Ocho años despues
―¿Tienes práctica otra vez?, Aurora, es viernes por la noche. Por el amor de Dios, vive un poco.
Mi mejor amiga y compañera de cuarto, Anastasia Ivanova, está apoyada contra la pila de almohadas en mi cama, pintándose las uñas de un brillante tono carmesí.
―Vas a tener que quitarte eso antes de la clase del lunes ―digo secamente, asintiendo hacia la botella de esmalte.
Anastasia, o Ana para mí, es una de las mejores estudiantes de ballet en Juilliard, donde estudio violín. Ambas somos los mejores de nuestra clase, en realidad, pero ahí es donde terminan las similitudes. Ana es naturalmente rubia, alta e increíblemente delgada, con una lista de números en su teléfono de una milla de largo y una cita todas las noches de la semana. Me tiño el pelo de rubio platinado, mido apenas 1,60 m, y aunque definitivamente perdí mi gordura de bebé cuando cumplí dieciséis, tengo más curvas que Ana. Pero más allá de eso, no puedo recordar la última vez que tuve una cita. Nunca he tenido novio. Ana pasa todos los fines de semana en los clubes de élite de Manhattan, mostrando su identificación falsa a cualquiera que se atreva a cuestionar su derecho a estar allí, y yo paso mis fines de semana en sesiones de práctica adicionales con el resto de la sección de cuerdas.
Nunca entenderé cómo puede ser la próxima prima del New York City Ballet, aparte del hecho de que tiene un talento ridículo. La he visto bailar un puñado de veces, y cada vez me deja sin aliento. Verla bailar es como ver un cuento de hadas cobrar vida.
Todos los cuentos de hadas tienen un lado oscuro.
Por un breve momento, escucho las palabras de mi padre hacer eco en mi cabeza, en su voz profunda y amable, y un escalofrío me recorre la columna vertebral. Me muerdo el labio con fuerza para evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. Han pasado ocho años, pero todavía no puedo escuchar la voz de mi padre en mi cabeza sin querer llorar.
―¿Alguien caminó sobre tu tumba? ―pregunta Ana, mirándome con el aplicador sobre su dedo―. Parece que viste un fantasma.
―Estoy bien. ―Me recojo el pelo en una cola de caballo, sin dejar de mirarla―. A tu maestra le va a dar un ataque, Ana.
―Me lo quitaré antes de la clase. ―insiste Ana―. Pero no voy a salir con las uñas desnudas o, peor aún, pintadas de un anticuado rosa pálido. ―Pasa la brocha por la uña del dedo meñique, lo tapa y luego se sienta, agitando la mano en el aire―. Vamos, Aurora ―dice de nuevo, su voz suplicante―. Nunca salimos. Y es mi mes de cumpleaños.
No puedo evitar poner los ojos en blanco.
―No tienes un mes entero de cumpleaños, Ana. Nadie lo tiene.
―Cuidadosamente dejo mi violín en su estuche, colocando con cuidado el arco a su lado y cerrándolo―. Sin embargo, saldré contigo por tu cumpleaños. Lo prometo.
―Prefiero que salgas conmigo esta noche. ―Hace un mohín, frunciendo los labios, que están pintados con el mismo tono de labial que el esmalte de uñas―. Vamos. Puedes tomar prestado algo de mi armario.
―Nada de tu armario me queda bien ―señalo―. No hay posibilidad.
―Sigues siendo delgada. Sólo porque tengas tetas no significa que no puedas encajar en cualquier cosa que tenga. Hay un vestido que siempre me pongo con un sujetador push-up para rellenarlo…
―Ana, no. Le prometí a mi grupo… ―Mi teléfono suena entonces, y me lanzo hacia él antes de que Ana pueda levantarlo de la mesita de noche. La vista previa del texto en la pantalla hace que mi corazón se hunda.
Ana capta la expresión de mi cara antes de que pueda suavizarla.
―Cancelaron, ¿no? ―pregunta triunfante―. Ahora tienes que ir conmigo.
Desesperadamente, intento pensar en otra salida. Ni siquiera es que no quiera salir, aunque eso es parte del problema. Es que conozco el tipo de lugares a los que le gusta ir a Ana: los clubes y bares más elegantes y caros que ofrece Manhattan. Tampoco es que no pueda permitírmelo. Es sólo que no quiero gastar el dinero.
