julian, intentó aligerar el ambiente. —Bueno, si alguien puede manejar esto, eres tú. Marco asintió, su gesto alentador. —Además, tienes a todo un equipo aquí. No estás sola en esto, Lena. No pude evitar sonreír ante su optimismo. —Espero que sí, —respondí, sintiendo un atisbo de alivio al escuchar sus palabras de apoyo. Elias pasó su brazo por mis hombros, un gesto protector que me reconfortó. —Lo que importa ahora es que te enfoques en tu magia, en aprender y en crecer. Nosotros estaremos aquí para lo que necesites. Asentí, encontrando un nuevo sentido de propósito en sus palabras. —Gracias, de verdad. Significa mucho para mí saber que puedo contar con ustedes. Nate, que había permanecido en silencio, observándonos con una intensidad que no lograba descifrar, finalmente asintió, un gesto sutil pero significativo de su parte. Ravenna y Seraphina, por su parte, también mostraron su acuerdo, aunque de maneras más reservadas. La caminata de regreso a nuestra casa se sintió eterna, cada paso resaltado por los murmullos y las miradas de los demás estudiantes que parecían tejer una red de especulaciones y rumores a mi alrededor. A pesar de la presencia reconfortante de mis compañeros, una necesidad abrumadora de aislamiento crecía dentro de mí, un deseo de distanciarme del torbellino de emociones y pensamientos que me asaltaban. Al pasar frente al pilar donde se realizó el ritual, las cifras resplandecían débilmente bajo la luz tenue del amanecer, cada número tallado con precisión, como burlándose de mí, o haciéndome responsable de alguna manera de ese 2.222. Al acercarnos al comedor de la academia, el bullicio y la energía del lugar parecían demasiado para mí en ese momento. Vi cómo los demás se dirigían hacia la entrada, listos para continuar con la rutina de la noche, pero mi paso se detuvo. Un peso invisible me anclaba al suelo, y con una decisión súbita, supe que necesitaba estar sola. Elias, siempre atento, captó el cambio en mi postura y se detuvo para mirarme. Sus ojos, llenos de una comprensión tranquila, encontraron los míos, y en ellos vi el reflejo de mi propia lucha interna. Sin necesidad de palabras, él entendió el tumulto que se agitaba en mi interior. —Te llevaré algo, —dijo con suavidad, asintiendo hacia la casa. Le dediqué una sonrisa, pequeña pero sincera, agradecida por su comprensión. Luego, sin mirar atrás, corrí hacia nuestra casa, hacia el refugio de mi habitación, donde podría enfrentarme a mis pensamientos y emociones en soledad. La puerta se cerró suavemente detrás de mí, y el silencio de la habitación me envolvió como un manto. En ese espacio, en esa quietud, me permití sentir todo: el asombro, el miedo, la esperanza. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando la habitación con un brillo suave, un recordatorio silencioso de que, incluso en los momentos de aislamiento, no estaba completamente sola. Elias cumpliría su promesa, de eso estaba segura, pero por ahora, este momento de soledad era mío, un tiempo para respirar, para reflexionar y, quizás, para comenzar a entender el camino que se desplegaba ante mí. En la tranquilidad de mi habitación, me encontré sentada en el borde de la cama, sumida en un mar de pensamientos. Cerré los ojos, intentando encontrar un punto de calma, un ancla en el remolino de dudas y maravillas que había desencadenado el ritual de la Llamada Arcana y la revelación de mi número. Fue en ese momento de búsqueda interna cuando sentí su presencia en la habitación. Abrí los ojos y, ante mí, se materializó una figura que parecía emanar una luz propia, suave pero imponente. El Ermitaño, otro de los arcanos mayores, se presentó ante mí, su aspecto inspirando una mezcla de respeto y curiosidad. —¿Por qué estás aquí? —pregunté, mi voz un hilo de asombro y confusión. —Para ofrecerte guía y reflexión, —respondió, su voz tan serena como su luz. —Estás en un punto de tu viaje donde mirar hacia adentro te proporcionará las respuestas que buscas. Pensé en sus