PRÓLOGO
Janet Davis no estaba consciente de nada excepto el terrible dolor que sentía en su cráneo. Se sentía como si alguien estuviera martillando su cabeza.
Tenía los ojos cerrados. Cuando trató de abrirlos, una luz blanca deslumbrante la cegó, así que tuvo que volverlos a cerrar.
La luz se sentía caliente en su rostro.
«¿Dónde estoy? —se preguntó—. ¿Dónde estaba antes... antes de que esto pasara?»
Entonces comenzó a recordarlo todo…
Había estado tomando fotografías en las marismas cerca del parque Lady Bird Johnson. Los narcisos del parque ya no deberían estar floreciendo a esta fecha de verano, pero las hojas de cornejo estaban muy verdes y se veían hermosas en el atardecer.
Había estado en el puerto deportivo fotografiando los barcos oscuros y la hermosa sombra de la puesta de sol en el agua cuando oyó pasos acercándose rápidamente por detrás. Antes de que pudiera darse la vuelta, sintió un golpe detrás de su cabeza, la cámara salió volando de sus manos y…
«Perdí el conocimiento, supongo», pensó.
Pero ¿dónde estaba ahora?
Estaba demasiado atontada, tanto así que no se sentía asustada. Pero sabía que pronto estaría aterrorizada.
Cayó en cuenta de que estaba tumbada de espaldas sobre una superficie dura.
No podía mover los brazos ni las piernas. Tenía las manos y los pies entumecidos debido a que tenía las muñecas y los tobillos atados.
Pero la sensación más extraña era de unos dedos sobre su rostro, restregando algo suave y húmedo en su piel caliente.
Logró decir con mucho esfuerzo: —¿Dónde estoy? ¿Qué estás haciendo?
Al no obtener respuesta, torció la cabeza para tratar de escapar del movimiento molesto de los dedos pegajosos.
En ese momento, oyó una voz masculina susurrar: —No te muevas.
No tenía intención de quedarse quieta. Siguió retorciéndose hasta que dejó de sentir los dedos sobre su rostro.
Oyó un suspiro desaprobador. Entonces la luz se movió, por lo que ya no estaba brillando sobre su cara.
—Abre los ojos —dijo la voz.
Cuando lo hizo, vio la hoja reluciente de un cuchillo de carnicero frente a ella.
La punta del cuchillo se acercó más y más a su cara, haciendo que sus ojos se cruzaran. Ahora veía dos hojas.
Janet jadeó, y la voz volvió a susurrar: —No te muevas.
Ella se congeló, pero un espasmo de terror sacudió su cuerpo.
La voz siseó: —Te dije que te quedaras quieta.
Hizo que su cuerpo se aquietara. Tenía los ojos abiertos, pero la luz era dolorosamente brillante y caliente, y no podía ver nada con claridad.
El cuchillo se alejó, y los dedos volvieron a frotar su rostro, esta vez alrededor de sus labios. Ella apretó los dientes tan fuerte que podía oírlos rechinar.
—Ya casi —dijo la voz.
A pesar del calor, Janet estaba temblando de miedo.
Los dedos comenzaron a presionar alrededor de sus ojos, y ella tuvo que cerrarlos de nuevo para que lo que el hombre estaba frotando en su cara no se metiera en ellos.
Luego los dedos se alejaron de su cara y pudo abrir los ojos de nuevo. Ahora podía distinguir la silueta de una cabeza grotesca moviéndose en la luz resplandeciente.
Sintió un sollozo aterrorizado salir de su garganta.
—Suéltame —dijo ella—. Suéltame, por favor.
El hombre no dijo nada. Lo sintió toqueteando su brazo izquierdo ahora, atando algo elástico alrededor de su bíceps y luego apretándolo dolorosamente.
Janet entró en pánico y trató de no imaginar lo que estaba a punto de pasar.
—No —dijo ella—. No lo hagas.
Sintió un dedo en su recodo y luego el dolor intenso de una aguja perforando una de sus arterias.
Janet soltó un grito de terror y desesperación.
Cuando sintió la aguja salir, algo extraño pasó dentro de ella.
Su grito de repente se convirtió en risas.
Se estaba riendo descontroladamente, llena de una euforia loca que nunca había experimentado antes.
Se sentía invencible ahora e infinitamente fuerte y poderosa.
Pero cuando volvió a tratar de liberarse de las ataduras alrededor de sus muñecas y tobillos, no cedieron.
Su risa se convirtió en una oleada de furia salvaje.
—Suéltame —siseó—. ¡Suéltame o te juro por Dios que te mataré!
El hombre se echó a reír. Luego inclinó la pantalla de la lámpara de forma que ahora la luz resplandecía sobre su rostro.
Veía el rostro de un payaso, pintado de blanco con enormes ojos extraños y labios dibujados de n***o y rojo.
Janet se quedó sin aliento.
El hombre sonrió, sus dientes un color amarillo opaco.
