Capítulo 3

1930 Words
Octavia El tiempo había perdido su significado en esta habitación que sospechaba era de Lucien. Las horas se diluían en días, y los días se fundían en una continuidad indefinida y sombría. Cada aliento que tomaba era un recordatorio de mi soledad, un eco de la ausencia que me dolía en lo más profundo del alma. La pérdida de Darcy era una herida abierta en mi ser. Ella no era solo mi loba, era parte de mí, un fragmento esencial de mi existencia. En esos momentos de soledad, me aferraba a los recuerdos de tiempos mejores, a los momentos en que Darcy y yo éramos una, fuertes y unidas. Pero incluso esos recuerdos se estaban desvaneciendo, dejándome a la deriva en un mar de desesperación y desolación. En este confinamiento, en esta habitación que se había convertido en mi prisión, la noción del tiempo había perdido todo significado. Lo único que importaba, lo único que persistía, era la agonía de la pérdida y la insoportable soledad que me consumía día tras día. Lucien venía poco, pero cada una de sus visitas dejaba una huella profunda y dolorosa, tanto en mi piel como en mi espíritu. Había abusado de mí innumerables veces, y cada encuentro era un tormento que iba desgastando lentamente mi fortaleza interior. Con cada visita, sentía cómo se desmoronaba una parte más de mi ser, hasta llegar al punto de rogarle, en momentos de desesperación abrumadora, que terminara con mi sufrimiento. Cada vez que pronunciaba esas palabras, él se detenía. Se quedaba allí parado, mirándome fijamente con esos ojos en los que una vez deposité mi confianza, y veía algo cambiar en su interior, una lucha interna que no lograba comprender del todo. Era como si, en esos breves momentos, algo dentro de él se revelara contra sus propias acciones, obligándolo a retirarse. Me quedaba sola después de eso, abrazando mis rodillas y meciéndome suavemente, tratando de encontrar un consuelo o una fortaleza que parecían cada vez más lejanos. Ese día, la rutina de mi cautiverio tomó un giro inesperado cuando dos guardias vinieron a buscarme. Con brusquedad, me vistieron con un vestido viejo y desgastado. Las cadenas que colocaron en mis muñecas eran frías y pesada. Me escoltaron por los pasillos del palacio, cuyas paredes parecían observarme con indiferencia. Cada paso era una lucha, no solo contra las cadenas, sino también contra la desesperanza que me consumía. Finalmente, llegamos a una sala donde la Diosa Luna estaba sentada en su trono, una figura de autoridad y poder. —Hija mía, estás hecha un desastre, —dijo con una sonrisa en sus labios, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos. No le respondí con palabras. En cambio, le lancé una mirada cargada de todo el odio y el desprecio que había acumulado en mi ser. Mi mirada era un desafío silencioso, un rechazo a su falsa compasión. Mi desafío no pasó desapercibido. Uno de los guardias, tal vez en un intento de demostrar su lealtad a la Diosa o simplemente por crueldad, me golpeó con tal fuerza que caí al suelo. El impacto contra el frío mármol me dejó aturdida y dolorida. —Inclínate ante tu Diosa, pedazo de mierda humana —gruñó el guardia con desprecio. Su voz era un latigazo, pero yo no podía moverme, el dolor y la humillación me tenían clavada en el suelo. La presencia altiva y desapegada de la Diosa Luna dominaba la sala, su mirada condescendiente fija en mí mientras se dirigía a los presentes. —Compórtate, hija mía, hoy tenemos visitas, —dijo, su voz teñida de falsa dulzura, como si su preocupación por mi bienestar fuera más que una mera actuación. A mi lado, los guardias se mantuvieron firmes, sus cuerpos rígidos como estatuas, vigilándome con una atención que parecía excesiva