Todos los meses, como un reloj, aparece una vergonzosa cantidad de dinero en mi cuenta bancaria. No sé de dónde viene ni cómo, y he intentado todas las formas que se me ocurren de esquivarlo. He cambiado de banco varias veces, pero siempre vuelve a aparecer. He tratado de conseguir un trabajo, para no tener que usarlo, pero la mayoría de las veces no me llaman de vuelta, ni siquiera para los puestos de venta más simples. Cuando sí recibo una llamada, el puesto de alguna manera siempre está ocupado antes de que pueda ir a una entrevista.
Y luego está mi matrícula en Juilliard. Cada semestre, se paga en su totalidad, incluso antes de que pueda intentar llamar y establecer un plan de p**o propio. Cuando intenté que la recepcionista de la oficina de registro me dijera quién había pagado, me informó que era un benefactor anónimo. Incluso cuando traté de mudarme a los dormitorios, recibí una llamada un día antes diciéndome que un apartamento de dos dormitorios en un edificio caro de antes de la guerra cerca del campus había sido alquilado a mi nombre, con la renta del primer año pagada.
Todo era muy misterioso, muy frustrante y me hacía sentir ansiosa y curiosa por saber quién, exactamente, estaba proporcionando todo esto. Pasé una noche sola en el apartamento demasiado grande antes de publicar un anuncio para un compañero de cuarto, que Ana respondió casi de inmediato. Dado que el lugar ya estaba pagado, solo le pedí que contribuyera para los alimentos y los servicios públicos, lo cual aceptó con mucho gusto. Todo lo que quería era una compañera de cuarto tranquila que no fuera a fiestas, que no me molestara y que no invitara a chicos a casa muy a menudo, si es que lo hacía.
Esa no resultó ser Ana en lo más mínimo. Pero de alguna manera, a pesar del hecho de que ella es tan extrovertida como yo introvertida, tan fiestera como yo hogareña, y podría rivalizar con una cantante de ópera con sus gemidos cada vez que trae a un chico a casa, rápidamente nos hicimos amigas. En parte, creo, se debe al hecho de que no tengo otros amigos, y en parte es que Ana, con su leve acento ruso y su cuerpo esbelto, me recuerda a mi madre, solo que ella es morena en lugar de rubia.
Ana golpea con los dedos la mesita de noche.
―Tierra a Aurora. Vamos, sé que cancelaron. ¿De verdad te vas a quedar esta noche en lugar de salir conmigo y ver a los solteros más elegibles que Manhattan tiene para ofrecer?
―No estoy interesada en las citas ―digo casi automáticamente―. Tú lo sabes.
―Sí, pero yo lo estoy. ―Ana salta de la cama, entrelazando su brazo con el mío―. Vamos. Puedes ser mi acompañante. Las bebidas corren por mi cuenta.
Puedo ver que no voy a salir de esto. Y una pequeña parte de mí, muy pequeña, está curiosa. Nunca he estado en el mundo en el que Ana habita los fines de semana, lleno de cócteles caros, hombres y mujeres glamorosos y clubes con luces de neón. Realmente no me atrae, pero ¿no debería experimentarlo solo una vez? Faltan sólo dos meses para el recital de primavera, y justo después, la graduación. Entonces me iré de Manhattan para siempre, y eso también incluye a Ana.
Así que tal vez no estaría de más complacerla, solo un poco.
―Está bien ―cedo, y su rostro se ilumina.
―¡Sí! ―Aplaude con entusiasmo―. He estado queriendo hacerte un cambio de imagen desde que me mudé. Vamos, buscaremos en mi armario.
―E-está bien. ―Me doy cuenta de que no sirve de nada discutir, mientras Ana me arrastra ansiosamente fuera de mi habitación y por el pasillo hacia la de ella.
Media hora después, no me reconozco del todo. El vestido n***o en el que me metió Ana es Gucci, con la parte de arriba estilo bustier que lleno del todo y atado con cordones a cada lado, que deja entrever una franja de piel desnuda a través de los cordones desde mis pechos hasta el dobladillo. Significa que no puedo usar sostén con él, y aunque las copas en la parte delantera brindan suficiente soporte, me hace sentir más desnuda y vulnerable que nunca.