Le dijo: —Van a dejarte atrás.
Janet quería preguntarle: —¿Quiénes? ¿De qué estás hablando? Y ¿quién eres tú? ¿Por qué me estás haciendo esto?
Pero no podía ni respirar ahora.
Volvió a ver el cuchillo en frente de su rostro. Entonces el hombre pasó su punta afilada por su mejilla, por el lado de su cara y luego por su garganta. Sabía que la haría sangrar si aplicaba un poco de presión.
Comenzó a respirar entrecortadamente, y luego a jadear.
Sabía que estaba empezando a hiperventilar, pero no podía controlar su respiración. Sentía su corazón latiendo con fuerza en su pecho. También sentía su pulso violento entre sus orejas.
Ella se preguntó: «¿Qué había en esa jeringa?»
Fuera lo que fuese, estaba comenzando a hacer efecto. No podía escapar de lo que estaba pasando en su propio cuerpo.
Mientras el hombre le acariciaba la cara con la punta del cuchillo, murmuró: —Van a dejarte atrás.
Se las arregló para jadear: —¿Quiénes? ¿Quiénes me van a dejar atrás?
—Ya lo sabes —dijo el hombre.
Janet cayó en cuenta de que estaba perdiendo el control de sus pensamientos. Estaba ansiosa y aterrorizada y se sentía perseguida y victimizada.
«¿A quiénes se refiere?», se preguntó.
Vio destellos de sus amigos, familiares y compañeros de trabajo en su cabeza.
Sin embargo, sus sonrisas familiares y amigables se convirtieron en muecas de desprecio y odio.
«Todos —pensó—. Todos me están haciendo esto. Todas las personas que conozco.»
Una vez más, sintió un ataque de ira.
«Nunca debí confiar en nadie», pensó.
Peor aún, sentía que su piel estaba empezando a moverse. No, que algo se arrastraba por toda su piel.
«¡Insectos! —pensó—. ¡Miles de ellos!»
Trató de zafarse de nuevo.
—¡Quítamelos de encima! —le rogó al hombre—. ¡Mátalos!
El hombre se echó a reír mientras la miraba fijamente. No tenía ninguna intención de ayudarla.
«Él sabe algo —pensó Janet—. Él sabe algo que yo no sé.»
Luego entendió algo: «Los insectos no están arrastrándose sobre mi piel. ¡Están arrastrándose debajo de ella!»
Comenzó a hiperventilar y sus pulmones ardían como si hubiese pasado un largo rato corriendo. Su corazón latía aún más dolorosamente.
Su cabeza estaba llena de muchas emociones violentas: ira, miedo, disgusto, pánico y desconcierto.
¿El hombre había inyectado miles, tal vez millones, de insectos en su torrente sanguíneo?
¿Cómo era posible?
Con una voz que temblaba de ira y autocompasión, le preguntó al hombre: —¿Por qué me odias?
El hombre se echó a reír otra vez y le dijo: —Todos te odian.
Janet ahora no veía muy bien. No era que su visión estaba borrosa. En su lugar, la escena delante de ella parecía estar retorciéndose y saltando por todos lados. Escuchaba sus globos oculares traqueteando en sus cavidades. Así que cuando vio la cara de otro payaso, pensó que estaba viendo doble.
Pero entendió rápidamente que esa cara era diferente. Estaba pintada de los mismos colores, pero con figuras diferentes.
«No es él», pensó.
Debajo del maquillaje, veía rasgos familiares.
Entonces cayó en cuenta: «Soy yo».
El hombre sostenía un espejo frente a su cara. La cara horriblemente escandalosa que veía era la suya.
Ver ese rostro retorcido y con lágrimas la hizo sentir un odio que jamás había sentido antes.
«Tiene razón —pensó—. Todos me odian. Y yo soy mi peor enemiga.»
Como si compartiera su disgusto, las criaturas debajo de su piel comenzaron a moverse como si fueran cucarachas que habían sido expuestas a la luz solar.
El hombre bajó el espejo y volvió a pasar el cuchillo por el lado de su cara.
—Van a dejarte atrás —repitió.
Mientras el hombre pasaba el cuchillo por su garganta, Janet pensó: «Si él me corta, los insectos podrán escapar».
Bueno, la hoja también la mataría. Pero ese parecía un pequeño muy bajo para poder librarse de los insectos y este terror.
Ella dijo entre dientes: —Hazlo. Hazlo ya.
De repente oyó una risa distorsionada, como si un millar de payasos estuvieran regodeándose por la situación en la que se encontraba.
La risa hizo que su corazón latiera mucho más rápido. Janet sabía que su corazón no aguantaría mucho más.
Y no quería que aguantara.
Quería que todo esto parara lo antes posible.
Se encontró tratando de contar sus latidos…
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Pero sus latidos estaban empezando a ralentizarse.
Se preguntó qué explotaría primero, si su corazón o su cerebro.
Entonces finalmente oyó su último latido y el mundo se desvaneció…