dada mi condición actual. A pesar de que había perdido a Darcy y con ella mi conexión con la loba que vivía dentro de mí, me mantenían como si aún fuera una amenaza. Su precaución me parecía irónica; ahora no era más que una humana, desprovista de mis habilidades y fuerzas anteriores. Cuando los visitantes entraron, supe inmediatamente quiénes eran. La voz de Samuel me golpeó antes de que pudiera ver su rostro. —Tú deberías estar muerta, —dijo, su tono llevando una mezcla de sorpresa y algo que no supe interpretar. Mi respuesta fue instintiva, una mezcla de desafío y amargura. —¿Acaso no me ves bien, imbécil? —Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera contenerlas, impulsadas por un deseo de mostrar que no estaba completamente quebrada, a pesar de todo lo que había sufrido. Sin embargo, mi resistencia verbal fue recibida con una nueva dosis de violencia. Uno de los guardias me golpeó de nuevo, con una fuerza que me hizo caer al suelo. El dolor del impacto se mezcló con la humillación, pero me negué a mostrar cualquier signo de debilidad. En el suelo, levanté la mirada hacia Samuel y los demás, manteniendo una chispa de desafío en mis ojos. Si Samuel estaba aquí, definitivamente no era por nada bueno. La Diosa Luna, con su voz fría y autoritaria, me reprendió frente a sus invitados, reforzando mi posición humillante. —La mascota de mi comandante no debería hablar, —dijo, y sus palabras hicieron que Lucien se acercara a mí. Lucien, con una expresión de desdén en su rostro, me agarró con fuerza y me levantó del suelo. Su agarre era implacable, y podía sentir cómo sus dedos se clavaban en mi brazo, enviando oleadas de dolor a través de mi cuerpo. Traté de mantenerme firme, a pesar del dolor y la humillación, pero era difícil no mostrar mi incomodidad. A pesar de todo, intenté mantener la cabeza alta, rehusando dejar que la situación me quebrara por completo. Cada fibra de mi ser gritaba en protesta, pero sabía que cualquier signo de debilidad solo serviría para darles más poder sobre mí. —Ahora dime, pequeño cachorro, ¿qué hacen un lobito, una vampira y una bruja aquí? —su voz resonaba con una mezcla de curiosidad y desprecio. Samuel, en un gesto de sumisión que parecía extraño en él, se inclinó sobre una rodilla y bajó la cabeza. —Estamos aquí para ofrecerle nuestra ayuda, Diosa, —dijo, su voz un murmullo de deferencia. La risa de la Diosa, que siguió a su declaración, fue tan cargada de maldad y triunfo que me hizo estremecer. Era el sonido de alguien que disfrutaba del control absoluto sobre aquellos a su alrededor. —¿Y qué podrían hacer por mí ustedes? —preguntó, claramente escéptica sobre la utilidad de sus visitantes. Fue entonces cuando la mujer mayor detrás de Samuel habló. —Sabemos que aún no ha podido llegar al territorio de las brujas, yo puedo ayudarla, —dijo, su voz confiada. La Diosa Luna, sin embargo, no parecía impresionada. —¿Y tú crees que te he olvidado? —gruñó, su tono cargado de rencor. —Tú y tu maldito Alfa me encerraron aquí, —continuó, extendiendo una mano hacia la mujer. En un instante, la bruja, Ría, fue arrastrada hacia el trono, su cuerpo moviéndose a través del espacio como si fuera arrastrado por una fuerza invisible. —Mis hijos y yo hemos sufrido mucho estando aquí encerrados por tu culpa, la magia que usaste para mejorarlo a él, fueron usadas en mi contra, Ría, —dijo la Diosa, su voz helada como el invierno. Ría, visiblemente asustada, apenas pudo articular una respuesta. —Yo... Yo... No... Sabía... —balbuceó, intentando defenderse. Pero la Diosa Luna no mostró piedad. —Eso no importa ahora, tú no importas, —susurró con frialdad, cerrando su mano en un puño. En ese momento, Ría comenzó