―Si hay un viento fuerte afuera, podrán ver mis pezones a través de esto ―me quejo, pero Ana solo se encoge de hombros―. Y es tan apretado. ―Afortunadamente, mi estómago es lo suficientemente plano como para que el vestido quede perfectamente sobre él, pero me abraza con tanta fuerza que puedes ver cada curva―. Puedes ver las líneas de mis panties.
―Entonces usa una tanga.
―No tengo tangas ―replico lastimeramente―. Y no me digas que puedo tomar prestada una de las tuyas, eso es ir demasiado lejos.
―Entonces ve sin nada. ―Ana se encoge de hombros.
―¿Qué? ―Me vuelvo de un tono de rojo que podría rivalizar con una señal de alto―. No puedo hacer eso.
―Seguro que puedes. ―Ella me sonríe, sacando dos pares de tacones de su armario e inclinándome lo suficiente como para poder ver el destello de una tira de encaje en su falda. El vestido que lleva puesto es del mismo rojo cereza que sus labios y sus uñas. Ella lo llamó un «vestido de vendaje de Hermes», lo que no significa nada para mí, pero evidentemente es lo último de lo último basado su tono.
Un momento después, sale Ana con los zapatos, un par de sandalias plateadas para ella y unos tacones negros para mí, ambos con las suelas rojas que hasta yo reconozco.
―No puedo usar esto ―protesto―. ¿Qué pasa si me caigo? ¿Qué pasa si me rompo un tacón? Probablemente cuesten tanto como el alquiler de un mes.
En realidad, si les pasara algo, técnicamente podría permitirme reemplazarlos. Pero no me gusta admitir eso. Me he sentido rara con el dinero en mi cuenta desde el día que cumplí dieciocho años y empezó a aparecer, y no me siento menos incómoda ahora. Si se lo contara a Ana, tendría, con razón, un millón de preguntas, y no tengo forma de explicárselo cuando ni siquiera yo tengo las respuestas.
Por supuesto, me convence de que me ponga los zapatos y me quite la ropa interior de la misma manera que me convence de que me ponga todo lo demás, y mientras me tambaleo hacia el baño con mis nuevos tacones de aguja de 15 centímetros y con la incómoda conciencia de que no llevo absolutamente nada debajo del vestido, Ana se prepara para hacerme cosas en el pelo y en la cara que sólo he visto en las películas. Hay productos repartidos por toda la encimera del baño, de un extremo a otro, y me quedo muda frente a ella mientras se pone a trabajar.
Cuando termina, tengo que admitirlo, me veo increíble. Mi cabello está rizado en gruesas espirales que caen sueltas alrededor de mi cara y hacen que mi cabello luzca el doble de grueso que nunca, y me ha hecho algo que hace que mis ojos parezcan enormes, llenos y redondos, con un grueso y afilado ojo de gato en cada esquina. Rematado con el mismo lápiz labial rojo cereza, parezco una actriz de Hollywood.
―Te ves preciosa. ―Ana se ve completamente complacida consigo misma―. Vas a ser la envidia de todas las mujeres de Manhattan esta noche.
―Estoy bastante segura de que esas mujeres tienen bragas puestas ―murmuro, tocando con cautela una de las pestañas postizas que aplicó. Se sienten pesadas y extrañas en mi cara, pero debo admitir que hacen que mis ojos se destaquen.
―Yo no apostaría por ello. ―Ana me da una sonrisa descarada―. Ya llamé a nuestro Uber, así que tenemos que bajar. ―Tapa el labial y lo mete en su pequeño bolso plateado, luego me entrega un elegante bolso de mano n***o lacado. Lo abro para ver otro tubo de lápiz de labios, una fina funda de pañuelos de papel, y nada más.
―¿No necesito una identificación? No tendré la edad suficiente para beber hasta dentro de dos meses…
―No tienes de qué preocuparte ―dice Ana con confianza―. Nadie va a preguntarte, estás conmigo esta noche.
Hay algo en la forma en que lo dice que me pone nerviosa. Me encojo de hombros como si fuera ansiedad por salir, y no es hasta que ya estamos en el Uber y nos dirigimos al centro de Manhattan que reconozco la sensación. Es la misma que tuve hace ocho años, cuando un hombre que no reconocí me trajo una carta de mi difunto padre.
Ese sentimiento es una advertencia.
Simplemente no sé por qué, después de todos estos años, la estoy sintiendo ahora.