palabras, considerando todo lo que había sucedido. —¿Cómo encuentro mi camino en medio de todo esto? ¿Cómo sé cuál es la elección correcta? El Ermitaño me miró, y en sus ojos vi una profundidad insondable, como si contuvieran siglos de sabiduría y conocimiento. —Escuchando tu propia voz interior y confiando en tu intuición. La soledad no es tu enemiga, sino tu aliada. En ella encontrarás tu fuerza y claridad. Sus palabras resonaron en mí, un eco de verdad que calmaba las tormentas en mi interior. —Pero, ¿y si cometo un error? —La duda se colaba en mi voz, una sombra que aún temía enfrentar. —Todos los caminos tienen sus lecciones, —dijo El Ermitaño con una sonrisa tranquila. —No hay error que no ofrezca crecimiento. Tú tienes un potencial sin igual, Lena. No lo olvides. Antes de que pudiera responder, El Ermitaño comenzó a desvanecerse, su figura convirtiéndose en partículas de luz que se reunían en una carta que flotaba en el aire. La carta, iluminada por la luna, voló hacia mí con una gracia etérea, aterrizando suavemente en mis manos extendidas. Era su imagen impresa en el papel, un recordatorio tangible de nuestra conversación. Con El Ermitaño en mis manos, una sonrisa comenzó a formarse en mis labios. Saqué las otras dos cartas del bolsillo de mi chaqueta. La textura del papel antiguo rozaba mis dedos, despertando una mezcla de respeto y curiosidad. Con sumo cuidado, coloqué las tres cartas en la palma de mi mano, cada una un enigma, un pedazo de un rompecabezas que aún no sabía cómo armar. Hasta hace unos minutos, mi mente había sido un torbellino de pensamientos y preguntas, un mar embravecido de dudas y especulaciones sobre mi destino y mi papel en este mundo de magia. Pero ahora, frente a la presencia silenciosa de las cartas, solo una pregunta dominaba mi ser, clara y urgente, una brújula en la tormenta de mi confusión. Necesitaba a Seraphina. El aire de la habitación parecía vibrar con la energía de la decisión tomada, y un nuevo sentido de determinación me llenó. Con las cartas como mi talismán, me levanté, dispuesta a buscar a mi biblioteca andante. Al salir de mi habitación, el silencio de la noche cubría toda la casa, solo roto por unos sonidos apagados que captaron mi atención. Guiada por una curiosidad que no podía explicar, me dirigí hacia donde venían esos ruidos, hacia la habitación de Nate. Caminé con cuidado, casi sin hacer ruido, reflejando la cautela que sentía en mi corazón. De repente, la voz de Ravenna rompió el silencio, clara y desinhibida, llenando el espacio con palabras que no necesitaban ser vistas para ser entendidas. Los jadeos, las frases cargadas de deseo y las respuestas de Nate creaban una escena que no quería escuchar, pero que mi corazón no podía ignorar. Cada palabra, cada sonido, se clavaba en mí, golpe tras golpe, dejándome sin aliento. Sentía cómo se me revolvía el estómago, una mezcla de repulsión y dolor creciendo dentro de mí, mientras mi corazón, traicionado por sentimientos que apenas entendía, se rompía bajo el peso de lo que estaba escuchando. Las lágrimas brotaron, incontrolables, marcando mi rostro con el dolor de una herida abierta en ese instante. Sollozaba, un sonido tan crudo y desgarrador que apenas reconocía como mío. Era una reacción instintiva, una mezcla de tristeza, desilusión y una sensación de pérdida tan intensa que me dejó temblando. Con cada sollozo, me obligaba a dar un paso atrás, a alejarme de la puerta que se había convertido en el umbral de mi desolación. —Él y yo no somos nada, —me repetía, intentando convencer a mi corazón de aceptar esa fría verdad. Pero las palabras se disolvían en el vacío, incapaces de aliviar el dolor que se aferraba a mí con garras implacables. Finalmente, me alejé, dejándolos sumidos en su mundo privado, un universo del que estaba totalmente excluida. A cada paso, el dolor en mi corazón persistía, una sombra que, por más que intentara disipar, se negaba a dejarme.
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