a desintegrarse, su cuerpo deshaciéndose como si fuera cristal rompiéndose bajo una presión insoportable. El grito de Samuel llenó la sala, un sonido de terror y desesperación que resonó en las paredes del palacio. Yo, aún en manos de Lucien, observaba la escena con una mezcla de horror y desamparo, consciente de que estábamos en presencia de un poder que nos superaba en todos los sentidos. La Diosa Luna, imperturbable ante el horror que acababa de desatar, se dirigió a Samuel con una calma escalofriante. —Ahora, pequeño Alfa, —dijo, como si el acto de destruir a Ría hubiera sido algo trivial, —¿Qué tienes para mí, aparte de este pequeño regalo que me trajiste? Samuel, aun claramente conmocionado por el destino de Ría, logró reunir suficiente compostura para responder. —Sé que Orión y sus Alfas están planeando atacar, puedo decirte sus escondites, llevarte a ellos, —dijo con voz temblorosa. Al escuchar sus palabras, sentí que mi sangre se congelaba. La traición de Samuel era completa, dispuesto a entregar a Orión y a los demás para salvar su propia piel. Una ola de furia y desprecio se apoderó de mí; deseaba hacerle pagar por su cobardía y traición. La Diosa Luna, sin embargo, pareció restarle importancia a su información. —Ese otro pequeño Alfa no me preocupa, puede intentar lo que quiera, su final está cerca también, —dijo con una frialdad que helaba el alma. —Agradezco el presente que me trajiste, solo por eso, te daré a ti y a tu compañera unos valiosos segundos antes de que los mate... —Se puso de pie, emanando un aura de poder y peligro. —Treinta… —comenzó a contar, su voz tranquila pero cargada de un significado mortal. —Veintinueve… —Samuel, finalmente comprendiendo la gravedad de su situación, se dio la vuelta y salió corriendo de la sala, dejando atrás a Adriana en su apresurada huida. —Veintiocho… —continuó la Diosa, impasible. Adriana, tardando un momento en reaccionar, finalmente salió disparada tras él, su figura desapareciendo en la penumbra del pasillo. La risa de la Diosa Luna, llena de triunfo y desdén, llenaba la habitación, haciendo eco en los rincones oscuros del palacio. Su risa era como una melodía siniestra, un sonido que se me clavaba en el corazón y me recordaba mi impotencia en esta situación. Un guardia, impulsado por la euforia del momento, preguntó ansiosamente: —¿Vamos a por ellos? —Su voz estaba cargada de anticipación, como si anhelara la persecución y el conflicto. Sin embargo, la Diosa Luna, con un gesto despreocupado de su mano, descartó la idea. —Déjalos, ahora no tienen a dónde ir, se matarán entre ellos, —dijo con indiferencia. Su tono era frío, calculador, como si estuviera hablando de piezas en un tablero de ajedrez en lugar de vidas humanas. A mi lado, Lucien, cuya postura había permanecido tensa y alerta, hizo una pregunta que parecía haber estado reteniendo. —¿Por qué has traído a Octavia aquí? —Su voz llevaba un atisbo de curiosidad, quizás una preocupación oculta. La Diosa Luna se giró hacia él, su mirada destilando veneno. —Tu mascota, querrás decir, —replicó, sus palabras impregnadas de desprecio. —Simplemente vino de espectadora, tal vez este pequeño Alfa le informe a su hermano e intenten venir a rescatarla, serían un blanco fácil, —dijo con una sonrisa cruel. Su respuesta me heló el alma. Era evidente que estaba siendo utilizada como cebo, un mero peón en su juego retorcido. La idea de que mi vida, y potencialmente la de mi compañero y sus aliados, pudiera ser tan trivial para ella era aterradora. Me quedé allí, paralizada por un momento, sintiendo cómo el peso de mi situación se asentaba sobre mí con una fuerza abrumadora.
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